jueves, 22 de julio de 2010

La libertad es una bendición

Marx decía que el proceso de la historia pasaba por las fases de capitalismo, socialismo y comunismo. Tengo curiosidad por saber que habría pensado si hubiera podido ver que la secuencia iba a ser capitalismo, capitalismo y más capitalismo. Es lo que ha demostrado la experiencia histórica, sobre todo después del fin de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín. ¿Cuál vino primero? Poco importa. Lo que sí importa -aparte de que ninguno de los dos existe más, claro- es que no es el estado sino los particulares los que crean la riqueza; que la riqueza de un país se hace mediante el esfuerzo, el ahorro y las inversiones privadas nacionales y extranjeras creando, desarrollando y multiplicando empresas en el marco de una economía de mercado; que los monopolios estatales son fuentes de abuso y privilegios; que no hay mejor instrumento de regulación y de protección al consumidor que la libre competencia; que las excesivas regulaciones, controles de importación y exportación, barreras arancelarias y subsidios son generadores de abusos, corrupción y privilegios. En resumidas cuentas, importa refutar todas las fábulas colectivistas de distribución de la riqueza en vista del fracaso del estado paternalista y los desastres causados por el estatismo en cuatro continentes. El estatismo es, en realidad, la celebración del fracaso y la ineficiencia justificados por argumentos dialécticos.
James Mill decía que lo que no funciona en la práctica no es válido en la teoría. Por lo tanto, es inadmisible que haya sectores políticos que insistan que el comunismo fue "una buena idea mal aplicada." Un científico que labora en un experimento y no llega a nada con el mismo, dejaría de creer en su idea, la idea que lo llevó al fracaso: revisaría sus fundamentos.
Los marxistas sostienen que existe una lucha de clases en la que una clase explota a otra, y eliminando la existencia de clases se elimina la explotación y por ende, la desigualdad. Pero intentar crear por la fuerza una sociedad sin clases es imposible, porque es justamente el estado el que introduce la fuerza para lograr eso y al hacerlo, crea dos clases principales: los gobernantes, que se aprovechan de su posición para utilizar la fuerza a favor de sus intereses, y el pueblo que queda a merced de éstos.
Y aunque los comunistas digan que el estado en algún momento desaparece, esto no ha sucedido jamás en ningún estado comunista y se hace necesaria su existencia para asegurar la coerción que el comunismo requiere. Nadie puede desligar la responsabilidad de la teoría de lo que fue el comunismo en la práctica. Nadie puede negar las cifras de muertos en los estados comunistas que superan holgadamente a cualquier otro genocidio en el mundo. Hay que sumar prisiones, campos de concentración, hambrunas y guerras civiles. Se asesinaba a disidentes políticos y otras personas que no concordaban con la ideología del sistema como hombres de ciencia, artistas y religiosos.
Además, esta concepción marxista del "estado justiciero" está basada en la premisa de que el ser humano es corrupto y necesita ser controlado. Ahora bien, ¿cómo un grupo de esos mismos hombres va a controlar a los hombres mejor que ellos mismos? ¿Quién controla a quién? ¿Quién puede asegurar que ellos mismos no están "corrompidos" según su valoración?
Y por más que crean que llegaron racionalmente a la conclusión de que el socialismo es mejor, no tienen ningún derecho a imponerlo por la fuerza. No se puede convencer a nadie empleando la fuerza. Esa fuerza se interpone ante el derecho del individuo a decidir lo que es bueno o malo para sí mismo.
La libertad confía en el individuo, en su capacidad de dirigir su propia vida frente a cualquier imposición gubernamental. La posibilidad de elegir es el factor que habilita el desarrollo del potencial humano. La idea fundamental de la libertad no es simplemente el derecho del individuo a ejercerla, sino la tesis de que el ejercicio de ese derecho redunda en el bien común. La función del estado no es instaurar la felicidad, sino dar a cada persona la posibilidad de construir su propia felicidad.

