jueves, 24 de marzo de 2011

La falacia de la ventana rota

Uno de los sofismas que intentan justificar la intervención estatal en las actividades privadas es lo que algunos economistas han dado en llamar “la falacia de la ventana rota.” Según esa línea de pensamiento, es justificable y hasta recomendable que alguien rompa el vidrio de una ventana de un piedrazo, ya que eso creará un trabajo para quien la reparará.
Eso es ciertamente una falacia. He aquí el por qué: si la ventana nunca hubiese sido rota, el propietario de esa casa seguiría teniendo el dinero de la reparación y podría gastarlo en adquirir un bien de consumo del que hará usufructo; por ejemplo un traje nuevo, un par de zapatos, o un nuevo libro para su biblioteca. O sea, hubiera hecho de ese dinero un uso que ya no efectuará.
En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta dinero y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado dinero en ropa y disfrutaría de un buen traje y un cristal. En un caso, el resultado será un traje más un cristal; en el otro caso, sólo un cristal.
En cuanto al operario que repara la ventana, habría podido emplear ese tiempo en producir por su parte nuevos bienes de consumo (desde un televisor hasta una computadora, por ejemplo) o incluso colocar una nueva ventana en una casa en construcción. En cambio, se estará trabajando para recuperar lo que ya se tenía. Se volverá al punto de partida sin adicionar nada. El sentido de la economía es construir, no reconstruir; es sumar, no volver a fojas cero; es igualar para adelante, no para atrás.
La falacia de la ventana rota es una de las más perniciosas en la economía y ha sido largamente utilizada para defender una amplia gama de intervenciones gubernamentales, dese el programa “cash for clunkers,” en el que el gobierno de Estados Unidos otorga hasta 4.500 dólares a propietarios de autos usados a los subsidios a la energía “verde.” El economista John Keynes decía que puede tener sentido económico construir pirámides (sic) a fin de estimular la economía, aumentar la demanda de mano de obra y fomentar el pleno empleo. No es raro que sus acólitos afirmen que los desastres naturales y causados por el hombre (tsunamis, terremotos, guerras, terrorismo) son económicamente beneficiosos. Y no pocos economistas sostienen que lo que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión fue la Segunda Guerra Mundial, aunque está estadísticamente comprobado que el crecimiento económico de ese país se produjo entre 1945 y 1947.
Si el estado interviene en la economía, generará servicios y creará puestos de trabajo, pero esa moneda tiene otra cara: constatando el destino que el estado da al dinero de los contribuyentes una vez que lo recauda, constatemos también el destino que los contribuyentes habrían dado –y ya no pueden dar- a ese mismo dinero. En una cara de la moneda, pues, figura un obrero ocupado; en la otra, un obrero desocupado.
Como medida temporal, durante un tiempo de crisis, esta intervención del estado –esto es, del contribuyente- puede tener buenos efectos. Como medida general, permanente, sistemática, es una verdadera ilusión, una contradicción que genera un poco de trabajo estimulado, pero impide que se cree más.
Adam Smith decía: “Los controles estatales sobre la economía desvían el comercio de sus cauces naturales. Así se retarda, en lugar de acrecentar, el progreso de la sociedad hacia una riqueza y grandeza verdadera y disminuyen, en lugar de acrecentar, el valor real del producto anual de sus tierras y del trabajo. Cuando todos esos sistemas desaparecen, el sistema simple y obvio de la libertad natural se restablece espontáneamente.”
En una economía dirigida, el estado fija los objetivos que se habrán de alcanzar. El problema es que los planes del estado llevan mucho tiempo; no se hace ni la décima parte de lo que se promete y, en cambio, se hace diez veces más papeleo que el necesario. Una prueba cabal de esto, por ejemplo, es Corea del Norte.
Ese desdichado país, sometido a la dictadura de los K (Kim, no Kirchner), se encuentra en una penosísima situación porque ese gobierno comunista interfiere literalmente en cada aspecto de las vidas de sus ciudadanos, que ya ni siquiera revisten carácter de tales sino que son simples súbditos sometidos a los caprichos de sus déspotas. En la economía de mercado, en cambio, las decisiones tienden a obtener el mayor beneficio según los precios de la oferta y la demanda con un mínimo de regulación. El resultado es mayor demanda de mano de obra, mejor gerencia de servicios, el aumento generalizado de la prosperidad y -como consiguiente de la menor regulación- el apuntalamiento de los derechos individuales.
El favor de la planificación estatal es forzosamente transitorio y limitado. En cambio, la actividad privada representa un progreso real y permanente que beneficia a todos.

