jueves, 11 de noviembre de 2010

El nuevo orden mundial y la democracia

En 1945, el "nuevo orden" imaginado por Hitler fue vencido y, en su lugar, el mundo intentó establecer un orden basado en la ley y en la razón: la Carta de las Naciones Unidas. Fue el acontecimiento histórico más importante hasta la caída del muro de Berlín.
Sin embargo, aunque el orden legal de posguerra fue ejemplar, en la práctica hubo una tragedia: dos países, dos ideologías, dos sistemas se enfrentaron de uno y otro lado de lo que Winston Churchill llamó "cortina de hierro" en una larga y costosa rivalidad que significó un monstruoso desgaste de recursos de toda índole. La bipolaridad de la guerra fría sacrificó muchas potencialidades.
Hoy que la Unión Soviética es un recuerdo (o más bien una pesadilla), el mundo moderno enfrenta el dilema de la productividad y la democracia. Problemas de desempleo, inflación, pobreza y vivienda plantean un largo y difícil período de ajuste entre la economía de mercado y la seguridad social. Hay un mundo suspendido entre el modelo de desarrollo capitalista y la persistencia de problemas sociales que no pueden resolverse sin la acción política del estado. ¿Contradicción? El liberalismo es el primero que dice que el estado debe atender las siempre necesitadas áreas de salud y educación.
El fin del antiguo orden bipolar de la guerra fría capitalista-comunista dio paso a una estructura de poder totalmente diferente. El mundo se abrió como un abanico a un universo multipolar en el que la liberalización del comercio y la constante y permanente cooperación entre las diversas naciones justificarán plenamente el carácter global de las relaciones económicas internacionales. Esto significa que la cooperación económica internacional será un verdadero acto de mutuo interés.
El capitalismo celebra su triunfo y se propone a sí mismo como solución universal identificada con la razón misma del progreso económico y hasta con la inevitable dimensión política de la democracia. Profesa una ideología de la iniciativa privada desregulada y la abstención del estado como factor de la economía. Mas la institución estatal debe operar activamente para asegurar el cumplimiento de las elementales normas de equidad social.
Esta última ha sido, en términos generales, la política del capitalismo continental europeo a partir de la caída del comunismo soviético, en la medida en que solicita el consenso social del trabajador, promueve su participación social en la empresa y le extiende una amplia cobertura social. En cambio, el capitalismo norteamericano prioriza la movilidad y el esfuerzo por sobre el amortiguamiento del infortunio social.
En el nuevo orden desbipolarizado, multifacético y multipolar, cada país debe lograr una sociedad interna sana. Y ese es un desafío que coloca el tema social en el centro de la relación de ese país consigo mismo. De su resolución dependerá el papel que ese país pueda jugar en la escena internacional. El deber es poner en orden la propia casa.
No se trata, entonces, de crear un club privado de ricos mientras que una masa pobre y anónima queda desperdigada por el resto del planeta. No se trata, como decía Jacques Attali, de un nomadismo rico, nómades en jet, acompañados de una cultura portátil y efímera. Se trata de unir la democracia al desarrollo, y éste a la justicia social.
Sin los tres factores conjugados -democracia, desarrollo y justicia- la vida resulta más pobre, más arriesgada, más incompleta y cruel, peligrosa e insensata; pues uno o dos de estos factores, sin el tercero, representa sólo un espejismo, pronto vencido por la realidad. Estados Unidos cuenta con un establecimiento científico y humanista de primer orden, y con un sistema federal flexible e inteligente que es una de las grandes creaciones humanas; por lo tanto, está perfectamente capacitado para inspirar esos logros como líder mundial en el actual momento histórico.
