martes, 24 de mayo de 2011

Tolerancia

Causa perplejidad el hecho de que no pocos norteamericanos se opongan al proyecto de construir una mezquita en Zona Cero, el solar donde se erigían las Torres Gemelas. En una reciente manifestación, decenas de neoyorquinos desplegaron sus pancartas con las consignas "¡No a la mezquita!" y "¡Respeten a nuestros muertos!"
"Que se lleven a la mezquita a veinte manzanas de aquí, pero que dejen de hurgar en nuestras heridas," protestaba la esposa de un bombero jubilado que perdió decenas de compañeros en los atentados del 11 de setiembre. Los cascos de los bomberos y de los trabajadores de la construcción fueron frecuentes entre los manifestantes. Jason McDonald, uno de los bomberos sobrevivientes que participó de las tareas de rescate, presente en el acto, decía, "Esto (la mezquita) es lo último que necesitamos junto a la Zona Cero, donde perdimos tantos seres queridos."
El acto fue organizado por Beth Gillinsky, directora de la Coalición en Honor a la Zona Cero, quien expresó en la ocasión, "No queremos la ley de Sharia en este país, queremos seguir siendo la tierra de los hombres y mujeres libres." Por su parte, Ted Sjurseth, cofundador de la America's 9/11 Foundation, proclamó, "Lo último que necesitamos es una mezquita a la sombra de donde estuvieron las Torres Gemelas."
A cincuenta metros de allí, separados por vallas policiales, un centenar de neoyorquinos rompió una lanza en simbólico gesto por la libertad de religión. Entre ellos estaba el imán Abdul Bagi, de una mezquita de Queens, quien dijo que "Estados Unidos ha sido siempre el país de la tolerancia y esta es una oportunidad para mandar ese mensaje al mundo."
Ciertamente, causa perplejidad el hecho de que haya gente que se oponga a que se levante este templo. La tolerancia, como decía el imán, debería ser un objetivo de todos en un mundo que ha conocido tantas desgracias, tantas tragedias. Así, pues, en un esfuerzo por promover la tolerancia, se debería permitir la construcción de esta mezquita.
Por la misma razón, también sería una excelente idea que junto a la mezquita se habiliten dos clubes nocturnos. Uno de ellos sería un club de strip-tease, y el otro sería un bar gay llamado "La Meca Gay."
Frente a la mezquita, la propuesta sería abrir un local de lencería femenina llamado M&M (Madonna y Mahoma). En sus enormes vidrieras, profusamente iluminadas, se exhibirían los más sensuales y atrevidos artículos de lencería. Un buen lema comercial para este establecimiento podría ser "Madonna y Mahoma, un solo corazón."
Adyacente a la mezquita, la propuesta es que haya un local de comidas rápidas llamado McMahoma donde se serviría un Combo McIslam con papas fritas y gaseosa grande.
Finalmente, en el local siguiente habría un "sex shop."
Todo esto sería una excelente oportunidad para que los musulmanes demuestren esa tolerancia que piden para ellos. Cada uno de los mecionados establecimientos funcionaría a pleno a la par de la mezquita. Cada uno se alegraría por el éxito del otro y entre todos le darían al mundo una gran lección de tolerancia. Nadie juzgaría a nadie, nadie acusaría a nadie de nada. Por el contrario, todos se alegrarían por el éxito de todos. Como decía Charles Chaplin, "Queremos la felicidad del otro, no la miseria del otro." ¿Quién tiene la vara para juzgar a quién? ¿Quién acusa de qué cosa a quién?
El 11 de setiembre de 2001, un tal Bin Laden creyó tener la vara para juzgar a 3.000 personas cuyo único error fue estar en mal lugar en mal momento. Lo hecho, hecho está. Pero la vida continúa y hay que convivir; es decir, vivir con el otro, aunque tal vez no estemos tan de acuerdo.
La tolerancia es como el fútbol: si jugamos, jugamos todos.