sábado, 19 de marzo de 2011

La década del setenta, pero no del siglo veinte

En los últimos treinta o cuarenta años, países que conocieron la pobreza y el subdesarrollo se han convertido en grandes potencias económicas e industriales: los famosos tigres asiáticos. Japón, que durante siglos fue una huraña monarquía cerrada al mundo, ha logrado un progreso que no consiguieron países del tercer mundo que son muchos más ricos en materias primas. Las Bahamas y Trinidad Tobago, dos bucólicos estados independientes compuestos por algunas islas del Caribe, tienen un ingreso per cápita similar al de ciertos países de la Comunidad Económica Europea. Singapur, una antigua colonia británica del océano Indico, también se encuentra en esos niveles en la actualidad.
Todo eso ha sido posible porque estos países tomaron la única alternativa que queda tras el fracaso del estatismo, el nacionalismo, el populismo y los hechos revolucionarios por la vía armada. Se trata de una alternativa libre de prejuicios ideológicos que no parte sólo de postulados ideológicos, sino de la simple observación de la realidad. Esta vía, la única que ha hecho la prosperidad de los países desarrollados, combina una cultura o un comportamiento social basado en el esfuerzo, el ahorro y la apropiación de tecnologías avanzadas con una política competitiva de libre empresa, de eliminación de monopolios públicos y privados, de apertura hacia los mercados internacionales, de favorecer la inversión extranjera y de respeto a la ley y a la libertad. La idea central es precisamente esa, la idea de que la libertad es la base de la prosperidad y que el estado debe ceder a la sociedad los espacios que arbitrariamente se ha atribuido a sí mismo como productor de bienes y gestor de servicios.
Cualquier otra alternativa es un anacronismo en un mundo que ya no pone en tela de juicio la democracia y la economía de mercado. El dilema es establecer la mejor manera de combinar solidaridad y eficacia y no la elección de sistemas económicos, pues hoy no hay sino una opción de sociedad viable: el capitalismo en democracia.
La intelectualidad McProgre (porque Arturo Jauretche decía que los intelectuales argentinos suben al caballo por la izquierda y bajan por la derecha) no quiere admitir tal evidencia. Por el contrario, se empeñan en aferrarse a un discurso setentista que quizás alguna vez revistió carácter vanguardista, pero que en la actualidad se sitúa en las antípodas, en la retaguardia más retrógrada y reaccionaria.
O tal vez, siempre estuvo allí. La idea del estado tutelar dispensador de favores es una ideología setentista que, como su nombre lo indica, arranca de la década del setenta… pero del siglo dieciséis.
La España medieval, una España teocrática y autoritaria comprometida con la Contrarreforma, quebró siempre la iniciativa privada con toda clase de regulaciones. Su modelo económico se basaba en el monopolio, los privilegios, las restricciones a la libre actividad de los particulares y el tráfico de influencias. Ese fue el mismo modelo realizado en todos los virreinatos americanos, desde México hasta el Río de la Plata. Nada más lejos del esfuerzo, la laboriosidad, el ahorro y la ética de los primitivos colonos de Nueva Inglaterra.
El estado intervencionista no es sino el heredero del modelo mercantilista medieval, caracterizado por la fuerte injerencia del estado en la economía. “La reacción espontánea de un jefe de gobierno, heredero de la tradición mercantilista española, será siempre la de intensificar controles, multiplicar restricciones y aumentar impuestos,” escribe Carlos Rangel, autor de “Del buen salvaje al buen revolucionario.” El periodista y escritor venezolano solía decir que las tradiciones de monopolios e intervencionismo económico son “tradiciones profundamente ancladas en las sociedades de origen español.” Por su parte, el economista colombiano Hernán Echavarría Olózaga escribe: “En el ataque contra el desarrollo acelerado, tildado de capitalismo salvaje, se percibe la influencia de las prédicas de los escolásticos de la Edad Media contra la avaricia y la competitividad. Ambos tienen la misma cepa, los mismos abolengos, que percibimos en el espíritu anti revolución industrial y contra el modernismo.”
El intervencionismo estatal es, entonces, una doctrina medieval, retrógrada y oscurantista cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y –lo que es peor- en la noche de las conciencias.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Hay que crear miles de McDonald's

