martes, 28 de septiembre de 2010

Ellos y nosotros

En un verdadero evangelio antioccidental titulado "Los condenados de la tierra," el médico martinicano Frantz Fanon expresa: "el juego europeo ha terminado definitivamente, hay que encontrar otra cosa. Podemos hacer cualquier cosa ahora a condición de no imitar a Europa, a condición de no dejarnos obsesionar por el deseo de alcanzar a Europa." Y más adelante añade, "no rindamos, pues, un tributo a Europa creando estados, instituciones y sociedades inspiradas en ella."
Fanon, que conoció la colonización francesa en su Martinica natal, se trasladó a Argelia en 1953 y se acercó a los movimientos independentistas, convirtiéndose en editor de una de sus publicaciones. En 1960, poco antes de su muerte, el gobierno argelino en armas lo nombró embajador en Ghana. Era la tumultuosa época en que comenzaba la descolonización de Africa.
Dos factores le dieron el gran impulso editorial que inicialmente tuvo este libro. El primero fue su aparición en momentos en que la guerra de la independencia librada por los argelinos contra los franceses estremecía a ambos países y al mundo entero. Corría el año 1961 y Argelia era noticia en todas partes. El segundo fue que la obrá apareció con un prólogo de Jean Paul Sartre, voz por entonces indiscutible del universo intelectual.
Lo interesante del prólogo de Sartre es a quién va dirigido. Sartre le habla a los europeos. Fanon, en cambio, se dirige a los no europeos, a los "condenados de la tierra." Sartre y Fanon, intencionalmente o no, se han puesto de acuerdo para asignar a la raza humana los roles de explotadores y explotados, de victimarios y víctimas según el lugar en que se encuentren. Sartre le habla a los primeros; Fanon, a los segundos. Sartre les comunica a los europeos que ha tomado cuerpo una justa revancha a cargo de los explotados del Tercer Mundo y, lejos de condenar ello, admite las razones morales que lo asiste. Por su parte, Fanon les dice a sus interlocutores cómo y por qué el derramamiento de sangre es tan necesario como inevitable. Uno hace la apología de la violencia anticolonialista. Otro la legitima reflejando ese complejo de culpa que se ha vuelto tan común al hombre de Occidente.
Esta es la clave ideológica que tiene la izquierda para defender la violencia como elemento catalizador de la historia; un concepto que además hunde sus raíces en Marx y en Engels. Fanon hace una clara división de roles: nosotros y ellos. Según esa división, "nosotros" no teníamos que ser como "ellos." "Nosotros" teníamos que despojarnos de las influencias de "ellos."
Hay un problema con eso: las fronteras entre "ellos" y "nosotros" no existen más -o por lo menos se confunden- desde hace tres mil años. Los únicos que podrían esgrimir ese argumento serían unos pocos esquimales, mapuches, arawacos y otros aborígenes precolombinos que todavía y a duras penas subsisten completamente aislados y totalmente librados a sus propios medios, pues sucede que todos, tanto "ellos" como "nosotros" incluyendo a Fanon, somos los herederos de una cultura helenística que desde hace tres mil años ejerce en el planeta una influencia unificadora que podrá ser brutal, lamentable o benéfica según quien haga la fiscalización, pero de cuya fuerza centrípeta nadie parece poder escapar. No tiene ningún sentido insistir en un rencoroso discurso indigenista, tercermundista y antioccidental que, como perro que se quiere morder la cola, no va a ninguna parte y lo único que consigue es poner un palo en la rueda del desarrollo de los pueblos. Una vez que se ha producido el arraigo de una cultura dominante y una vez que predominan esos valores y esa cosmovisión, no es bueno intentar que la historia retroceda y la mentalidad social involucione a unos míticos orígenes que ya nadie es capaz de esclarecer y que, de reimplantarse, lo único que lograrían es condenarnos al fracaso y a la frustración a "ellos" y a "nosotros" por igual.