jueves, 19 de mayo de 2011

El populismo

El populismo es un movimiento totalitario de masas que utiliza el concepto de pueblo como si fuera una esencia supraindividual, una unidad monolítica perfecta. El líder, su partido y la nación constituyen un todo sin fisurar. La lealtad se debe ejercer de abajo hacia arriba, nunca en forma recíproca. El pueblo se debe al líder y el líder dice -sólo dice- que se debe al pueblo. Los grandes enemigos del populismo son la division de poderes, la alternancia política y la independencia de la justicia, aunque la simulen respetar -sólo lo simulan-.
Cuando este fenómeno de masas hace garra en la sociedad, influye en el pensar cotidiano y se convierte casi en esencia de la identidad colectiva. Mantiene una verdadera ilusión de paraíso perdido, ya que se manipula al pueblo para satisfacer al caudillo de turno o a su camarilla íntima del poder. Populismo no significa interés dominante por el bienestar del pueblo ni que gobierne en su favor. Lejos de ello, el pueblo no es servido sino enajenado por medio de esa ilusión. Cae bajo la convicción de quien simula amarlo y sacrificarse por su felicidad. Pero el pueblo en este caso no es sujeto sino masa que se conduce. Hasta su nombre es engañoso: populismo. Tiene literalmente el poder de destruir el carácter de la sociedad que cae bajo su encanto, bajo su hechizo, su insidia.
El arma de elección del populismo es el asistencialismo clientelista. Esa es la base sobre la cual prospera. Este asistencialismo no se aplica para que la sociedad prospere sino para que el pueblo obedezca al estado de la manera más abyecta. Genera un retroceso hacia la dependencia y hacia una postura acrítica de la sociedad. A los jefes que utilizan el asistencialismo no les interesa que los diversos sectores sociales maduren hacia la autonomía y el bienestar. No se esmeran para que prosperen sino, simplemente, para que subsistan. Para ellos, es mejor dar un pescado que enseñar a pescar. El populismo procura una sociedad de mediocres y cómplices con el fin de mantener la hegemonía; los quiere a todos como un ejército agradecido y conforme. El asistencialismo busca obtener retribuciones políticas, y no presenta iniciativas que estimulen un progreso real.
Para reconocer los orígenes del populismo, hay que remontarse a la Francia del siglo XIX. Napoleón III conmovió a las masas hasta seducirlas, y de esa manera desvió la energía de su rebelión hacia el sometimiento político. Más tarde, en Alemania, Bismarck imitó esta técnica hasta que finalmente, en el siglo XX, Hitler y Mussolini la perfeccionaron con la manipulación de masas.
En la Argentina hubo populismo conservador, radical y peronista. El populismo peronista llegó más lejos que los otros y hasta ahora continúa atrapado en sus propias redes ideológicas, pese a que siempre anda a la busca de la versión "auténtica" o "renovadora." El populismo de Perón fue frenético. En nombre de la llamada justicia social, convirtió al estado en una verdadera entidad de beneficencia regalando casas (repartió quinientos millones de pesos en viviendas sociales) e infinidad de ofrendas consistentes en ropas, medicinas, muebles, juguetes y hasta pan dulce y sidra para las fiestas de fin de año.
Perón consiguió abrir un enorme déficit fiscal allí donde había un considerable caudal de fondos y reservas acumulados durante los años de la Segunda Guerra Mundial. En ese sentido, actuó como un heredero que despilfarra de la manera más frívola una cuantiosa herencia recibida. Ese déficit fue la catástrofe que causó al aplicar estas políticas de neto corte populista. Dicha catástrofe fue causada por medidas keynesianas de estímulo al consumo, de nacionalización de prósperas y eficientes empresas de servicios como los ferrocarriles, la electricidad, el gas, los teléfonos, los más grandes bancos y en definitiva, todo lo que tuviera aspecto de inglés y yanki, ya que la consigna era excitar la retórica nacionalista del "establishment" sindical argentino, piedra angular del movimiento peronista. También se aplicaron controles de precios, de salarios, de tipos de cambio, de exportaciones e importaciones, y todo tipo de dislates estatistas y patrioteros. Sin mencionar las demagógicas regulaciones laborales inspiradas en la Carta del Lavoro de Mussolini.
De todo lo expuesto, las inevitables consecuencias fueron la ruina económica y una nación entregada al populismo nacionalista, el cual incluyó una prensa controlada, un poder judicial adicto, una escuela pública inundada con el culto a su personalidad y el virtual establecimiento de un estado policíaco para abordar los desafíos a su disidencia.