Cuando el Che Guevara dijo, "hay que crear miles de Vietnam," no sospechó la ironía que esa frase tendría en el tiempo. Convertir América Latina en un Vietnam sería llevarla velozmente al capitalismo. Tales son los méritos que ha hecho Hanoi para conseguir lo que por fin logró en 1994: el levantamiento del embargo norteamericano. Vietnam ha realizado reformas de mercado y en la actualidad la presencia de la Coca-Cola es más significativa para el pueblo vietnamita que la que tuvo en su momento el Vietcong.
Es que, salvo honrosas excepciones, no ha habido en toda la historia humana una sola revolución que no trajera a los pueblos más que dolor, atraso, miseria, postergación y el entronizamiento de una clase burocrática dominante. Algunas de esas honrosas excepciones fueron las revoluciones americana y francesa de 1776 y 1789, respectivamente. Sin olvidar, por supuesto, la Revolución de Mayo de 1810, en la que aquellos inolvidables criollos reunidos frente al Cabildo reclamaban "saber de qué se trata." Una Revolución de Mayo que estuvo influenciada por los acontecimientos de Estados Unidos y de Francia. Y el que niega este último punto, ora es un mentiroso ora es un supino ignorante.
En lo que a América Latina se refiere, las revoluciones han sido un permanente regreso al pasado, un indefectible retroceso hacia todas la injusticias del punto de partida (que no sólo se han mantenido intactas sino que se han agravado) y han producido dictaduras en todos los casos. La revolución no sólo es una forma de conquistar el poder sino también de ejercerlo. Su ejercicio requiere el uso de la fuerza; esto es válido tanto desde el gobierno como fuera de él (por ejemplo, Castro y Ortega en el primer caso; Sendero Luminoso y las FARC en el segundo). Y ese uso de la fuerza revolucionaria significó arbitrariedades y atrocidades de todo tipo; también despojos y calamidades económicas. George Orwell decía que no se implementa una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace una revolución para establecer una dictadura.
Y ciertamente, tenía muchísima razón. Las revoluciones de África y Asia se caracterizaron por engendrar verdaderos monstruos. Pol Pot y Mao en Asia, o Hailé Mariam Mengistu y el Movimiento Popular para la Liberación de Angola en África, sólo por poner unos ejemplos, mataron de odio, de miedo y de hambre a sus víctimas, que se cuentan por millones. Mao, el Sol Rojo de Oriente, quemó la vida de sesenta millones de chinos con su colectivización forzosa de la tierra. Para ellos, el "gran salto adelante" fue un salto hacia el exilio o hacia la tumba, donde nunca más verían el sol.
Régis Debray, cercano colaborador del Che Guevara y autor de "¿Revolución dentro de la revolución?" no comprendió que dentro de la revolución no había ninguna revolución sino el horror más grande. Si alguien hubiera escrito un libro llamado "¿Capitalismo dentro del capitalismo?" habría podido decir que dentro del capitalismo hay incentivos para trabajar y progresar, mejor nivel de vida, oportunidades, beneficios, horizontes y progreso ilimitado para todos.
Por eso, no perdamos más el tiempo. Recordemos con gratitud las revoluciones que sí hicieron un bien a la humanidad, como las mencionadas de 1776, 1789 y 1810. Por lo demás, vamos adelante: hay que poner en práctica una economía de mercado. Hay que crear miles de McDonald's. En Vietnam todavía no hay, pero no perdamos las esperanzas: no debe faltar mucho.