Los revolucionarios negros norteamericanos que marcharon a Africa en la década del 60 en busca de sus "raíces," descubrieron que poco y nada tenían en común -salvo el color de la piel y los rasgos externos- con aquellos países atrasados y distintos que no tenían ni las autopistas, ni los hoteles, ni los moteles, ni los autoservicios, ni los bares, ni las gasolineras ni los teléfonos públicos que ellos conocían y a los que estaban acostumbrados. Singapur, que fue una humilde colonia inglesa en las antípodas del planeta, se ha convertido en una de las principales economías del mundo porque sus habitantes rehusaron hundir la cabeza como el avestruz en ese inútil discurso anti-Occidente y, en cambio, adoptaron una economía de mercado. En Japón, al terminar la Segunda Guerra Mundial y después de que cayó la bomba atómica, dejaron de verse kimonos por las calles y empezaron a verse jóvenes de ambos sexos vestidos con pantalones vaqueros y camisas a cuadros que hacían cola frente a los nuevos y grandes cines donde se proyectaban películas norteamericanas. Etiopía nunca fue colonizada por los europeos, salvo el brevísimo paréntesis italiano que apenas dejó huellas, y no por eso le fue mejor que a la India.
Por otra parte, Fanon no tuvo en cuenta que todo es historia. Seguramente por eso su libro no menciona que los árabes tristemente colonizados en Argel fueron los implacables colonizadores del pasado. En efecto, la Guerra Santa islámica librada a partir del siglo VIII contra los pueblos del norte de Africa aniquiló, subyugó y esclavizó a numerosas comunidades nativas en matanzas que se extendieron por tanto o más tiempo que las cometidas por los europeos.
Hay una herencia de tres mil años que se llama Occidente. "Ellos" y "nosotros" somos sus herederos, los beneficiarios de esa herencia que moldea nuestra lengua, nuestras instituciones, nuestra religión, nuestro modo de construir ciudades y de alimentarnos, nuestro ser y quehacer, nuestras actividades cotidianas a lo largo de los años, hasta nuestra forma de interpretar la realidad. Entonces, ¿cómo pretender que, de buenas a primeras, de un día para otro, esa cosmovisión, toda una visión global de la vida, nada menos, sea reemplazada por otra? ¿Cuál sería, además, la alternativa? ¿El incanato? ¿La teocracia azteca? ¿La enclenque e ignota cultura tuyuca perdida en algún rincón de la selva amazónica? ¿Los kiribaties de la Micronesia y su culto a los huesos de los muertos? ¿El canibalismo, acaso? La respuesta es no, gracias. Somos occidentales, con todo lo que trae. Vale para ellos, vale para nosotros. Eso es lo que Fanon no entendía.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Gracias, Sr. Presidente

En febrero de 2003, cuando Estados Unidos se aprestaba a la guerra, el presidente George W. Bush declaró. "Un nuevo régimen en Irak servirá como un dramático e inspirador ejemplo de libertad para todos los países de la región."
Ahora que Barack Obama decide poner fin a las operaciones militares en ese país, queda abortado el proceso que habría podido llevar a lograr el mencionado objetivo: un efecto dominó que derroque a otras dictaduras del mundo árabe. Después de siete años de intervención y de ocupación en los que Washington envió más de un millón de tropas, Irán se alza como el mayor beneficiario de la aventura norteamericana en Irak. Estados Unidos se tomó el trabajo de derrocar al enemigo declarado de Teherán, Saddam Hussein. Luego, ayudó a instaurar un gobierno de extracción chiita, comunidad de ascendencia iraní, por primera vez en la historia moderna de Irak. Y mientras las tropas estadounidenses luchaban denodadamente tratando de contener la insurgencia y evitar una guerra civil, Irán extendió su influencia sobre todas las facciones chiitas iraquíes alterando el equilibrio estratégico del Golfo Pérsico y posicionándose como potencia regional dominante. Medio Oriente se caracteriza hoy por la incertidumbre causada por el ascenso regional del régimen chiita en Irán, por su programa nuclear, por su creciente influencia sobre el liderazgo iraquí y por su intromisión en otros países con grandes comunidades chiitas, especialmente el Líbano. El retiro de los Estados Unidos de esta conflictiva zona, no causará sino un vacío de poder que será sin duda capitalizado por un régimen iraní que busca consolidar su influencia en toda la región para llegar al objetivo posiblemente albergado por el presidente Ahmadinejad de atacar en algún momento a Israel. Teherán es un régimen sumamente inquietante que desafía incluso a la dinastía Al-Saud, que gobierna Arabia Saudita y se considera el líder legítimo del mundo árabe. Dicha dinastía, a la que además le interesa conseguir el apoyo de Bagdad, teme la potencial influencia de Irán sobre una considerable población chiita concentrada en la provincia oriental del reino, rica en petróleo. En Bahrein, la mayoría chiita está inquieta bajo la autoridad de gobernantes de la comunidad sunnita que también temen la influencia de Irán. En el Líbano, Washington apoya a un gobierno sunnita hostigado por Hezbollah, una milicia chiita fundada por Irán. Y todo bajo la anuencia de Ahmadinejad.