La globalización se viene sucediendo en el nuevo orden mundial, y en forma cada vez más vertiginosa. En la producción de bienes, en la información, en las comunicaciones, en las finanzas, en el orden jurídico, en las decisiones políticas, el mundo está cada vez más interconectado. Se está haciendo realidad el pronóstico de Nietzsche cuando decía "el centro está en todas partes." Por lo tanto, la democracia en el nuevo orden mundial será un valor que deberá encontrar el cauce histórico de la cultura a la que pertenecen sus ciudadanos. José Ortega y Gasset decía que la cultura es una respuesta a los desafíos de la vida, y el verdadero desafío para nosotros es enriquecer la vida universal con la contribución de nuestra experiencia histórica en un verdadero orden multipolar que incluya a Japón y a China, a la India y al Islam, al Africa y a América latina, a los pueblos de Europa oriental y a América del Norte. Allí donde haya una cultura que tenga algo que decir.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Lo absoluto y lo relativo

El eclipse de los valores absolutos atemporales y su sustitución por valores relativos es una característica de la historia moderna.
Este cambio de lo absoluto a lo relativo comienza con la Reforma protestante, la cual interioriza la experiencia religiosa. Lo absoluto, representado por la religión, cambia de lugar: se recluye en el templo, pero más que eso, en la conciencia individual. La religión abandona el Consejo de Estado y el campo de batalla. El estado deja de tener jurisdicción sobre las creencias de los ciudadanos y la fe se convierte en una cuestión privada: es el diálogo de la conciencia de cada hombre y lo divino. En Inglaterra, el rey deja de ser la máxima autoridad eclesiástica como lo es hoy el Papa en la Ciudad del Vaticano. Lo absoluto se retira de la historia.
En forma similar, lo absoluto es reemplazado por lo relativo en el terreno político. La democracia griega había logrado para el ciudadano el derecho a participar en la vida política. La democracia moderna, de alguna manera, complementa este logro histórico. En efecto, el estado pierde el derecho de intervenir en la vida privada de los ciudadanos. El valor central de la vida ya no es, como en la antigua Roma, la gloria indefinida del imperio sino el funcionamiento neto y transparente de las instituciones republicanas y el bienestar de los ciudadanos y sus familias. La civilización ya no se basa en el dominio o en la conquista sino en el amor y en la justicia. El estado profesa una moralidad heredada del cristianismo reformista y de la ilustración. El poder es tolerante con todas las iglesias. La voluntad de de la mayoría es ley, y esa ley, absoluta e infalible, es la expresión de la única soberanía verdadera: la del pueblo. La ley es un código que, como una religión, está hecha de unos pocos y claros mandamientos. Esta verdadera "religión" civil emana de la voluntad del pueblo. El pueblo es rey y, como verdadero rey, no tolera opiniones contrarias a las suyas.
Los últimos cuatro o cinco siglos fueron testigo de esta transición de lo absoluto a lo relativo. Las monarquías despóticas del pasado dieron paso a las actuales democracias liberales en las que el pueblo, no el estado, es el verdadero soberano. El estado es un mero guardián y protector de las instituciones democráticas. Las formas de organización social funcionan como sistemas de fronteras más o menos móviles que realizan un permanente movimiento de reajuste o equilibrio para adaptarse a las transformaciones que constantemente se plantean, y esa movilidad es la que determina su supervivencia. La religión pasó de ser la encarnación de la palabra divina en la acción de unos hombres y en la política de un estado a convertirse en una cuestión privada de conciencia. El cambio consistió en la inversión de la posición de las dos esferas que componen la sociedad: la pública y la privada. Los valores absolutos se han trasvasado de la primera esfera a la segunda. Ha cambiado el orden de las prioridades.
Sin embargo, hay un valor absoluto que trasciende la historia: la fe en Dios.
La comunión del hombre con la divinidad realizada según los dictados de su propia conciencia es un notable ejemplo de la vinculación entre lo absoluto y lo relativo, lo público y lo privado.
Thomas Jefferson autor de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, conmovió al mundo al proclamar la idea de que el hombre tiene ciertos derechos y libertades consagradas por el Creador, y que la razón de ser de los gobiernos es proteger esos derechos y libertades. El siguiente es un extracto de dicho documento: "Sostenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad." Este concepto tan simple y, a la vez, brillante, es también un claro ejemplo de vinculación entre lo absoluto y atemporal y lo relativo y temporal. Creador y creado. Los dones y talentos otorgados por el primero a los segundos y la manera en que éstos habrán de desempeñarlos en virtud del bien común.