lunes, 14 de marzo de 2011

Después de la caída del comunismo

El factor determinante en la caída del comunismo no fue la presión externa sino las contradicciones internas; no hubo ninguna derrota diplomática, ningún Día D que provocase la caída del régimen. Durante su larga y costosa rivalidad con la Unión Soviética, las democracias occidentales prefirieron siempre, en lugar de la franca confrontación, una política que podríamos llamar de contención. Si eso fue por sabiduría política o, simplemente, por imposibilidad de movilizar a una opinión pública indiferente, de alguna manera adormecida por la abundancia y la prosperidad, quizás nunca se sepa. Tal vez ambas cosas: sentido común y realismo. El hecho es que no fue la acción del exterior sino la situación interna la que precipitó el derrumbe.
Un factor fundamental en esa situación interna fue, sin duda, la realidad que Europa y el mundo debieron enfrentar a partir de la caída del comunismo soviético: el resurgimiento de los nacionalismos. Los más claros ejemplos en estas dos últimas décadas han sido los acontecimientos que tuvieron lugar en Chechenia, en Georgia, y en las repúblicas de la ex-Yugoslavia. Todo lo que se creía terminado, ausente, volvió a estar presente. En realidad, nunca dejó de estar presente. La gran potencialidad que anida en esos países se vio postergada, presionada, cohibida bajo el régimen que durante décadas los sometió. Y esa potencialidad latente, sin duda, golpeó las burocracias comunistas en muchas más maneras de las que quizás nosotros podamos jamás saber.
Pero hay un factor aún más importante, o por lo menos, igual de importante como el anterior. La verdad que penetraba y exponía una situación que solamente los más necios y los más abyectos podían aceptar. Durante más de siete décadas, el sistema entero estuvo falsificado a gran escala. Ese, y no otro, fue su rasgo distintivo. La historia, las cifras de la producción, los resultados de los censos, todo era falsificado. Aún más desmoralizador, la esfera entera del pensamiento se encontraba controlada y distorsionada. Y una de las cosas más difíciles de transmitir a las masas occidentales es cuán horribles eran realmente las bases de la vieja clase dirigente soviética: cuán mezquinas, traicioneras, cobardes, hipócritas, obsecuentes e ignorantes. El derrumbe del régimen puso de manifiesto que la URSS, lejos de ser un estado “normal” como pretendían algunos, estaba basada en una fantasía extemporánea y era una aberración repugnante. El comunismo fue la edad de oro de la mentira.
Los desastres económicos y ecológicos causados por el régimen fueron atroces, pero al menos el mundo se ha librado del marxismo-leninismo. La situación en la ex-Unión Soviética sigue siendo delicada. La gente puede no saber allí lo que quieren, pero saben muy bien lo que no quieren. Después de la caída del comunismo, el mundo tiene el desafío de conjugar el sistema de la democracia y la economía de mercado con los nacionalismos. Estamos presenciando la paradoja de de una globalización de la economía enfrentada a un resurgimiento de los localismos culturales y políticos. Hay una brecha insalvable entre la democracia moderna, el sistema de libre mercado y las formas arcaicas de nacionalismo que tienden a basarse en el fanatismo o la intolerancia. Esto suele darse en países que no tuvieron la oportunidad de experimentar una larga tradición de vida cívica, como los países que conformaron la ex-Unión Soviética y que hoy despiertan.
La democracia moderna está basada en la pluralidad y el relativismo, mientras que el nacionalismo y el fanatismo religioso son fraternidades cerradas caracterizadas por el odio a lo extranjero y el culto a lo tribal. La modernidad es, a un tiempo, indulgente y rigurosa: tolera toda clase de ideas, temperamentos y aún errores y vicios, pero exige tolerancia. La modernidad, al pagar con tolerancia, exige que se le retribuya con la misma moneda. La democracia, en definitiva, no es perfecta sino perfectible. En eso quizás reside su fascinación, en el doble sentido de perfeccionar lo perfectible.