Más aún, la guerra entre la mayoría chiita y la minoría sunnita en Irak ha desencadenado odios sectarios difíciles de contener. Así como en la guerra civil del Líbano, que duró 15 años y terminó en 1990, el antagonismo sectario era entre musulmanes y cristianos, ahora el conflicto se da primordialmente entre sunnitas y chiitas.
Mientras tanto, en Irak, los sunnitas, chiitas y kurdos discuten sobre la posibilidad de compartir el poder y la riqueza petrolera del país, y la violencia sigue en ascenso. Las últimas elecciones dieron como resultado un parlamento sin mayoría, algo que no ayuda a decidir la manera de constituir un nuevo gobierno. Lejos de convertirse en un modelo de coexistencia civilizada, Irak sigue siendo un barril de pólvora que puede hacer estallar el conflicto sectario en todo Medio Oriente en cualquier momento. Gracias al capricho de Obama de dar la espalda e irse, la mecha de ese barril ya está encendida a beneficio de Ahmadinejad. Puede dar las gracias al presidente de los Estados Unidos por el invalorable servicio que le ha prestado en retirar sus tropas de combate, dejándole el terreno libre.

sábado, 18 de septiembre de 2010

El estado debe devolver a la empresa privada el incentivo de trabajar y de innovar

Si el fin de la economía es crear riquezas y empleos, la aplicación de los principios del liberalismo constituye una gran victoria.
Desde luego, estos principios no garantizan ciento por ciento de crecimiento económico, pero sin ellos hay poca esperanza de recuperación. Los verdaderos economistas no hacen predicciones, no poseen las recetas del éxito, pero conocen los métodos que llevan al fracaso.
Uno de esos métodos es intentar reactivar la economía mediante la emisión monetaria. La condición previa absoluta para la recuperación y el crecimiento económico es extirpar de la economía sus tendencias inflacionarias. Esta actitud siempre es objeto de las críticas más violentas por parte de la izquierda, pero es lo que hace posible la estabilidad de la moneda, base de la recuperación en tiempos de crisis. Si todos los gobiernos del mundo siguieran esta línea de conducta de moderación monetaria, la inflación sencillamente no existiría.
Otra medida decisiva es rebajar las tasas más altas del impuesto a las ganancias. La consecuencia inmediata es devolver a los dirigentes de empresas la motivación de trabajar y de innovar. Además, empresarios de otros países que soportan sobretasas acuden invariablemente al país donde la presión impositiva es menor y allí crean riquezas y empleo. En este punto, mientras que las anteriores tasas confiscatorias llevaban al fraude o a comportamientos irracionales, el nuevo régimen logra que los ciudadanos vuelvan a las actividades productivas.
Todos estos efectos benéficos explican por qué, en realidad, la reducción del impuesto a las ganancias no cuesta nada al presupuesto del estado. El salto hacia adelante de la economía en una nación compensa con creces los "favores" fiscales otorgados a los empresarios.
Otro aspecto fundamental, después de la estabilidad monetaria y la reducción de la presión impositiva, es la desregulación. Al eliminar monopolios públicos y privados, sectores enteros de actividades como los transportes o las telecomunicaciones entran nuevamente en competencia y el resultado es que una mayor cantidad de ciudadanos viaja o se comunica a tarifas más bajas. La disminución del volumen de los textos reglamentarios que habitualmente controlan esas actividades es, asimismo, decisiva.
La puesta en práctica de estas políticas de neto corte liberal desmiente los sombríos vaticinios sobre el carácter ineluctable de la desocupación en tiempos de una crisis. Los empleos que se van creando en el proceso de recuperación no son únicamente, como a veces afirma la izquierda, trabajos subalternos y mal remunerados. Esos empleos son el resultado del crecimiento. La incitación a volver a encontrar trabajo es más fuerte en los países que han adoptado una economía de mercado que en aquellos donde el estado sigue siendo fuertemente intervencionista. En estos últimos, es más difícil contratar a una persona joven sin capacitación, porque las presiones impositivas que pesan sobre los empleadores son tan grandes, la toma de personal implica obligaciones tan engorrosas (beneficios sociales de todo tipo, asignaciones familiares, etc.) que la contratación suele restringirse al arco de lo imprescindible: el personal más capacitado y experimentado. Además, lo abultado que suele ser la ayuda social que el estado otorga a los desocupados, desmotiva a éstos a buscar rápidamente un nuevo empleador.