sábado, 17 de julio de 2010

Una visita al reino de los anticapitalistas

Los esfuerzos de los intelectuales de izquierda para convencer al pueblo de Dios de que el capitalismo es una maldición infernal, son conmovedores. Veamos, con toda la paciencia que el caso requiere y tomándolo según de quien viene, algunos ejemplos.
En 1840, el poeta francés Arthur de Gobineau declaraba: "Nuestro pobre país está en decadencia romana.  El dinero lo ha destruido todo. No tenemos fibra ni energía moral. Ya no creo más en nada." Su compatriota y contemporáneo Gustave Flaubert sostenía que el odio a los burgueses es "el principio de todas las virtudes." Este señor firmaba sus cartas como "burguesofóbico" (sic) para demostrar cuánto despreciaba a "estos estúpidos comerciantes y su calaña." Para el alemán Friedrich Hölderlin, las clases medias son "incapaces de sentir emoción." Otro francés, el novelista Stendhal, decía que los hombres de negocios eran "avasallantes y avaros" y que lo hacían "llorar y vomitar al mismo tiempo." (¡Pobrecito! ¡No podía comer nada!) Werner Sombart, autor de un emblemático ensayo antiburgués titulado "Comerciantes y Héroes" decía, como su nombre lo indica, que hay dos tipos de personas: "El comerciante se acerca a la vida con la pregunta, ¿qué puedes darme? El héroe se acerca a la vida con la pregunta, ¿qué puedo darte?" El comerciante es, entonces, "el capitalista egoísta que vive una vida mezquina y artificial entre relojes de bolsillo, periódicos, paraguas, libros y política." El héroe es, en cambio, "el hombre pleno, generoso, vital, espiritual y libre."
William Faux decía que "dos dioses egoístas, placer y riquezas, esclavizan a los norteamericanos." Estaba de acuerdo con Francois La Rochefocauld Liancourt, que decía que la pasión que regía a ese país era su deseo por la riqueza. Por su parte, el alemán Oswald Spengler temía que su país se volviera como la "desalmada Norteamérica" donde "lo único que importa es la veneración por las habilidades técnicas y el dinero." Y decía que "necesitamos dureza, necesitamos escepticismo sin miedo, necesitamos una clase de dirigentes socialistas." Esto, por supuesto, está en el basamento ideológico de todas las guerrillas. No en vano, el Che Guevara decía, "un pueblo sin odio no puede triunfar."
Charles Dickens describía un país de "toscos ordinarios frenéticamente persiguiendo al dólar todopoderoso." Matthew Arnold advertía que fuerzas globales "americanizarían" Inglaterra. "La van a deteriorar por sus pobres ideas y su falta de cultura," decía. Paul Dehns iba más lejos y hablaba de la "americanización del mundo." Según él, esa "americanización" iba a ser el "ininterrumpido, exclusivo e implacable afán de ganacias, riquezas e influencias."
Cuando los anticapitalistas se refieren a sus enemigos (entre los que tienen el honor de contarme), invariablemente los retratan como fanáticos enloquecidos por el dinero y las riquezas materiales, como enceguecidos comercialistas que ante nada se detienen en su insaciable afán por más y más. Y este materialismo tan vulgar, a su entender, ha destruído la moral de los hombres y amenaza con acabar con la civilización y el mundo entero. Amenaza, en palabras del anticapitalista supremo, Marx, tomar todo lo que es sagrado y convertirlo en profano.