sábado, 12 de marzo de 2011

Valores, cultura y actitudes

El progresismo intelectualista posee un espléndido recurso para analizar la realidad. Según ellos, los actos violentos o delictivos no son susceptibles de castigo, porque sólo serían la manifestación de un problema más profundo. Aquél que comente crímenes no está atentando contra la vida de sus víctimas, sólo expresa las desigualdades y las injusticias económicas de la sociedad. Es una retórica muy efectiva, sin dudas, para eludir responsabilidades. La contradicción es que no soluciona los problemas de fondo ni las supuestas “manifestaciones” de esos problemas.
En la Argentina actual, se encuentra virtualmente legalizado que sectores políticos o sindicales de los más diversos orígenes mantenga sitiada una ciudad y hasta un país buscando legitimidad para sus más diversos reclamos. Lo peor es que esa mentalidad encuentra eco en las altas esferas políticas, que se supone deben tener un rol ejemplar en cuanto a marcar cuáles deben ser las normas de la convivencia civilizada en democracia.
Aplicar la ley cuando corresponde no es ninguna conspiración de la derecha reaccionaria sino, simplemente, garantizar que el respeto por las normas prevalezca por encima de todo interés político. Las conductas criminales y antisociales desvalorizan el espacio público.
No se trata de política sino de valores, cultura y actitudes. Si una nación pierde irreversiblemente su cultura, está condenada al fracaso. Las naciones que han triunfado en el mundo son las que han sabido establecer un código inteligente de premios y castigos iguales para todos sus habitantes. Aún cuando la economía marcha viento en popa, si no se asegura que un código de normas tenga la jerarquía de punto fijo, de punto inamovible en la sociedad, el invariable resultado será el fracaso y la postergación.
La Argentina llegó a ser grande por un conjunto de valores claros, transparentes: la familia, la escuela, el trabajo, la palabra empeñada, la voluntad de grandeza aún en el disenso. No por casualidad, son los mismos valores que van a engrandecer al país ahora si se los vuelve a poner nuevamente en práctica. Las acciones tienen consecuencias. Una vez que esto se ha comprendido fehacientemente, permite a cualquier sociedad predecir su futuro. La Argentina debe volver inmediatamente a los valores que la formaron y engrandecieron.
Hace algunos años se dio en Nueva York el caso de un adolescente de 16 años que, por simple capricho, se puso a conducir un tren subterráneo que secuestró. El entonces alcalde Ed Koch, un hombre situado notoriamente a la izquierda del arco político, declaró que esperaba que la ciudad fuera “muy cuidadosa” en no arruinar la vida del joven porque sólo se trataba de “un buen muchacho” (sic) que simplemente tenía una obsesión por manejar trenes subterráneos. Sugirió además que el improvisado conductor reciba una pasantía en la Autoridad de Tránsito Metropolitano de Nueva York y que se le permitiera rendir los exámenes para obtener la licencia de conductor y trabajar en esa empresa cuando llegara a la mayoría de edad. Por su parte, el reverendo Herbert Daughtry, reconocido dirigente de una parroquia de Brooklyn dijo: “Si puede manejar un tren, no necesita estar en la cárcel; necesita un mentor que lo ayude a desarrollar su extraordinario talento. Sería un error mandarlo a la cárcel.”
El mensaje en todo esto es bien claro: robas un tren, nosotros te felicitamos, te otorgamos una pasantía, te hacemos sacar la licencia de conductor y te damos un trabajo. Vemos que el sistema de premios y castigos se encuentra totalmente tergiversado. ¿Qué hubiera pasado en Buenos Aires si a Álvaro Alsogaray se le ocurría secuestrar un Boeing 727 en Aeroparque? Una cosa es segura: a nadie se le iba a pasar por la cabeza decir que era “un buen tipo” y que había que darle una pasantía en Austral o en Aerolíneas Argentinas. No solamente los códigos están tergiversados sino que hay un doble patrón de medidas. Las acciones tienen consecuencias. Y son iguales para todos. Es muy simple.
El estado debe garantizar paz y seguridad para todos. Y el nivel económico en que se encuentre una determinada persona no debe ser detrimento para el logro de tan importante fin. John Adams, uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos, decía al respecto: “El fin del gobierno es el bienestar del pueblo en el seguro ejercicio de sus derechos sin opresión. Pero hay que recordar que tanto los ricos como los pobres son personas, que tanto los unos como los otros tienen derechos, que tienen el mismo claro y sagrado derecho a su propiedad grande, como otros tienen el suyo a su propiedad más pequeña, que la opresión contra los unos es tan mala como la opresión contra los otros.”
Si los sectores más favorecidos no tienen seguridad, nadie le tiene. Si la “lucha de clases” se efectúa contra los “ricos,” no hay ninguna razón para creer que sus embates no lleguen a los “pobres” a los que supuestamente se pretende favorecer. Si no hay un claro sentido del bien y del mal, todo el bienestar económico del mundo no será suficiente para disuadir a una persona de hacer un mal a otro.