Otro punto muy importante es otorgar a la inmigración un carácter más liberalizado. En 1987, el congreso norteamericano aprobó una ley que prohibía a los empleadores contratar inmigrantes indocumentados. ¿Cuál pudo haber sido el resultado? Absolutamente ninguno, excepto hacer florecer la industria de la falsificación de documentos. De los 400 dólares que costaba la "green card" falsa cuando se votó la ley, el precio cayó a la décima parte en menos de cinco años. La ley no prevé que el empleador verifique la autenticidad de los documentos que se le presentan. ¿Cómo podría hacerlo? En la actualidad, se estima que hay unos 11 millones de inmigrantes ilegales en los Estados Unidos. Si tenemos en cuenta este dato, nos daremos una idea de la "efectividad" de esa ley. A la inmigración no la controla el estado; la regula el mercado de trabajo. Si los inmigrantes afluyen de un país a otro, lo hacen por la simple razón de que en el país receptor hay empleadores interesados en contratarlos. El potencial de un trabajador inmigrante, que no cabe duda que ha venido a trabajar, es incalculable. Además, la inmigración contribuye a que los trabajadores nativos suban un punto en la jerarquía de empleos. Alguien que comprendió muy bien todo esto fue Ronald Reagan. Por eso, fomentó el ingreso de trabajadores emigrados cuando era gobernador de California y continuó haciéndolo desde la Casa Blanca.
Sin embargo, cabe señalar que si la contratación de los inmigrantes está mal orientada, puede pesar indebidamente sobre la seguridad social. La red de ayudas públicas puede atraer también a numerosos inmigrantes que tal vez sólo buscan aprovechar la ayuda social del estado.
¿El crecimiento es una ilusión a corto plazo, suscitada por un déficit que habrá que reembolsar? En realidad, esa crítica no tiene ningún fundamento económico. Es sencillamente errónea. Supone, efectivamente, que la realidad social es comparable a la de un particular que se endeuda y, tarde o temprano, tendrá que restringir sus gastos para reembolsar el dinero prestado. No son dos situaciones que se puedan comparar.
En primer lugar, si los capitales afluyen a un país determinado, es porque ese país se ha convertido -y se sigue convirtiendo- en una economía más atractiva respecto a otras, inspira confianza y se presenta ante el mundo como la mejor opción para invertir. Este clima de confianza a través del tiempo atrae capitales como ningún otro factor. El dinero que afluye de esta manera no se derrocha, sino que se invierte en empresas y los beneficios de esas empresas reembolsarán las deudas respectivas. Esto responde a una crítica constante según la cual el crecimiento económico es "artificialmente" inflado por las actividades de servicio. En síntesis, todos los argumentos corrientes hostiles al liberalismo económico son falsos, basados todos ellos en la ignorancia. Y el clásico argumento según el cual el capitalismo hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres, no tiene asidero alguno. Nada ha verificado esta infamia tan vieja como la historia del capitalismo y totalmente invalidada por los hechos.
Los medios de comunicación nos bombardean con historias de pobres dejados en los andenes de la economía, pero los pobres no subsisten en una economía liberal. Como los de Europa o Japón, sobreviven artificialmente mediante subvenciones que los políticos perpetúan por razones electorales. La respuesta adecuada a la pobreza debería ser, según Milton Friedman, un "impuesto negativo sobre las ganancias." Esta idea del célebre economista estadounidense, que puede ser aceptada por la izquierda y por la derecha, sería el único medio de contener los gastos sociales. En ese sistema, todas las ayudas sociales serían reemplazadas por un mínimo asegurado a cada ciudadano, a condición de que cada uno administre de la mejor manera posible ese ingreso mínimo.
Igualmente, el problema de la pobreza tan flagrante en los grandes centros urbanos es, en realidad, un problema extra-capitalista. En efecto, las ayudas del estado reservadas a los padres solteros perpetúan la inestabilidad familiar, encierran a los más desposeídos en una verdadera dependencia burocrática. Debemos fortalecer por todos los medios la familia, núcleo de la sociedad.
Otra propuesta original de Friedman es el equilibrio obligatorio del presupuesto. Friedman siempre consideró que la presión política del parlamento es tal que los gastos del estado jamás podrían ser controlados salvo que la constitución pusiera un freno a ello. De ahí la idea de una enmienda constitucional que obligue a contener los gastos en un nivel constante y a equilibrar el presupuesto. Es necesario, nos dice Milton Friedman, que las autoridades monetarias puedan resistir a las presiones políticas. Es igualmente indispensable reducir el gasto público para devolver a los ciudadanos la libre disposición de su dinero: siempre lo utilizan de una manera más productiva que el estado.