El anticapitalismo es, en realidad, un odio al éxito. Es un odio albergado por gente que se considera superior espiritualmente pero que al mismo tiempo (y esta es la clave para entenderlo) se sienten desplazados en el terreno social, político y económico y, por lo tanto, creen tener derecho a una compensación. Su balanza interna está calibrada de manera diferente. Observan el universo que los rodea y concluyen que el mundo es injusto, que recompensa a las personas injustas, los valores injustos y las habilidades injustas. Podemos atribuir el triunfo de una persona honesta a una gran ética de trabajo, instrucción, preparación, disciplina, o sencillamente haber sido afortunado: haber estado en el lugar justo y en el momento justo poseyendo las habilidades justas. Al mirar un país rico y poderoso, tratar de localizar la fuente de su vitalidad, ponderar sus recursos humanos y naturales, su libertad, sus instituciones y normas sociales. Pero para nuestros amigos anticapitalistas, esto no es tan sencillo. El éxito nunca es legítimo o merecido. Es para monstruos egoístas que adoran el becerro, el ídolo, el corruptor satánico, el oro, Wall Street. Es para naciones cuya prepotencia, injusticia y brutal búsqueda de dominio les permite edificar fortunas, fabricar armas, preparar ejércitos y jugar el rol del hiperpoderoso en el planeta. Al mirar el capitalismo, miran con desdén la falta de servicios sociales en lo que perciben como un sistema que recompensa la movilidad y el esfuerzo mas no tiene la gracia de amortiguar el infortunio de las clases sociales menos favorecidas como debería. Miran con perplejidad la cultura comercial del capitalismo como alguna máquina imparable que parece diseñada para avasallar cualquier otra cultura que se interponga en su camino. Perciben que el capitalismo tiende a favorecer a todo aquel que es egoísta; no así a ellos, en cuyo prístino corazón no hay lugar para el egoísmo. Y así, se consumen con su sentimiento de injusta inferioridad y desplazamiento social. Odian y odian. Las lacrimógenas reacciones de Stendhal marcan el camino.
Y este odio al capitalismo y al éxito ha perdurado a través del tiempo. El anticapitalismo -y no otro- es el responsable de haber puesto en la palestra a personajes tan disímiles como Fidel Castro, Saddam Hussein, Yasser Arafat, Omar Khadafi y Osama Bin Laden. Es el causante de que el G8 no se pueda reunir en paz en ninguna ciudad del mundo por las protestas de los antiglobalistas. Es el motivador de medios tan influyentes como Le Monde Diplomatique, que dijo que Estados Unidos "controla el FMI y el Banco Mundial, las instituciones que recompensan a los ricos y castigan a los pobres." Igual que Flaubert, Stendhal y los otros, los anticapitalistas de hoy se debaten en el colmo del odio más grande y más nihilista.
Leí en el Reader's Digest que grupos de intelectuales franceses brindaron con champagne por los ataques a las Torres Gemelas, el 11 de setiembre de 2001. Tal vez es sólo humor negro. Tal vez lo hicieron porque necesitan convencerse a sí mismos de que son moralmente superiores sólo para poder mirarse al espejo cuando se levantan cada mañana (si es que alguna vez se levantan antes de las doce del mediodía, claro). O tal vez, cuando alguien nos odia, es en ese odio donde podemos ver mejor reflejadas nuestras propias fuerzas, nuestro carácter, nuestras virtudes, nuestras potencialidades.
Los hombres de empresa proporcionan productos y servicios útiles y necesarios para beneficio de quienes los compran, y la contrapartida es la retribución económica que perciben a cambio de dichos productos y servicios. De eso se trata el capitalismo: productos y servicios a cambio de retribución económica. Los anticapitalistas tienen todo el derecho del mundo a pensar como quieran, pero eso no quiere decir que sean espiritualmente superiores a nadie. No tienen ningún derecho a reclamar un "terreno perdido" que nunca fue de ellos. Nadie les debe nada ni social, ni política ni económicamente.
Por último, no se pregona el odio. Un pueblo sin odio sí puede triunfar. Hasta puede llegar a la luna, como lo hizo Estados Unidos.