lunes, 7 de marzo de 2011

Haz lo que yo digo pero no lo que yo hago

La izquierda es el sector de la sociedad más interesado en la distribución de la riqueza. Esto no es ningún elogio sino exactamente lo contrario. Lo más importante que concierne a la riqueza es su producción, no su distribución. Mientras las políticas de distribución de la riqueza proponen, al menos en teoría, arrebatar la riqueza por la fuerza a sus legítimos dueños para repartirla entre todos por partes iguales, una economía de mercado hace algo mucho más inteligente: produce, en progresión geométrica y en forma virtualmente indefinida, nuevas riquezas, sin intentar quitarle nada a nadie. Cuando la izquierda se dedica a redistribuir, al poco tiempo descubre, perpleja, que no queda nada, y entonces sale hacer manifestaciones en contra del imperialismo yanki. El capitalismo ha creado los más altos niveles de vida conocidos por el hombre. La evidenca es incontrovertible. El contraste entre Berlín Oriental y Occidental antes de la caída del muro es la demostración última, como un experimento de laboratorio que todos pueden ver. Sin embargo, los más determinados en proclamar su deseo de eliminar la pobreza son los que más se oponen al capitalismo. Y eso es una muestra fehaciente y total de la hipocresía y contradicción que los caracteriza. Los siguientes son algunos ejemplos de esa hipocresía.
La izquierda anticapitalista y anticonsumista lleva adelante una verdadera cruzada en contra del mundo empresarial y se quejan del capitalismo, pero disfrutan de sus altos ingresos y cómoda vida. Nadie en las sociedades burguesas de Occidente se somete a consumir, de acuerdo a la ración que el gobierno cubano impone a sus súbditos, 80 gramos de pan por día y cuatro huevos por semana sino que todos compran la mayor cantidad posible de alimentos en los hipermercados. Mientras que ponen el grito en el cielo contra la sociedad de consumo, llenan el carro de variados y abundantes productos que pagan con tarjeta de crédito. Después de todo, el capitalismo es tan malo que le permite a usted, que tiene dinero, comprarse un automóvil último modelo.
Cuestionan las ganancias siempre y cuando sean ajenas. Las ganancias propias son siempre legítimas y absolutamente incuestionables. Se quejan del hombre occidental y de sus valores, especialmente el afán económico, y viven exactamente igual que él. Y si hay alguien bajo el sol que tiene intereses económicos, son ellos. Mientras tanto, no dejan de proclamar que el capitalismo está en crisis, que es una ideología en decadencia y que está destruyendo el mundo. Eso siempre funciona para mantener una imagen de intelectualidad y progresismo social. Defender a rajatabla a Cuba, Venezuela, Irán, Bolivia, Palestina y toda causa que pueda parecer de izquierda (desde el calentamiento global hasta el matrimonio homosexual) también puede ayudar.
El tema de los derechos humanos merece un capítulo aparte. Los promueven en su país capitalista, pero no cuestionan si éstos existen en Cuba o en otros de los países mencionados. Cuando hay evidencias en contra de cualquiera de esos países, inmediatamente las niegan y aseguran que es propaganda de la CIA. Y a los desastres más evidentes causados por el socialismo a lo largo de su historia, los llaman “desviaciones” o “socialismo mal aplicado.” Su visión de futuro es asimismo elogiable: colocan profesores marxistas en todas las cátedras y aseguran que se perpetúen en el cargo.
La consigna es haz lo que yo digo pero no lo que yo hago. A fines de 2006, cuando circularon rumores acerca de la supuesta muerte de Fidel Castro, él mismo salió a desmentirlos presentándose en público luciendo, en lugar de su característico uniforme militar, un conjunto deportivo de una de las más afamadas marcas internacionales. Una de las muestras más ejemplares del consumismo al que tanto hacen referencia los redistribucionistas. ¿Contradicción? No, socialismo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Cuando la marea sube, levanta todos los botes