La historia nos demuestra cuán rara y fugaz ha sido la libertad a través del tiempo. Luego de miles de años de despotismo, hemos sido cobijados por unos pocos siglos de libertad. Y los costos y sacrificios para ganar esa libertad fueron incalculables. Por lo tanto, debemos rechazar a toda costa las políticas estatistas e intervencionistas que sólo buscan devolverle al estado su carácter medieval y pre-reformista de absoluto. Son las políticas que buscan revertir nuevamente la posición de las esferas pública y privada, atribuyéndole al estado toda clase de poderes y privilegios como antiguamente sólo tenían los monarcas más absolutos. Son las políticas que intentan sacar al estado de su posición de relativo y volver a colocarlo en el lugar de absoluto. Nada es para siempre y los que no aprenden de las lecciones del pasado están condenados a repetirlo. La dictadura jacobina duró dos años y causó miles de muertos. La dictadura comunista, más de setenta y causó no miles sino decenas de millones de muertos. Son dos ejemplos de verdadero absolutismo en que el estado tenía literalmente poder de vida y muerte sobre sus súbditos. La historia se repite, pero la segunda vez no como farsa sino como tragedia inmensa y despiadadamente real.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Inflación, demagogia y nazismo

El precio, en su función normal, se constituye por las relaciones interpersonales estre compradores y vendedores por la ley de la oferta y la demanda. Como todo lo que pertenece a la vida pública, es algo estable, aunque variable; es decir, varía lentamente. El precio es lo que cuestan las cosas, lo que se cobra y se paga por ellas, por eso cumple una función social: prever el comportamiento ajeno y el de la sociedad en su conjunto.
Cuando los precios son manipulados por el estado, cuando dejan de ser un mecanismo social; se tergiversan y se convierten en otra cosa. Esta tergiversación causa la quiebra de los usos sociales. No se sabe lo que cuesta nada, no se sabe lo que vale nada; y esta inestabilidad se proyecta sobre lo que el individuo piensa y hace en sociedad. Es un enorme factor de desmoralización. La España franquista estaba sometida a un sistema de "precios de tasa" establecidos por decreto, y al mismo tiempo florecía el mercado negro llamado entonces "estraperlo." Los precios, claro está, son un hecho económico, pero llevan consigo una dimensión social y aún moral que no podemos pasar por alto.
La peor tergiversación que sufren los precios es la inflación. Veamos dos situaciones bien distintas. En Europa, desde 1870 aproximandamente hasta la Primera Guerra Mundial, hubo una gran estabilidad de los precios. Se sabía lo que las cosas costaban, que fue casi lo mismo por varias décadas. El valor del dinero era constante y eso dio una gran estabilidad a la vida para los europeos.
Comparado con esto, en la Alemania de Weimar hubo una monstruosa inflación. El valor del dinero llegó a ser un billón de veces menos que el normal. Los artículos aumentaban de precio no todos los días sino varias veces por día. De la misma manera, los sueldos se pagaban al día o incluso también varias veces en el mismo día para que tuvieran alguna significación.
¿Cuáles fueron las consecuencias? Hubo una relación entre esta inflación y el surgimiento del nazismo. Es un hecho que por entonces se inicia la formación del partido Nacional-Socialista. El nacionalsocialismo fue, ante todo, una enorme expresión de demagogia que pretendía justificarse por el desastre económico. La corrupción causada a su vez por este movimiento alcanzó a las más profundas raíces con una gravedad nunca antes conocida y llevó a Alemania a la más completa destrucción. Lo que importa señalar es que esa inflación tuvo las más graves consecuencias sociales y morales y abrió el camino a la más devastadora demagogia.
La moral se presenta en principio y para la mayoría de los hombres como un conjunto de vigencias: lo que se hace y la manera en que se lo hace. Por lo tanto, la quiebra de los usos, entre ellos muy especialmente el de los precios, tiene una gran repercusión desmoralizadora. Los negociados, abusos, enriquecimientos ilícitos en desmedro de la mayoría afectan primariamente a la economía, pero en un sentido más estricto, esa desmoralización se extiende al conjunto de la población, no solamente a los que participan de esas maniobras incorrectas.