sábado, 10 de julio de 2010

Los mártires de Chicago

Desde su establecimiento en la mayoría de los países del mundo por acuerdo del Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional celebrado en París en 1889, el 1 de mayo es una jornada de reivindicación y homenaje a los sindicalistas y anarquistas de Chicago que fueron ejecutados por su participación en las jornadas de lucha que tuvieron su origen en la huelga iniciada el 1 de mayo de 1886, y su momento culminante tres días más tarde, el 4 de mayo, en la Revuelta de Haymarket Square.
Los hechos que dieron lugar a estos acontecimientos deben ser contextualizados en la revolución industrial. A fines del siglo XIX, Chicago era la segunda ciudad más grande de los Estados Unidos y sus humildes barriadas obreras albergaban a cientos de miles de trabajadores que vivían en precarias condiciones. Una de sus reivindicaciones básicas era la jornada laboral de ocho horas de acuerdo a la consigna "ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa." La mayoría de los obreros estaban afiliados a la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, pero tenía más preponderancia la Federación Estadounidense del Labor, de tendencia anarco-socialista. En su cuarto congreso, realizado el 17 de octubre de 1884, ésta había resuelto que a partir del 1 de mayo de 1886 se recurriría a la huelga si no se obtenía esta reivindicación y recomendaba a la vez a todas las organizaciones sindicales que apoyaran a los obreros en sus respectivas jurisdicciones. En 1868, el gobierno federal había promulgado la llamada Ley Ingersoll, estableciendo la jornada máxima de ocho horas. Sin embargo, como en la práctica tal ley rara vez se cumplía, los sindicatos decidieron empezar a movilizarse.
El 1 de mayo de 1886, 200.000 trabajadores iniciaron la huelga en Chicago, donde las condiciones de trabajo eran particularmente duras. La única fábrica que no había parado era la planta de maquinaria agrícola McCormick. El día 2, la policía había disuelto violentamente una manifestación de más de 50.000 personas y el día 3, mientras se producía la salida de un grupo de trabajadores rompehuelgas de la mencionada planta, los manifestantes se lanzaron sobre ellos comenzando una batalla campal. Sin previo aviso, la policía empezó a disparar a quemarropa sobre el gentío causando seis muertos y varias decenas de heridos. El anarquista Adolf Fischer, redactor del periódico en alemán Arbeiter Zeitung, hizo imprimir ese mismo día 25.000 volantes incitando a los trabajadores a "tomar las armas." Este hecho se utilizaría luego como principal prueba acusatoria en el juicio que lo llevaría a la horca. La proclama terminaba convocando a un acto en Haymarket Square al día siguiente, el fatídico 4 de mayo.
El acto se realizó con normalidad, pero como al finalizar el mismo una parte importante de la concurrencia se negaba a desconcentrarse, la policía arremetió ferozmente. En medio de la confusión causada por la refriega, estalló un artefacto explosivo que mató a un oficial e hirió a varios otros. La policía abrió fuego sobre la multitud causando un número indeterminado de muertos y heridos. Se declaró el estado de sitio y el toque de queda y en los días siguientes se efectuaron cientos de allanamientos y detenciones.
El 21 de junio de 1886, se inició la causa contra 31 responsables, siendo luego reducido el número a ocho. En la actualidad, se considera que su juicio fue una verdadera farsa motivada por intereses políticos. De hecho, se los juzgaba por sus ideas y su condición de obreros rebeldes. En ningún momento se respetó norma procesal alguna. Aunque nada pudo probarse, los ocho de Chicago fueron declarados culpables de ser enemigos de la sociedad y el orden establecido. La prensa, que no había hecho más que ridiculizar este movimiento obrero calificándolo de "lunático, antipatriota, anarquista, demagogo, indignante, irrespetuoso y comunista," sostuvo la culpabilidad de todos los acusados y la "necesidad de ahorcar a los extranjeros."
Se dictaron las sentencias. Samuel Fielden y Michael Schwab recibieron cadena perpetua. Oscar Neebe, quince años de trabajos forzados. Adolf Fischer, Georg Engel, Albert Parsons, Hessois Auguste Spies y Louis Lingg fueron condenados a morir en la horca. Lingg se suicidó en su celda y los otros fueron ejecutados en Chicago. José Martí dejó una prolija -pero más que eso, conmovedora- crónica de la ejecución: "...salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el de Parsons. Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita, 'la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora.' Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable..." Era el 11 de noviembre de 1887.
A fines de mayo de 1886, los diversos sectores patronales accedían a otorgar la jornada de ocho horas. Por fin, los trabajadores se beneficiaban. La Federación de Gremios y Uniones Organizadas de los Estados Unidos expresaba en la ocasión: "Jamás en la historia de este país ha habido un levantamiento tan general entre las masas industriales. El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millones de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando hasta ahora habían permanecido indiferentes a la agitación sindical."
En los Estados Unidos no se celebra el 1 de mayo. En su lugar, se celebra el Día del Trabajo (Labor Day) el primer lunes de setiembre desde 1882. Teóricamente, el presidente Grover Cleveland auspició la celebración en setiembre por temor a que la fecha de mayo reforzase la influencia de los movimientos socialistas.