Las teorías colectivistas de redistribución de la riqueza están condenadas al fracaso desde el vamos por la simple razón de que parten de una falacia: que la capacidad o potencialidad para crear riqueza es finita. La totalidad de la riqueza existente sobre la faz de la tierra en un momento determinado se encuentra en su máximo nivel y, a partir de ese “punto fijo,” se debe proceder a la redistribución en nombre de la igualdad y la justicia social. Ese es el razonamiento que guía a las políticas redistributivas. Tal vez, no sea esgrimido como un dogma, pero no hay duda que es el basamento ideológico que lleva a poner en práctica tales políticas en los países donde las mismas se llevan a cabo.
La capacidad para crear riqueza en infinita. Sólo que para dar lugar a que eso sea posible en la práctica, es necesaria la libertad. Así de simple. El ser humano progresa cuando puede ejercer libremente sus facultades creadoras y cuando puede disponer de lo que ha producido o recibido a cambio de su trabajo. Las sociedades que han triunfado son aquellas que permiten ello se realice, siempre dentro de un marco legal y jurídico igual para todos en el que nadie pueda atribuirse excesos o privilegio alguno. Un orden social que asegure que cada persona por igual esté sujeta a un sistema jurídico preexistente y que por consiguiente no haya nadie por encima de esas leyes, garantiza que el resultado sea la paz, la prosperidad y el progreso ilimitado para todos. El conjunto de proyectos de vida realizables en ese tipo de sociedades explican el progreso social y económico de las mismas.
Esta es la doctrina liberal que se opone a las teorías estatistas. El liberalismo es una concepción vital que abarca a todo lo humano y que se constituye a partir de una convicción muy especial: el estado debe proporcionar una estructura de ley y orden en la que cada ciudadano se libre de conformar su vida según su propia conciencia y esto incluye, entre otros derechos, el de promover el bienestar personal tanto moral como material, y acoge al capitalismo en su seno sólo porque entiende que es útil a tan esencial propósito. El capitalismo, entendido como libertad económica, no es sino un componente obvio y natural de la mencionada concepción vital que lo engloba.
“La industria es el gran medio de moralización,” apunta Alberdi. “Ella conduce por el bienestar y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad.” En efecto, el ser humano debe canalizar su capacidad de manera productiva y útil, pero lo más importante de este punto es destacar que no hay razón alguna para creer que exista un límite para hacerlo y que por lo tanto, siguiendo en ese razonamiento, es totalmente inútil, cuando hay un vacío en un sector determinado de la sociedad, intentar llenar tal vacío recurriendo al arrebato de riquezas a sus legítimos dueños para distribuirlas “generosamente” entre todos. Las políticas colectivistas de redistribución de la renta buscan incentivar el odio y la envidia de clases sociales.
La libertad, en cambio, hace una cosa mucho más inteligente: produce en progresión geométrica nuevas riquezas sin quitarle nada a nadie, sin exacerbar el odio ni la envidia de nadie, habilitando libremente a que cada individuo produzca lo que quiera según su talento, trabajo y capacidad. Las nuevas riquezas producidas de esta manera se suman a las ya existentes, y el resultado es el progreso y el bienestar de toda la nación. John Kennedy decía que “cuando sube la marea, levanta todos los botes.” Es una perfecta ilustración de lo que sucede cuando la economía crece.
No se trata de que quienes no tengan más no deban aportar más, puesto que cada uno debe aportar según su nivel económico. Hasta Adam Smith decía que “los que viajan en carreta” debían pagar más impuestos, como parte de la realidad económica del siglo XVIII. El estado debe establecer una red de contención social eficiente, moderna, operativa que sirva de complemento al sistema de libertad de mercados. Ambas esferas, lejos de enfrentarse, deben ayudarse mutuamente en aras del bien común.

