martes, 25 de mayo de 2010

El Bicentenario: la Argentina ante un desafío

Entre las diversas características que presenta la historia argentina, figura el mérito de haberse convertido en el segundo país independiente de América en 1810, después de que Estados Unidos inauguró ese capítulo con la revolución de 1776. Los ideales de aquellos inolvidables criollos que se reunían frente al histórico Cabildo en la entonces Plaza Mayor porque querían "saber de qué se trata," eran un mensaje que, a partir de ese presente, se convirtieron en un mensaje al porvenir.
La historia argentina es una historia de ideologías. Unitarios, federales, mitristas, alsinistas, conservadores, radicales, peronistas, liberales, son algunas de las doctrinas que, en mayor o menor proporción, fueron experimentándose en la vida política del país a lo largo de los años. Pero la Revolución de Mayo nos enseña que un pueblo debe tener un valor que vaya más allá de toda convicción o aún de toda pasión política. Mariano Moreno sostenía que "el sagrado dogma de la igualdad" era la garantía para la libertad de los pueblos, y ese ideal fue el que guió el proceso de nuestra emancipación. La lucha por la igualdad es el común denominador de la historia argentina. En su nombre, se consiguieron las conquistas más relevantes.
Es ese ideal que inspiró la Revolución de Mayo, la hazaña del cruce de los Andes, el Exodo Jujeño, la gesta del Almirante Brown en el Río de la Plata, la Constitución Nacional, la conquista del desierto, la educación pública y gratuita, la traza de ferrocarriles, caminos y puentes que unieron al país, la llegada de los inmigrantes de acuerdo a la consigna alberdiana "gobernar es poblar."
Con la memoria de esas luchas e ideales, el mejor homenaje a nuestros padres fundadores es mirar hacia adelante y lograr así una patria para todos. Con la memoria viva de estos doscientos años, nos proyectamos en la construcción de un país mejor, más justo y equitativo, rescatando los valores y principios de aquellas gestas. De cara al futuro, aprendemos de las lecciones del pasado para construir nuestro presente.

sábado, 8 de mayo de 2010

El liberalismo en la Argentina

Para nosotros, los liberales, la libertad económica tiene la jerarquía de una libertad civil.
Cuando Mitre asume la presidencia en 1862, la Argentina era un semidesierto apenas interrumpido por aldeas alejadas cientos de kilómetros, sin caminos adecuados ni medios de comunicación. El censo de 1869 reveló que había 2 habitantes por cada 3 kilómetros cuadrados. Casi el 80 por ciento de la población era analfabeta y solamente el 15 por ciento de los menores de edad recibía instrucción. El trigo que se consumía era importado de Chile. El ganado era silvestre y cimarrón. No existía el alambrado. Estaba todo por hacerse. En 1872, la epidemia de cólera mató al 10 por ciento de la población.
Sobre esta escena comenzó a construir el liberalismo a una velocidad prodigiosa, porque la libertad económica tenía la jerarquía de una libertad civil.
En 1910, el país celebra el Centenario en un clima de crecimiento y de optimismo que sólo los Estados Unidos igualaban. El desierto ya había sido surcado por miles de kilómetros de vías férreas y de líneas telegráficas. Buenos Aires deslumbraba a sus visitantes. Sus dos principales diarios rivalizaban con los más importantes del mundo, algo muy significativo para la época. La producción de carne y cereales colocaba a la Argentina en uno de los puestos de vanguardia como exportadora. El oro afluía a raudales a la Caja de Conversión. Los inmigrantes llegaban de todas partes. No había otro país que brindara más y mejores oportunidades para progresar.
Hay otro dato que evocamos con nostalgia: la genuina validez del peso. Los turistas argentinos podían comprar una alfombra en Persia, pagarla con dinero argentino y hacerla remitir. Por cada peso que los argentinos tenían en el bolsillo, había 79 por ciento de respaldo oro en la Caja de Conversión. Administraciones sensatas consolidaron la confianza en el peso. Durante la presidencia de Alvear, hubo cinco superávits fiscales consecutivos, de 1923 a 1927.
¿Cómo se dejó de lado este modelo de país y de gobierno ejemplar? El factor fundamental fue la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, sancionada en 1946. En su versión de 1935, de neto corte liberal, el banco tenía una función esencial: preservar la estabilidad monetaria. En 1946, ese objetivo fue reemplazado por otro de orientación keynesiana: mantener, a precio de la inflación, el pleno empleo. La institución emisora perdió la autonomía que había llegado a hacer de ella un virtual cuarto poder para convertirse en una dependencia manejada por el secretario de Hacienda con límites que fueron cada vez más elásticos en la provisión de fondos para cubrir déficits fiscales. Desde entonces, esta estructura inflacionaria del Banco Central fue la política de todos los gobiernos. El déficit fiscal, la inflación crónica, el dirigismo y la sobredimensión del sector público a expensas de las mejores energías creativas del sector privado, fueron los contraideales que nos condujeron a la decadencia por el camino de la insolvencia. Y a la humillación de ver al país sometido a la permanente fiscalización de sus cuentas por parte del FMI.
Los gobiernos liberales sabían que, por ser el capital el factor de producción más escaso, era necesario economizarlo, asignándolo a actividades que el sector privado no cumple. Aquellas para las cuales fue instituído el estado según los principios del liberalismo: salud, educación, justicia, defensa y relaciones exteriores. Las privatizaciones en la Argentina se llevaron a cabo no porque sus propulsores estuvieran convencidos de los beneficios de la libertad económica, sino simplemente porque vieron la oportunidad de ponerse en fila para percibir las atractivas comisiones con que se alzaron. Para ellos, la libertad económica no sería buena por ser una consecuencia coherente e inevitable de la aceptación de la libertad individual. Sería apenas una metodología oportuna, circunstancial, para salir del atolladero al que nos había llevado el estatismo. Me indigna que le endilguen al liberalismo los males causados por un modelo que nunca fue liberal, porque acá no creían en la libertad, no la valoraban, no la atesoraban. En una palabra, no la amaban. Cumplir el requisito moral de amar la libertad. En eso consiste el verdadero liberalismo. Un liberal de pura cepa como yo sabe muy bien lo que dice.
El liberalismo es una cosmovisión completa y coherente que abarca a todo lo humano, y de la que lo económico no es más que una faceta, una consecuencia, un corolario. La libertad sólo es sagrada para los liberales. Los otros, los burócratas, los tecnócratas, los oportunistas, la usan pero no creen en ella. Por eso, la respetarán mientras les convenga. Es la diferencia entre actuar según ideales o moverse por intereses.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Hungría y su lucha por la libertad