jueves, 8 de julio de 2010

El ejemplo de California

El estado de California entró a formar parte de los Estados Unidos en 1850 y es hoy tan rico que si fuera un país independiente, sería la quinta o sexta economía mundial. Esta riqueza, traducida en paz y prosperidad para todos, es el fruto de la libertad económica. Esta libertad fue el incentivo para que caravanas de familias atravesaran el país viniendo de los estados del este a poblar esta nueva tierra, a arar y sembrar sus campos, a irrigar sus áridos desiertos, a extraer su oro y su petróleo, a fundar bancos y colegios, a trazar ferrocarriles, a establecer comercios e industrias.
California había pertenecido con anterioridad a España y a México y se dirá que entonces ya era potencialmente rica. Y es verdad. Pero esa riqueza potencial se convirtió en riqueza real, en riqueza efectiva gracias al inefable catalizador del sistema de economía libre. Muchas tierras en el mundo son potencialmente ricas, pero como no han adoptado un sistema de libre mercado, su riqueza no se traduce en hechos, no se efectiviza, sigue siendo potencial mientras los años van pasando y el progreso de sus pueblos se posterga generación tras generación.
California es un acabado ejemplo de cuán beneficiosa es la libertad económica. A medida que fue desarrollándose, algunos amasaron grandes fortunas, otros no, pero todos disfrutaron por igual del mejoramiento de las condiciones de vida. Viviendas, autopistas, ferrocarriles, escuelas, hospitales, bibliotecas, teatros, parques, hoteles, supermercados, centros turísticos y deportivos, tiendas y comercios de todo tipo significaron un formidable aumento del nivel de vida no sólo de unos pocos ricos afortunados sino de todos los habitantes de California. Todos se benefician. Nadie es un cero en una cartilla de racionamiento. No hay "apropiación masiva de los medios de producción" ni "colectivización forzosa de tierras." Hay propiedad privada.
Naturalmente, esta libertad económica va de acuerdo con la libertad que disfruta el ciudadano para expresarse libremente. Nadie es interrogado por la policía porque se le ocurra criticar al gobierno. De hecho, innumerables medios de prensa difunden constantemente toda clase de opiniones. Existen en Los Angeles, por ejemplo, 13 canales de televisión abierta de los cuales 12 son privados y uno público, educativo y sin publicidad.
En California, como en el resto de los Estados Unidos, ha habido inflación porque sucesivos gobiernos se han apartado del sistema de economía de mercado y han usado discrecionalmente la facultad de emitir papel moneda. El fracaso de este experimento populista demuestra que la libertad sólo se salvará ejerciendo la libertad en todos los campos. Vale decir, el rol del estado no es combatir el sistema de mercado libre sino, por el contrario, defenderlo a toda costa. Juan Bautista Alberdi decía que el crédito privado debía ser el niño mimado (sic) de la legislación americana. Está implícito que eso sólo se logrará con administraciones honestas, sensatas y responsables.