Desde luego, no todo será color de rosa, pero los problemas no están allí donde los adversarios del liberalismo los ven. Las fallas del liberalismo no se deben a los excesos sino a la timidez del liberalismo. Lo que no es liberal no funciona en el liberalismo. Si hay un solo servicio que los economistas liberales prestaron a la humanidad, es haber enseñado que la libertad en todos los campos es la condición de la prosperidad. La privatización y la desregulación son las claves de la recuperación económica. Combatir la inflación, no acostumbrarse a vivir con ella. Reducir el gasto público, no crear nuevas oficinas burocráticas para administrar la maraña de regulaciones que traban la libertad económica. Fortalecer la moneda como clave del bienestar general en lugar de persistir en la ilusión del estado paternalista dispensador de favores.
Finalmente, los países industrializados tienen el deber de llevar a término una obra común: un sistema monetario internacional estable.
Con frecuencia, la economía es impredecible; pero no hay que entrar en pánico: hay que establecer las reglas que calmarán a los jugadores.
Tal debería ser la prioridad de todos los gobiernos y de sus sucesores. Estos sucesores proseguirán con el capitalismo porque es el único sistema que funciona para todos, ricos y pobres.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Occidente, indeciso y desconcertado

Occidente está siendo sometido desde hace mucho tiempo a una tenaz propaganda a través de todo medio de comunicación cuyo objetivo es minar las convicciones de sus habitantes, haciéndoles creer que la libertad económica que disfrutan sus países es la causante de todas las calamidades habidas y por haber.
Occidente cree en la libertad de mercado y en la empresa privada como factores de progreso. Por lo tanto, esta maquinaria de propaganda se montó literalmente sobre el accidente de la British Petroleum en las costas de Louisiana, Estados Unidos, y puso el grito en el cielo. Los medios de prensa sostienen que la industria petroquímica es una institución letal, que está envenenando el aire, contaminando las aguas, que lo que produce es puro veneno para el organismo humano y que las empresas petroleras están poniendo en peligro el equilibrio ecológico del planeta. El periodismo trató este tema prácticamente como si fuera un derrame intencional de petróleo, no un hecho fortuito. Como vemos, se trata de una propaganda que tiende a crearle un complejo de culpa a Occidente.
Esta acción de propaganda es incesante e incansable y va a dirigida a todo lo que sea producto del capitalismo y, al mismo tiempo, evita rigurosamente todo aquello que no esté relacionado con el mismo.
Cuando la NASA envía alguna misión tripulada al espacio, la propaganda sostiene que en vez de gastar el dinero de los contribuyentes en eso, se deberían crear puestos de trabajo en fábricas y en oficinas aquí en la Tierra (olvidando la gran cantidad de gente que trabaja para la NASA). Distinto es el caso cuando el gobierno de Irán gasta millones de dólares en obtener armas atómicas. A nadie se lo escucha, entonces, criticar. A nadie se le oye decir, por ejemplo, que ese dinero debería emplearse en escuelas y hospitales de Irán. Vemos que hay un doble patrón de medidas. En Occidente vale todo. Fuera de él, hay que cuidarse.
Esta labor de propaganda es hipócrita y tendenciosa. Auspician el uso de "autos eléctricos" porque dicen que el petróleo se está acabando en todas partes. ¿Seguro? Creo que lo que está completamente agotado es el comunismo, un sistema que jamás pudo lograr que todos sus habitantes tuvieran automóvil.
La propaganda también afirma que los productos del supermercado contienes preservadores químicos y otras sustancias que perjudican la salud, y que lo mejor es quitar toda sustancia agregada y volver a la comida natural y simple de antes. ¿En serio? Creo que la idea es quitar toda libertad económica y volver al comunismo, un sistema que jamás pudo brindar a la gente supermercados con góndolas llenas de abundantes y variados productos.
Según la labor de propaganda, los terroristas que colocan bombas, secuestran y matan en todas partes son gente romántica que luchan por un ideal; y los soldados, policías, empresarios, mujeres, niños y ancianos que mueren asesinados son agentes de la represión fascista.
Según esa misma propaganda, los Estados Unidos son culpables de todo lo malo que pasa en el mundo. ¿Hay una inundación en la India? La culpa es de los Estados Unidos (calentamiento global). ¿Hay inflación en Grecia? La culpa es de los Estados Unidos (deuda externa). Se critica la invasión norteamericana a Panamá soslayando olímpicamente que el objetivo de esa invasión fue instaurar en el gobierno a Guillermo Endara, el candidato presidencial que había ganado las elecciones con el 62.5% de los votos y que no podía asumir el cargo porque el dictador Manuel Noriega se negaba a abandonar el poder.