Se habla de la inflación como si fuera una calamidad llovida del cielo (o brotada del infierno), se la considera como un terremoto o una erupción volcánica, no como lo que es: un resultado de acciones humanas deliberadas, de decisiones que han llevado a crearla. Se suele echar la culpa a cierto tipo de gobierno, olvidando que otros enteramente distintos la han causado igualmente, quizás todavía en mayor proporción. Como en muchos otros campos de la política, hay una tendencia a buscar las causas allí donde no están, lo cual significa la decisión de no enterarse, de no averiguar las causas de los problemas, lo que hace imposible encontrarles soluciones.
Cuando la inflación rebasa ciertos límites, se convierte en un peligro. Porque no amenaza sólo con la crisis de la economía, con la pobreza o la quiebra, sino con la descomposición misma de la sociedad. Abre las puertas a la irresponsabilidad y a la desorientación, y entonces llega la demagogia, cuyo efecto inmediato suele ser la multiplicación de la situación que la ha provocado.
La inflación destruye el valor del dinero y hace que los precios dejen de ser un uso social. Los economistas pueden enfrentarse a este problema con una condición: que tengan presente que la solución de los grandes problemas económicos está fuera de la economía, allí donde esta misma tiene sus raíces: en el conjunto de la sociedad.

Adiós socialismo, bienvenido capitalismo

Según el contrato que tenían con sus patrocinadores en Londres, todo lo que los Peregrinos producían en la colonia que habían fundado en Massachusetts debía ir en pricipio a una bodega común de la cual todos los miembros de la comunidad extraían luego una parte igual. Asimismo, las tierras y las casas que construían pertenecían en conjunto a toda la comunidad.
El gobernador William Bradford notó muy pronto que esta forma de colectivismo era costosa y destructiva para los Peregrinos, especialmente después de aquel primer crudo invierno que había costado tantas vidas, y decidió tomar acción. Bradford asignó a cada familia una parcela de tierra para que la trabaje y administre, disponiendo libremente de las cosechas y de todo lo que produjeran.
Increíble pero real. Mucho antes de que Marx ni siquiera naciera, los Peregrinos habían experimentado con lo que únicamente podría ser descrito como socialismo colectivista. ¡En plena Norteamérica! ¿Y cuál fue el resultado? No funcionó. ¡Bradford y su comunidad descubrieron enseguida que nadie tenía incentivos para trabajar y producir en un régimen colectivista de distribución de la riqueza!
"Nuestra experiencia pretendió demostrar que eliminar la propiedad privada y basar la comunidad en la disposición común de bienes económicos, nos haría felices y prósperos," escribió Bradford. "Esta comunidad se encontró con que cosechó mucha confusión y descontento, y se retrasó mucho el progreso que podría haberse logrado para su beneficio y bienestar. Los hombres jóvenes más capaces y apropiados para la labor y el servicio se afligían de emplear su tiempo y fuerza en trabajar para las esposas e hijos de otros hombres sin ninguna recompensa... eso era una gran injusticia."
Los Peregrinos descubrieron pronto que una economía central planificada elimina todo incentivo para el trabajo y el progreso. A continuación, pusieron en práctica un sistema de economía de mercado apuntalando el principio capitalista de la propiedad privada. Se le asignó a cada familia una parcela de tierra y a todos se les permitió comercializar libremente sus propias cosechas y demás productos. ¿Y cuál fue el resultado entonces?
"Esto trajo un gran éxito," escribió Bradford, "ya que hizo industriosas a todas las manos y se plantó mucho más maíz de lo que hubiera sido posible de cualquier otra manera." Se dio rienda suelta al poder de la economía libre y, parafraseando a Adam Smith, el sistema simple y obvio de la libertad natural se estableció espontáneamente.
En no mucho tiempo, los Peregrinos encontraron que tenían más alimentos de los que posiblemente podían comer, por lo que establecieron postas comerciales y de intercambio de bienes con los indios. Los beneficios les permitió pagar sus deudas a los patrocinadores en Londres, el éxito y la prosperidad de la colonia atrajo a más inmigrantes, y "la tierra produjo a montones." (Génesis 41:47).