La libertad iluminando al mundo

Corría el año 1865. Ya había terminado la Guerra de Secesión y el presidente Lincoln, el mismo que había expresado que "nuestra defensa estriba en considerar a la libertad como heredad de todos los hombres en todas partes de la tierra," había sido asesinado. Durante una comida en la finca de Laboulaye en las proximidades del Palacio de Versailles, nació la idea de ofrecer a los Estados Unidos un monumento conmemorativo del nacimiento de esa nación y de la amistad francesa. Uno de los presentes era el escultor alsaciano Frédérick Bartholdi, a cuya voluntad, talento y decisión se debe que aquella idea, aquel sueño haya podido concretarse.
Así como Lincoln, otros hombres se encargaban de recordarnos el concepto de libertad. "Preferiría más pertenecer a una nación pobre, pero libre, que a una nación rica que hubiera dejado de amar la libertad," expresaba Woodrow Wilson. "Los que pueden renunciar a su libertad por una mezquina seguridad no merecen ni libertad ni seguridad," señalaba Benjamin Franklin. "¿Para qué sirven el arado o la vela o la tierra o la vida si falta la libertad?" eran las palabras de Ralph Waldo Emerson.
Elegido el lugar en que la obra sería emplazada, la Isla de la Libertad en la bahía de Nueva York, la excavación de los cimientos comenzó en abril de 1883 y la piedra fundamental del pedestal de "la novia de todos," como la llamara Ronald Reagan, fue asestada el 5 de agosto de 1884.
Se constituyó la Unión Franco-Americana con el fin de formular proyectos, recolectar fondos y proseguir el programa. Por su parte, Joseph Pulitzer, a la sazón director del New York World, realizó una gran campaña de publicidad para recaudar fondos. Para Bartholdi, el mandato era imperativo. "Nuestro trabajo avanza -declaraba orgulloso en noviembre de 1882-. La estatua comienza a sobrepasar las casas y en la próxima primavera, la veremos contemplar la ciudad entera como el más grande monumento de París."
Las distintas partes de la estatua fueron terminadas en Francia en julio de 1884. En la ocasión, el embajador estadounidense Levi P. Morgan expresó: "Dios permita que ella pueda permanecer hasta el fin de los tiempos como un emblema imperecedero."
Completado el embarque de la enorme mole -seccionada en bloques- el buque francés Isére zarpó del puerto de Ruan el 21 de mayo de 1885 y llegó a Sandy Hock, a la entrada del puerto de Nueva York, el 17 de junio. Terminada, la Estatua de la Libertad Iluminando al Mundo fue entregada el 28 de octubre de 1886.
Ese día histórico, el presidente Grover Cleveland decía que "no olvidaremos que la libertad ha hecho aquí su hogar, no ha de ser descuidado su predilecto altar," y la antorcha sostenida por el brazo en alto de la estatua, era encendida por primera vez.
Ya levantada frente a la aguas, la estatua de la Liberad fue lo primero que contemplaron "millones de hombres y mujeres que adoptaron esta tierra porque en esta tierra encontraron un lugar en el que las cosas que más anhelaban podían ser suyas: libertad de oportunidad, libertad de pensamiento, libertad de creer en Dios," como lo señaló, al cumplirse el cincuentenario de la inauguración, Franklin Roosevelt. "Aquí encontraron vida -concluía- porque aquí había libertad para vivir."
Era la libertad iluminando al mundo. Y un ejemplo de lo que, en libertad, puede hacer la voluntad del hombre.