1956 se recuerda en la historia como el año de la gesta húngara contra el gobierno comunista que había implantado la Unión Soviética en Budapest desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
Aquel 23 de octubre, día en que los húngaros salieron a la calle para iniciar una revolución por la libertad, comenzó con una manifestación estudiantil que reclamaba una mayor liberalización del régimen. La ebullición fue en aumento y pronto esa agitación se convirtió en el estallido de un pueblo oprimido.
Por todo Budapest se extendieron los justos reclamos: la retirada de las tropas soviéticas, elecciones libres, libertad de expresión y profundos cambios en las condiciones de vida de los obreros y campesinos.
Ese mismo día llegaron a congregarse más de 200.000 personas frente al parlamento para reclamar la presencia del ex-primer ministro Imre Nagy. La revolución estaba en marcha, pero sólo duraría unos días, hasta que las tropas soviéticas intervinieron decididamente con sus tanques y reprimieron la sublevación.
La mañana del 24 comenzó con una atmósfera de esperanza e ilusión para los húngaros. El líder Nagy formó un nuevo gobierno sin elementos comunistas y una multitud salió a la calle alborozada a festejar.
A partir de entonces se declaró una lucha abierta entre las fuerzas soviéticas de ocupación y los civiles húngaros que apoyaban a Nagy. Incluso, parte del ejército húngaro se unió a los patriotas.
No había nada que detuviera a una población que quería libertad. Paso a paso, los soviéticos eran obligados a retroceder. Todo vestigio comunista era borrado de la capital. Se quemaron retratos de Lenin y Stalin.
Entretanto, mientras se anunciaba que Nagy iba a impugnar el Pacto de Varsovia, comenzaban a liberarse los presos políticos de los campos de concentración.
Pese a la escazes de alimentos y otras necesidades surgidas de la revuelta, un generalizado optimismo comezaba a aparecer. Además, todo el pueblo recibió con júbilo la liberación del cardenal Mindszenty, tras soportar más de seis años de prisión.
Hasta el sábado 3 de noviembre, todo hacía suponer que la lucha del pueblo húngaro por su independencia iba a triunfar. Sin embargo, Moscú alzó el puño y golpeó alevosamente.
Al día siguiente, el triste 4 de noviembre, veinte divisiones rusas y más de mil tanques decidieron acabar con todo intento de lucha. La revolución moría aplastada a sangre y fuego. Nuevamente, la cortina de hierro caía sobre Hungría. La bota soviética volvía a pisar.
Con la creación de la Tercera República Húngara en 1989, el 23 de octubre fue declarado feriado nacional en merecido reconocimiento a aquellos patriotas que salieron a la calle porque creyeron en algo más grande que ellos mismos. La historia nos recuerda que, muy a menudo, la libertad debió ser comprada con el coraje y el sacrificio de muchos valientes y que, por lo tanto, esa libertad lograda a tan duras instancias constituye para nosotros un patrimonio innegociable.