Según esta propaganda tendenciosa, perniciosa, el comunismo "fracasó" porque las ideas de Marx fueron "incomprendidas." ¡Fueron perfectamente comprendidas y por eso se las dejó de lado! El comunismo cayó debido a que la gente se dio cuenta de la aberración que era y que Marx estaba completamente equivocado.
Paradójicamente, se trata de una propaganda que no tiene ninguna estrategia plausible para la victoria. No ofrece alternativa. No presenta ninguna meta clara, definida, a la cual llegar. Ante el mundo tan injusto que nos toca vivir, ¿cuál sería la alternativa, solución, salida o respuesta? ¿Se propone, acaso, una sociedad literalmente igual en contrapartida a las desigualdes del capitalismo? ¿Una sociedad sin diferencias ni siquiera de sexo? ¿Un mundo feliz en el que no se sepa cuál es la diferencia entre un hombre y una mujer?
Aquel será un reino de paz y de justicia social en el que todos seremos muy felices comiendo menos (menos colesterol), leyendo menos (nada, salvo los libros que autorice el gobierno), viajando menos (para qué viajar si todo será lo mismo), pensando menos (sólo lo que se considere políticamente correcto) y decidiendo menos (los distinguidos camaradas del partido decidirán por uno).
¿Cuáles serán los efectos de toda esta acción de propaganda a largo plazo? Nadie puede decir, pero creo que debemos abrir los ojos y tomar conciencia de que están en juego valores estructurales a los que Occidente se aferra a fin de lograr una mínima cuota de orden y estabilidad en la sociedad, y tambíen una identidad y coherencia como civilización. No se trata de negar los problemas y postergaciones de toda índole que evidentemente lo afectan, pero eso no significa que no debamos afirmar nuestras convicciones en dichos valores, los valores atemporales de Occidente. El problema con eso es que el efecto de penetración de esta propaganda ha sido tan contundente que ya dudamos de todo. No creemos más en nada. Dudamos del derecho de alguien a usar y disponer de su propiedad, y lo llamamos "explotador." Dudamos del  derecho de alguien a viajar en avión o a estar en un edificio sin temor a que ese avión sea secuestrado o a que ese edificio sea derribado, y lo llamamos "imperialista."
Hay un refrán que dice que un pesimista es un optimista bien informado. Puede ser, pero no podemos permitir que el optimismo bien informado de Occidente destruya la civilización permitiendo el triunfo de la barbarie.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Sobre el 11 de septiembre de 2001 y la barbarie terrorista

Ahora que las Torres Gemelas no existen más porque un tal Bin Laden las tiró abajo, ¿viven mejor los pobres en alguna parte del planeta? ¿Quién se perjudicó realmente por lo ocurrido? ¿George W. Bush, su padre o las 3.000 personas de 62 países diferentes cuyo único error fue estar en mal lugar en mal momento? ¿Y los que se quedaron sin trabajo?
Hay una tendencia a justificar los crímenes de los terroristas atribuyendo, en última instancia, la responsabilidad de estos crímenes a los Estados Unidos. Según ese argumento, los Estados Unidos ejercen desde hace muchos años una política explotadora e imperialista y, por ende, estos crímenes terroristas serían justificables por liberar a los pueblos oprimidos.
Ese argumento omite lo principal: que esta actividad terrorista no cuenta con la aprobación de ningún pueblo del mundo y que está entrenada, financiada y dirigida por gobiernos no para servir a la liberación de ningún pueblo sino a sus propios intereses. Lo peor de ese argumento tan ingenuo es que llega a ser nihilista: vulnera las convicciones sobre la superioridad moral de los valores de Occidente y, como antítesis, confiere legitimidad al odio y a la barbarie. En vez de juzgar a los terroristas por sus crímenes, se los pondera por sus motivaciones. Excepto cuando alguien reacciona contra el terrorismo. Entonces no interesan las motivaciones de nadie, solamente interesa la defensa de los derechos humanos de los asesinos. Occidente se empecina en cerrar los ojos y no quiere entender que el objetivo del terrorismo es destruirlo por completo.
Por su parte, el terrorismo juega con reglas totalmente diferentes. Mientras que Occidente cree en la razón más que en la fuerza, el terrorismo cree en la fuerza más que en la razón y parte de la premisa de que cuanto más terrible sea el hecho que protagonice, más en serio serán tomados por el mundo.