jueves, 1 de julio de 2010

La historia de un ferrocarril

El Ferrocarril Pacífico Canadiense (Canadian Pacific Railway) es la línea ferroviaria histórica que presta servicio entre Montreal y Vancouver con ramales a Toronto y algunas ciudades importantes de los Estados Unidos como New York, Chicago y Minneapolis. Recorre un total de aproximadamente 14.000 millas en territorios de ambos países y se la considera desde siempre un emblema del nacionalismo canadiense. La imagen de un castor fue elegida como su distintivo porque es uno de los símbolos nacionales del Canadá y representa el carácter laborioso que hizo posible su realización. Las obras fueron realizadas mayoritariamente por inmigrantes europeos y chinos.
La existencia misma del Canadá como nación llego a depender en algún punto de la terminación acertada de un proyecto importante de ingeniería civil: la creación de un ferrocarril transcontinental. La provincia de British Columbia exigía un ferrocarril nacional como condición para unirse a la Confederación del Canadá. El gobierno del primer ministro John Macdonald acordó, en 1871, construir un ferrocarril que comunicara a esa provincia del pacífico con las provincias del este del país en un plazo de diez años. Macdonald lo consideraba esencial para la creación de una nación unificada y articulada a través de todo el continente. Por su parte, intereses comerciales en Quebec requerían fácil acceso a fuentes de materias primas en Ontario y mercados en el oeste del país.
El más grande obstáculo para su realización era de índole económica. Sin mencionar las dificultades de construir un ferrocarril a través de las Montañas Rocosas Canadienses, la línea entera iba a requerir cruzar 1.000 millas de un territorio tan inhóspito como el árido Escudo Canadiense en la provincia de Ontario. Para asegurar esa ruta, el gobierno ofreció grandes incentivos incluyendo vastos otorgamientos de tierras en el oeste del país.
En 1873, debido a un escándalo de sobornos conocido como Pacific Scandal, cae el gobierno de John Macdonald. El nuevo primer ministro, Alexander Mackenzie, empezó la construcción de algunos segmentos del ferrocarril como una empresa pública bajo la supervisión del Departamento de Obras Públicas. El trecho que une Thunder Bay con Winnipeg fue comenzado en 1875. Sin embargo, la falta de fondos públicos condicionaba una lenta y desmotivadora tarea. Con el regreso de Macdonald al poder en 1878, una política más agresiva fue adoptada. Macdonald confirmó que Port Moody, British Columbia, sería la terminal de la línea transcontinental y anunció que el ferrocarril seguiría los ríos Fraser y Thompson entre dicha terminal y Kaloomps. El gobierno federal lanzó bonos en la bolsa de Londres y llamó a licitación para construir la sección entre Yale y Savona's Ferry en Kaloomps Lake. El contrato fue otorgado a Andrew Onderdonk, cuyos hombres empezaron a trabajar en mayo de 1880. Tras haber completado esa sección, Onderdonk recibió contratos para construir entre Yale y Port Moody y entre Savona's Ferry y Eagle Pass.
En octubre de 1880, un nuevo grupo empresarial firmó contrato con el gobierno. Acordaron construir el ferrocarril por una suma equivalente a seiscientos veinticinco millones de dólares canadienses actuales, más un otorgamiento de cien mil kilómetros cuadrados de tierras. Todas las secciones que habían sido construídas por el gobierno fueron transferidas a la nueva compañía que también fue eximida de pagar impuestos por veinte años. El 15 de febrero de 1881, la legislación que confirmaba el contrato recibió aprobación real y la Compañía del Ferrocarril Pacífico Canadiense quedó formalmente incorporada al día siguiente.
La línea empezó su expansión hacia el oeste desde Bonfield, Ontario. Se determinó que la traza sería a través del árido Palliser's Triangle en Saskatchewan y de Kicking Horse Pass sobre Field Hill. Esta ruta era la más directa para viajar al oeste y pasaba muy cerca de la frontera con Estados Unidos; la idea era competir con las empresas ferroviarias de ese país que querían copar el mercado canadiense. Claro que nada iba a ser fácil.