Pero produjo a montones porque el faraón había reducido los impuestos a un 20 por ciento. (Génesis 41:34).
Todas estas nociones fueron comprendidas y puestas en práctica por una comunidad de devotos cristianos que estudiaban la Biblia, un libro que enseña que el gobierno limitado y la empresa privada son los mejores sistemas políticos y económicos.

Y el mundo se convirtió en el mundo

El descubrimiento y la conquista de América son dos acontecimientos que, como la Reforma y el Renacimiento, abren la era moderna. Sin la ciencia y la técnica de esa época no habría sido factible la navegación en pleno océano; tampoco, la conquista sin armas de fuego. Esa técnica y esa ciencia eran el resultado de dos mil años de continua especulación y experimentación. Lo mismo se da con las concepciones políticas. Ciencias, técnicas, utensilios e ideas anuncian la modernidad.
El revisionismo histórico tiende a omitir lo principal sobre el descubrimiento de América, un hecho que se da casi como una ironía: sin esas exploraciones, conquistas, acciones admirables y abominables, heroísmos, destrucciones y creaciones; el mundo no sería mundo. En 1492, el mundo comenzó a tener forma y figura de mundo tal como lo conocemos hoy.
Existe una experiencia histórica invaluable: mientras que las sociedades indígenas, incluso las más desarrolladas como las de México, no tenían noción de la existencia de otras tierras y de otras civilizaciones, los españoles conocían sociedades distintas a las suyas, con otras lenguas y otras religiones. Al ver a los invasores, los indios se preguntaron: ¿quiénes son y de dónde vienen? Una pregunta, por decirlo así, fuera del tiempo y, en el fondo, religiosa: para ellos, los españoles eran lo inédito, lo desconocido. El conquistador, en cambio, inmediatamente intenta insertar la rareza india en una categoría histórica conocida: sus ciudades les recuerdan a Constantinopla; sus santuarios, a las mezquitas.
El impulso también era moderno: era una exploración y una conquista. Hasta ese momento, las gestas realizadas por Occidente habían sido las Cruzadas, el rescate del Santo Sepulcro y, para los españoles, la Reconquista. En las empresas de portugueses y españoles aparece algo nuevo y contrario a la tradición medieval: penetrar en lo desconocido, conocerlo y dominarlo. No es un rescate sino un descubrimiento. Los conquistadores se lanzaban a lo desconocido. No miraban atrás. Tenían por delante una empresa: conquistar. No se equivocaban: con ellos se inicia la gran expansión de Occidente.
La conquista fue grande y heroica; fue violenta y abominable. No debieramos negar ninguno de esos dos aspectos; tampoco tratar de reconciliarlos.
Pero los revisionistas sí tratan de negar uno de ellos o de reconciliarlos a ambos porque después de la caída del comunismo en todo el mundo, es el único recurso que les queda para cumplir su objetivo de socavar la credibilidad en los valores de Occidente.
Los revisionistas señalan los pillajes y la sed de oro de los conquistadores. Pero la rapacidad, la violencia, la lujuria y la sangre siempre han acompañado a los hombres. En la España de la Reconquista, por ejemplo, encontramos esos mismos excesos entre los guerreros musulmanes. Sin embargo, sería injusto reducir la Reconquista a una serie de incursiones de bandas cristianas y musulmanas. Tampoco es posible comprender la conquista de América en su totalidad si se le quita su faceta atemporal: la evangelización. Al lado del saco de oro, la pila bautismal.
Aunque parezca contradictorio, es natural que en muchas almas coexistiese la sed de oro con el ideal de la conversión. Al contrario de la codicia, que es inmemorial y común a todas las épocas humanas, el afán de conversión no aparece en todas las épocas ni en todas las civilizaciones. Y ese afán es el que da fisonomía a esa época y sentido a la vida de aquellos aventureros: el tiempo de aquí y ahora estaba orientado a trascender. La razón de ser de aquellos hechos estaba referida en realidad a un valor supremo: cumplir los Evangelios, cristianizar a los nativos. Fray Bartolomé de las Casas lo afirmó categóricamente: "Los indios fueron descubiertos para ser salvados."