Y, lamentablemente, actúan en base a esa premisa. En el primer atentado contra las Torres, cometido en 1993, un artefacto explosivo colocado en una de las playas de estacionamiento de la Torre Norte mató a seis personas. Seis vidas humanas sacrificadas. Seis familias destruidas. No les bastó con eso. No fue suficiente. Tuvieron que llegar al 11 de septiembre de 2001 y sus cuatro aviones. Y lo peor es que no estamos seguros de que eso haya sido suficiente para ellos, tampoco.
Lo que debemos estudiar son los objetivos del enemigo, no sus motivaciones, no lo que ellos dicen o piensan. Las opiniones, declaraciones, análisis y comentarios de los terroristas no nos tienen que importar en lo más mínimo. Sólo sus actos salvajes y criminales. Sólo sus diabólicos planes para llevar a cabo dichos actos.
Por eso, si el objetivo del terrorismo es destruir y matar, es ridículo ponerse a analizar si el terrorismo tiene razón. Lo que hay que hacer inmediatamente, antes de que sea tarde, es impedir que esos objetivos se cumplan.
No se puede ser dubitativo ante un tema tan sensible. El ataque a las Torres Gemelas fue un acto criminal perpetrado por terroristas, por asesinos, por bestias sin rostro ni nombre. La barbarie no distingue raza, ni color ni credo. En cambio, le da paso al caos y al mal en todas partes.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Cuba se ahonda en la decadencia

Oficialmente, en Cuba no hay hambre. Sin embargo, la mayoría de los once millones de cubanos se alimenta casi exclusivamente de arroz y porotos, el tradicional plato llamado "moros y cristianos." Para obtener los ochenta gramos de pan por día, los cuatro huevos por semana y la leche, reservada a los niños, las mujeres cubanas hacen cola frente a las bocas de expendio desde el amanecer con sus libretas de racionamiento porque eso se es en Cuba: un cero en un renglón de racionamiento. El resto de los alimentos sólo está en venta en las grandes tiendas reservadas a los extranjeros y funcionarios del gobierno, donde se debe pagar con divisas de otros países como dólares o euros. Hasta australes debían aceptar, frente a la irrisoria relación cambiaria del peso cubano, en tiempos en que esa moneda era de curso legal vigente en la Argentina. Al haberse terminado la ayuda soviética hace ya varios años, Cuba desciende cada día un peldaño en la escasez. En Cuba no hay nada, literalmente. Hay monumentos al Che Guevara, pero irónicamente, no hay habanos.
La escasez se siente sobre todo en la agricultura. Las semillas, los herbicidas y los alimentos para los animales brillan por su ausencia. Coronando esta hecatombre, hay una dictadura cavernícola cuyo máximo referente es un envejecido y desgastado tirano de 84 años.
La ruina económica trajo aparejada la corrupción: drogas y prostitución se pasean impunemente por la isla. Esto es muy significativo si tenemos en cuenta que este régimen había hecho de la moralidad una bandera, contrapuesta al "lupanar" que -según dijeron siempre los castristas- había sido la isla en la época de Batista.
Cuba se encuentra bajo en dilatado régimen que ya lleva más de cincuenta años y que en todo ese lapso no ha hecho otra cosa que mentir a sus súbditos. En Cuba siempre faltó de todo, nunca se satisfizo plenamente la necesidad de vivienda, la comida siempre fue escasa y ni siquiera se consiguen los más elementales artículos como hojas de afeitar o agujas de coser. Desde siempre, el gobierno prometió que la situación iba a arreglarse, pero nunca se arregló sino que sólo empeoró. Y la juventud cubana, que por muchas generaciones fue obligada a formar ejércitos expedicionarios para ir a combatir como peones soviéticos en tierras lejanas, se encuentra ahora con que su recompensa son ochenta gramos de pan por día.
Es cierto que Fidel Castro llegó a introducir ciertas reformas económicas, pero esas reformas son leves, mínimas, insignificantes. Además, lo hizo sin que la conducción política abandonara considerables controles. El régimen sigue básicamente impertérrito. En el espectro de la reforma, Cuba se ubica en alguna parte entre Vietnam y Corea del Norte.