Una consecuencia iba a ser encontrar una ruta a través de los montes Selkirk en una época en que ni siquiera se sabía si tal ruta existía. La tarea de encontrarla fue asignada a un perito topógrafo llamado Albert Rogers, quien se obsesiona por encontrar el paso que inmortalizaría su nombre. En abril de 1881, descubrió el paso que hasta el día de hoy se conoce como Rogers Pass.
Otro obstáculo era que la ruta propuesta cruzaba un territorio controlado por los indios Blackfoot. Se eligió como mediador a Albert Lacombe, un diligente sacerdote misionero que logró convencer a Crowfoot, jefe de los Blackfoot, de que la realización de esta obra era absolutamente necesaria. En recompensa por su buena voluntad, la empresa le otorgó al jefe Crowfoot un pase especial para viajar gratis de por vida en el tren.
La dificultad más grande se presentó en Kicking Horse Pass. En las primeras cuatro millas al oeste de esa cima, el terreno desciende abruptamente 350 metros. La empresa -sumamente ajustada de fondos- tuvo que construir allí un tramo de vías con una inclinación que excedía notablemente el nivel máximo recomendado para la época y que incluso supera los niveles que los ferrocarriles modernos suelen utilizar. Sin embargo, esta ruta era mucho más directa que otra que había sido previamente propuesta a través de Yellowhead Pass y ahorraría varias horas de viaje.
En 1882, a pesar de una serie de inundaciones que retrasaron mucho los trabajos, se construyeron 400 nuevas millas para la línea principal, así como varios desvíos y ramales. El ramal de Thunder Bay se completó en junio de 1882, permitiendo que circule todo el tráfico fluvial y ferroviario desde el este de Canadá hasta Winnipeg por primera vez en la historia del Canadá. A fines de 1883, el ferrocarril había alcanzado las Montañas Rocosas apenas cinco millas al este del problemático Kicking Horse Pass. En 1883 y 1884 se trabajaría en las montañas de British Columbia y en la costa norte del Lago Superior.
A este punto, la construcción iba en franco progreso, pero la empresa corría riesgos de quedarse sin recursos. En respuesta, el gobierno otorgó un importante préstamo conocido como Railway Relief Bill. En mayo de 1885, estalla la llamada Rebelión del Noroeste (Northwest Rebellion) en el distrito de Saskatchewan encabezada por Louis Riel, un canadiense de origen mestizo que se oponía al otorgamiento de tierras y que contaba con apoyo de los indios. El director William Cornelius Van Horne, entonces en Ottawa, sugirió al gobierno que el ferrocarril podía transportar tropas hasta allí en 10 días. Algunas secciones estaban incompletas o no se habían usado antes, pero el viaje se hizo en 9 días y la rebelión fue rápidamente doblegada y Riel fue ejecutado. Este personaje había protagonizado una revuelta similar en 1869 en el área de Red River y tiene ribetes de héroe popular en el folklore canadiense. Quizás porque el gobierno estaba agradecido por este último servicio, decidió otorgar un nuevo préstamo y acordó refinanciar la ya abultada deuda de la compañía.
El 7 de noviembre de 1885, el operario Donald Smith coloca el último perno del Ferrocarril Pacífico Canadiense en Craigellachie, British Columbia, haciendo honor a la promesa original de unir a la provincia "rebelde" con sus hermanas del este. Cuatro días antes, se había colocado el último perno de la sección del Lago Superior algunas millas al oeste de Jackfish, Ontario. Si bien el ferrocarril se completó cuatro años después de la fecha originalmente propuesta de 1881, se terminó seis años antes de la nueva fecha de 1891 que Macdonald diera en 1881. El viaje inaugural por la ruta transcontinental tuvo lugar entre el 28 de junio y el 4 de julio de 1886.
La exitosa construcción de un proyecto tan masivo fue considerada una impresionante hazaña de ingeniería y voluntad política en un país tan vasto y de terrenos tan difíciles. Fue, de lejos, el ferrocarril más largo construído hasta entonces. Su ardua realización a través de tantos obstáculos, a través de tantas dificultades demostró que el interés nacional, la visión de futuro y la vocación de servir a la comunidad son valores que están por encima de todo interés político. Los miles de anónimos trabajadores cuyo sacrificio hizo posible esta obra sabían que no sólo estaban construyendo un ferrocarril, sino también el futuro de una gran nación.