Rousseau condena a la civilización como portadora de la desigualdad, la opresión, la mentira y el crimen, y al mismo tiempo exalta al buen salvaje, el hombre natural e inocente. Pero, ¿en dónde encontrar al hombre inocente? Las sociedades precolombinas no eran, en definitiva, tan primitivas. Algunas de ellas eran bastante avanzadas. Los mayas, por ejemplo, realizaban las cuatro operaciones básicas. Sabían, pues, que los números no mienten. ¿Dónde está la inocencia, señores revisionistas?

La dimensión religiosa en la civilización

A diferencia de lo que ocurrió en los dominios americanos de España y Portugal, la prédica del cristianismo a los indios no figura como motivo dominante en la colonización de América del Norte. Para los españoles, la política vive en función de la religión, es un instrumento de la vida religiosa. En cambio, la evangelización no fue parte de la política de la corona inglesa ni figuró entre las prioridades de los colonos. Tampoco fue un principio de legitimación.
Los primeros asentamientos fueron humildes colonia de fieles, a veces compuestas por disidentes. Cada una de ellas, aparte de las tareas agrícolas, el comercio y las otras ocupaciones mundanas, practicaban con fervor su visión particular del cristianismo. El modelo de casi todas ellas eran las comunidades cristianas primitivas del Nuevo Testamento. Sin embargo, y a pesar de su devoción, ninguna de ellas se propuso seriamente evangelizar a los indios.
El fenómeno se repite, en escala mucho mayor, durante la expansión del siglo XIX hacia el Oeste. El modelo religioso de esta gran inmigración fue la peregrinación de Israel en el desierto. Aquellos colonos estaban motivados por un sentido del llamado a propagar su modo de vida a nuevas tierras. Una creencia profundamente albergada, por ejemplo, por los Puritanos. Pero aparte de la búsqueda de tierras y otras ganancias materiales, el ánimo que movía a esos miles de familias y aventureros no era cristianizar a los indios, sino fundar ciudades y pueblos prósperos regidos por la moral de la Biblia, una Biblia en inglés interpretada por cada iglesia y por cada conciencia.
España y Portugal basaron la legitimidad de su soberanía americana en las concesiones adjudicadas por el papado a unas naciones católicas que se comprometían en la misión de evangelización. Inglaterra, cuya monarquía se desvinculó de Roma en el siglo XVI, invocaba derechos de expedición: la labor de navegantes y exploradores que actuaban bajo su bandera.
Estas diferencias entre las colonizaciones españolas e inglesas presentan, sin embargo, un punto en común; precisamente, el más importante: aquellos hombres estaban inspirados por inquebrantables creencias religiosas para vencer grandes obstáculos. Nadie puede negar cuán importante fue la dimensión religiosa en la formación de la historia y del carácter de todos los países del continente americano.
El tradicional Día de Gracias instituido por los Peregrinos es una celebración que hunde sus raíces en las más profundas tradiciones bíblicas. George Washington decía: “De todas las disposiciones y hábitos que llevan a la prosperidad política, la religión y la moralidad son soportes indispensables.” Por su parte, James Madison expresó: “Hemos apostado el futuro mismo de la civilización americana no al poder del gobierno, lejos de ello. Hemos apostado el futuro… a la capacidad de todos y cada uno de nosotros para gobernarnos a nosotros mismos, para controlarnos, sostenernos a nosotros mismos de acuerdo a los Diez Mandamientos de Dios.”
Estos dos padres fundadores norteamericanos tenían bien en claro los riesgos de un gobierno descontrolado y todopoderoso, y lo advirtieron. Ellos sabían la importancia de un gobierno limitado, un sistema político de equilibrios y contrapesos como un auténtico legado de derechos humanos y civiles. Dependería de las generaciones venideras hacerlo funcionar. Pero como advirtieron, sólo lo haría basado en los imperecederos principios y valores judeo-cristianos basamento de la civilización.
Hoy pareciera que le tendencia es simplemente ignorar el importante rol que la religión cumplió en la historia. Por error u omisión, el resultado es el mismo: creemos que la solución a los problemas sociales está en el estado en última instancia, pero no lo está. Esto no es así: debe ir más allá. Debe profundizar y llegar a entender y apreciar en primer término, cómo y por qué los países de América fueron creados, cuál es el basamento histórico de todos ellos, el espíritu que ayudó a moldear esta colección de repúblicas avecinadas a este lado del océano Atlántico.