jueves, 3 de marzo de 2011

Manuel Dorrego

Manuel Dorrego nació en Buenos Aires el 11 de junio de 1787. En su breve y turbulenta existencia fue sucesivamente militar, periodista y político, viajando mucho por todo el continente americano. Integró el Partido Federal, cuyo máximo referente era José Gervasio Artigas.
Al estallar la Revolución de Mayo, Dorrego se encontraba en Chile, donde participó de la represión de una reacción realista y desde donde regresó para integrarse a las huestes criollas en la Guerra de la Independencia.
Se destacó como militar en el Ejército del Norte, y participó en los combates de Sansana y Nazareno. Más tarde, fue comandado por Manuel Belgrano, llegando al grado de coronel.
Participó como jefe de infantería de la reserva en las batallas de Tucumán y Salta, siendo uno de los primeros jefes en llegar a esta última. A pesar de su valor y capacidad tuvo, sin embargo, problemas a causa de su indisciplina. Eso lo privó de participar en las dos últimas batallas de la campaña del Alto Perú. El propio Belgrano comentaría, mas tarde, que habría ganado esas batallas de haber contado con Dorrego.
Volvió a incorporarse al ejército para apoyar la retirada del mismo del Alto Perú. Pero el nuevo jefe, San Martín, lo sancionó por nuevas faltas de disciplina, lo que le valió un retraso en su ascenso militar y no participar tampoco en la tercera campaña al Alto Perú.
Al iniciarse abiertamente el conflicto entre unitarios y federales, se encontró a las órdenes del Directorio, en ese momento de ideología unitaria, y luchó contra los caudillos federales, derrotando inicialmente a Fernando Ortogués en la batalla de Marmarajá el 14 de octubre de 1814, aunque luego fue derrotado por el entonces lugarteniente de Ortogués, José Fructuoso Rivera, en la batalla de Guayabos, el 10 de enero de 1815.
Sin embargo, la participación en el conflicto que afectaba al las Provincias Unidas del Río de la Plata lo hizo ir acercándose al ideario de Artigas. Se pronunció por el federalismo, buscando la autonomía de Buenos Aires en igualdad de condiciones que las demás provincias. Dirigió un grupo opositor al Directorio, en el que figuraban Manuel Moreno, Pedro José Agrelo, Domingo French, Vicente Pazos Kanki, Manuel Payola y Feliciano Chiclana. Apoyaba la moción republicana en contra de las intenciones del Directorio de instaurar una monarquía. Por otra parte, se opuso a la política del Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón de aliarse con los portugueses para atacar a los unitarios en la Banda Oriental. Por ello, fue arrestado y expulsado por Pueyrredón.
Fue condenado al destierro en Santo Domingo, una colonia española. En el viaje, el capitán del barco que lo transportaba lo liberó y consiguió llegar a Baltimore, donde se radicó. Allí se le unieron otros miembros de su partido, también expulsados por Pueyrredón. Su exilio le sirvió para conocer el federalismo en profundidad, se familiarizó con el pensamiento liberal, leyó los periódicos e incluso editó uno en castellano. Se entrevistó con varios políticos y se afianzó en su posición liberal, republicana y federal.
De regreso en Buenos Aires en 1820, comenzó su carrera política propiamente dicha. Fue gobernador en dos brevísimos períodos, del 29 de junio al 20 de setiembre de 1820 y del 13 de agosto de 1827 al 1 de diciembre de 1828. En ambos, llevó adelante intensas campañas militares destinadas a dar al país una organización federal. Venció a las huestes de Estanislao López en San Nicolás de los Arroyos. Después, invadió la provincia de Santa Fe y derrotó a López en una pequeña batalla en Pavón. Días después, sin embargo, López lo derrotó en Gamonal.
Durante su segundo mandato, rechazó el grado de general que le fuera ofrecido explicando que sólo lo aceptaría cuando se considerara digno de tal honor, es decir, cuando lo ganara en el campo de batalla; pero muchos quisieron interpretar que quería decir cuando se considerara digno de ser comparado con Artigas, Belgrano o San Martín.
Su gobierno trató de ser federal, sin lograrlo por completo. Dorrego intentó organizar el país. Las provincias lo miraban con un gran respeto y le confiaron la jefatura de los ejércitos y las relaciones exteriores.
Trató de superar el tratado de paz que Rivadavia había firmado con Brasil, e intentó concluir la guerra con ese país que había comenzado bajo la gestión de aquel. Sin embargo, la presión inglesa, ejercida directamente por el embajador John Posnonby, e indirectamente a través del Banco de la Provincia, controlado por capitales ingleses trabaron su accionar. Por otra parte, las acciones militares directas de naves del Reino Unido y Brasil forzaron a Dorrego a ratificar los desventajosos términos de la paz que Rivadavia había aceptado. Finalmente, aceptó la independencia de la provincia en disputa, el Uruguay, el 29 de setiembre 1828. Días más tarde, las tropas argentinas estacionadas en Río Grande partían de regreso.
Dorrego era propenso a ganarse enemigos. Desde el periódico “El Tribuno” combatió la política centralizadora de Rivadavia en influyó con su predica en la crisis que culminó con su renuncia el 7 de julio de 1827. Los ánimos estaban caldeados, el enfrentamiento estaba latente y los unitarios esperaron su oportunidad. Esta llegó con el ejército que había combatido contra el Brasil, cuyos oficiales estaban abiertamente descontentos con el tratado de paz.
Dorrego estaba sencillamente indefenso: a la luz del día, se tramaba una conspiración para derrocarlo. Cuando le dijeron que Lavalle, antiguo compañero de armas y a quien Dorrego había recomendado en su momento para un ascenso estaba a punto de atacarlo, no lo podía creer. El 1 de diciembre de 1828 es el principio del fin: Lavalle, al frente de una insurrección militar, tomó el poder. Dorrego fue detenido y, sólo 12 días más tarde, el 13 de diciembre, su vida se iba bajo las balas de sus fusiladores en Navarro, provincia de Buenos Aires. Mientras estuvo detenido escribió una carta a Estanislao López y otra a su esposa, Angela Baudrix, en las que les expresó: “dentro de unas horas seré fusilado, y todavía no sé la razón.”
Manuel Dorrego era un hombre ilustrado. Defendió el derecho al voto de los "criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea.” El decía que “en un país republicano” todos debían tener participación “en la organización del gobierno y de las leyes.” A modo de desafío, planteaba lo siguiente: “¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones?” Era una postura que tocaba muchos intereses y que le granjeó muchos enemigos. De hecho, cuando el gobernador fue derrocado y la legislatura disuelta, los unitarios celebraron que "los sirvientes volverán a la cocina."
El derrocamiento y posterior fusilamiento de Manuel Dorrego fue el primer golpe militar realizado en la Argentina contra un gobierno legítimamente elegido por el pueblo. La primera página de esa larga serie de desencuentros que signaría de tragedia la historia del país. En todos los casos, las consecuencias fueron el miedo, la violencia, las luchas fraticidas, el deterioro del aparato productivo y el aumento de la deuda externa; duras lecciones que le permitieron a los argentinos repensar su forma de actuar y aprender de sus errores, que hasta el día de hoy esperan no volver a cometer.