Castro obtuvo de Batista lo que él rara vez -si alguna vez- concedió a sus adversarios: el indulto. Y salió de la cárcel para ir a Sierra Maestra y desde allí proclamar ante el mundo el deseo de libertad de los cubanos. Muchos de los grandes diarios norteamericanos lo auspiciaron fervorosamente en su momento. El era para ellos un héroe romántico al mejor estilo Robin Hood que venía a luchar contra los ricos para liberar al sometido pueblo. El problema fue que nadie vio que este Robin Hood funcionaría al revés: no liberó al pueblo sino que, por el contrario, lo sometió para ponerlo al servicio de una reducida oligarquía que son los funcionarios del partido comunista cubano, empezando por él mismo. Ellos son los únicos que pueden defender al régimen porque son los únicos que sacan provecho del mismo. Nos quieren hacer creer que la Cuba de Castro es un oasis de paz cuando, en realidad, es un lugar de opresión y racionamiento donde la vida de once millones de personas depende de los caprichos de un tirano senil de 84 años, un dictador sumamente pragmático al que no le interesa la opinión de sus conciudadanos.

Un hombre, una utopía

El muro de Berlín, el desembarco en Bahía Cochinos y la crisis provocada por la instalación de misiles soviéticos en Cuba a la vez que las luchas por los derechos civiles atormentaban su administración nacional, fueron factores de enorme peso político que debió afrontar el presidente John Fitzgerald Kennedy durante sus mil días de gobierno en los Estados Unidos.
El muro de Berlín fue una de las heridas más dañinas que la humanidad padeció desde la finalización de la segunda guerra mundial. Kennedy manifestó su oposición en 1961 y luego repudió aquella ignominiosa frontera desde la misma Berlín con su inolvidable "Ich bin ein Berliner." Y en 1962, al instalar los rusos sus bases de misiles de largo alcance en Cuba, el mismo Kennedy fijó una firme posición que obligó a Kruschev a desmantelar esas bases. El incidente de los misiles demostró que el primer ministro soviético tenía la clara intención de establecer en la isla caribeña la cabecera de puente de la avanzada comunista en América. La decidida intervención del mandatario norteamericano cambió, sin duda, el curso de la historia.
Sin embargo, el episodio más significativo que debió protagonizar el presidente fue su propia muerte, el 22 de noviembre de 1963. Fue asesinado en Dallas, Texas. John Kennedy partía muy pronto de este mundo y Occidente se quedaba sin su máximo conductor político. El magnicidio perpetrado en Dallas fue seguido de una serie de inexplicables desapariciones de testigos del hecho, y hasta el presente plantea una serie de interrogantes a los que no se ha dado satisfactoria respuesta. La primera consecuencia del crimen fue el asesinato del propio Lee Harvey Oswald, a quien todos los indicios presentaban como el principal sospechoso. Un tal Jack Ruby lo asesinaba en la penitenciaría de Dallas frente a las cámaras de televisión. A su vez, la posterior muerte de Ruby borró toda pista para la develación del magnicidio, ya que fue muy difícil aceptar que ambos crímenes no estuvieran conectados.
El juez Warren llegó a compilar en un voluminoso informe las pruebas de que, teóricamente, Oswald había actuado solo. ¿Hubo una conspiración? Hay muchos motivos para creerlo, pero las preguntas que nunca hallaron respuesta son, ¿quiénes? ¿por qué? ¿para qué? Kennedy tenía muchos enemigos a raíz de los graves hechos que debió afrontar durante los mil días en que estuvo al frente de la Casa Blanca. El peor de esos enemigos fue el que lo alcanzó en Dallas.
John Kennedy había logrado redefinir el sueño americano, ese sueño siempre inconcluso, esa utopía que jamás parece terminar de definirse. El mismo había dicho que la sociedad americana era un proceso, no una conclusión. Como si acaso hubiera podido ver que viente años más tarde, ese proceso sería nuevamente redefinido por un pueblo que ya había adherido en forma mayoritaria a la revolución conservadora del presidente Ronald Reagan.
Más tarde, el fallecimiento de Jacqueline Kennedy cerraba definitivamente el ciclo. Y los mismos niños que un frío día de noviembre de 1963 habían despedido al presidente, hacían lo propio, ya adultos, con la ex primera dama en el mismo lugar que treinta años atrás había detenido el pulso del mundo.
Los tiempos han cambiado, pero John Kennedy dejó una herencia que permanece viva en una Norteamérica que cree en su futuro, que constantemente se reinventa y redefine a sí misma, que busca permanentemente su utopía y espera algún día encontrarla sólo para volver a soñar. Desde su eterna morada en Arlington, un hombre llamado John F. Kennedy sigue divisando esa utopía.