Paradójicamente, el estado se ha vuelto la verdadera religión: es la panacea, el redentor de todos los males sociales. Es ese ente omnipotente, omnipresente y omnisciente que planifica la vida de los pueblos, les da trabajo, les proporciona vivienda y los redime de las ignominias sociales. Todo por un precio, por supuesto.
Benjamin Franklin sabía muy bien cuál era ese precio cuando dijo. “Los que renuncian a la libertad por la seguridad no merecen ni libertad ni seguridad.”

¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos? ¿Qué hay después?

La Unión Soviética dejó de existir oficialmente en diciembre de 1991 cuando la bandera roja que representaba al comunismo fue arriada por última vez. Quinientos años antes, se producía el descubrimiento de América. Aunque a primera vista no lo parezca, ambos hechos presentan semejanzas sumamente significativas.
En primer lugar, son dos épocas de frontera, dos momentos en los que algo se acaba y algo nace. En 1492, pasar de un espacio a otro; cinco siglos más tarde, saltar de un tiempo a otro. En ambos casos, abrirse a lo desconocido. Otro aspecto: lo imprevisto, lo inesperado. Se buscaba un camino más corto hacia la India y aparecieron en medio del mar tierras y gentes desconocidas; se buscaba contener al imperio comunista y ese imperio de pronto de desvaneció. En 1492, realidad geográfica; luego, realidad histórica. El descubrimiento de América cambió la figura física del mundo: cuatro continentes en lugar de tres. Asimismo, introdujo un dilema teológico que causó una gran conmoción en la conciencia religiosa de Occidente: durante mil quinientos años, millones de almas no habían tenido acceso a la prédica evangelizadora. La caída del comunismo también es un desafío que nos obliga a reflexionar frente al porvenir. Para los contemporáneos de Colón cambió la figura del mundo y se preguntaron: ¿dónde estamos? Para nosotros, cambió la configuración histórica y nos decimos: ¿hacia dónde vamos? ¿qué hay después?
Son dos acontecimientos que, a través de quinientos años, enlazan planos asombrosamente semejantes. En ambos, el hombre se encuentra ante los mismos interrogantes. Hay una muralla, un límite entre lo conocido y lo desconocido para el hombre: lo que le es usual y familiar, y lo que no conoce por la simple razón de que nunca lo vio, está en el futuro, nunca sucedió. El hombre se enfrenta al porvenir que, como su nombre lo indica, es lo que "está por venir."
A partir de ese momento, las desiciones del hombre tienen consecuencias. En una dictadura, el hombre no tiene que enfrentarse a las consecuencias de sus decisiones porque hay quienes toman esas desiciones por él. El hombre no tiene que preguntarse a dónde va a ir, porque son sus dictadores los que le dicen: "irás donde te digamos" o "harás esto o aquello." El hombre en libertad se encuentra a cada momento ante el desafío de elegir, pero lo que importa señalar es que eso le traerá consecuencias: precisamente las de sus propias desiciones.
La desaparición del comunismo enfrentó a Europa con el despertar de sus realidades dormidas. La reapertura de las causas nacionalistas, como en Yugoslavia, trajo la guerra civil, la anarquía y, por último, la desintegración. La consecuencia de todos estos trastornos fue poner en grave peligro la paz mundial.
Fray Bartolomé de las Casas decía que los indios "fueron descubiertos para ser salvados." Nosotros sabemos que la salud, el trabajo, la educación, la vivienda digna; son derechos irrenunciables del hombre. Tan irrenunciables como la libertad, la democracia y la facultad de creer en Dios según los dictados de nuestra propia conciencia. La desaparición del comunismo plantea a las democracias occidentales el desafío de lograr que todos esos derechos estén al alcanze de todo hombre sin distinción. Cómo vamos a hacerlo, es algo que sólo nosotros podemos responder. Una cosa es segura: la manera en que decidamos hacerlo va a tener consecuencias.