Por otra parte, cabe señalar que resulta particularmente curioso que se rinda pleitesía a Perón en razón de su nacionalismo cuando, en realidad, "ese varón argentino" tenía raíces tan europeas como Marcelo T. de Alvear. Su padre poseía dos estancias en Camarones, provincia de Chubut. Su bisabuelo había sido senador de Cerdeña y hasta el día de hoy no está claro si su verdadero apellido era Peroni. Otra característica verdaderamente sorprendente es que en 1973, ya en el marco de su tercera presidencia y cuando sólo le quedaban algunos meses de vida, llegó a coquetear con el liberalismo económico al declarar públicamente que "las empresas del estado no nos han traído más que dolores de cabeza" (!) y que "si los señores empresarios aceptan tomarlas en sus manos, la nación les estará en deuda." Debió ser la primera vez que el general de Lobos no se refería a los empresarios como "oligarcas" ni como "vendepatrias" sino como "señores." Y quiero suponer que cuando dijo "la nación," no era que estaba hablando de un diario.
El asistencialismo clientelista del populismo en el caso de la Argentina significó una involución hacia el subdesarrollo tercermundista; involución que es muy difícil de revertir, ya que perturba la inversión y afecta el aparato productivo. Su consecuencia fue siempre la pobreza.
El populismo busca una comunidad sin contradicciones, sin pluralidad. No sólo hace regalos a los pobres sino también a las demás franjas sociales. Los empresarios dejan de ser competitivos. En lugar de recurrir a la iniciativa y la excelencia, se instalan a la sombra del caudillo (o del estado que él comanda) para obtener privilegios y fáciles ganancias. Los beneficios son el resultado de la obsecuencia, la corrupción y el engaño. El sector productivo ve desperdiciadas sus mejores fuerzas, ya que no recibe estímulos como los que se dedican a ser obsecuentes con el poder. Al contrario: recibe postergación y desprecio.
De la misma manera, el populismo fomenta el letargo mental y espiritual. Inhibe la crítica de fondo y, en consecuencia, aleja la posibilidad de hacer buenos diagnósticos y aplicar soluciones eficientes. Todo lo que hay que hacer es pedir, exigir y hasta extorsionar al estado para que éste brinde todo. Como el pueblo y su líder son la misma cosa, el líder hace lo que el pueblo quiere (o dice que quiere) y el pueblo se lo cree. No hay más ley que la del pueblo y, por lo tanto, puede cambiarla o violarla a su antojo, porque supuestamente lo hace por deseo del pueblo. En realidad, la ajusta a sus intereses. El populismo atrapa la pasión de las masas que caen bajo su hechizante juego de seducción ideológica.
El 23 de octubre de 2011 hay elecciones presidenciales en la Argentina. Cristina Kirchner no ha anunciado aún su desición de postularse para un eventual segundo mandato presidencial. Los próximos cuatro años van a ser cruciales para una Argentina en un mundo con severos niveles de recesión y desocupación. Gane quien gane estas elecciones, él o ella tendrá la responsabilidad de elegir la senda por la cual conducir los destinos del país. Hay dos opciones claramente opuestas: el camino del populismo; esto es, persistir en la ilusión del estado social o estado benefactor despensador de prebendas y favores o, por el contrario, sentar las bases y condiciones para un marco de estabilidad jurídica que favorezca la inversión privada y una moneda fuerte como clave del crecimiento y el bienestar general. Tal vez una buena sería cambiar la parte de la marcha peronista que dice "combatiendo el capital" por "defendiendo el capital" y proceder en consecuencia. Hay que volver al Perón de 1973, el "Perón liberal." Indefectiblemente, mi Perón favorito.

sábado, 14 de mayo de 2011

Occidente, siempre de pie

Desde que las bombas atómicas fueron lanzadas en Japón en 1945, los pacifistas soñadores de un mundo mejor pensaron que era muy peligroso que una sola nación tuviera el monopolio nuclear y creyeron que nada aseguraría más la paz que el acceso de otras potencias a los secretos atómicos. ¿Logró garantizar la paz esta política inspirada en el apaciguamiento? Al parecer, no mucho. De hecho, fue la política que permitió a la Unión Soviética ampliar notablemente su poderío y convertirse en una potencia militar de primer orden.
Los Estados Unidos usaron las armas atómicas para acabar cuanto antes con una guerra que no comenzaron, y que de otro modo pudo haberse prolongado por varios años más, con el peligro de que el enemigo pudiera llegar a tener acceso a las mismas armas nucleares, que hubiera usado de inmediato.
Pero una vez lograda la rendición de Japón, los Estados Unidos no usaron el monopolio nuclear para presionar a otros países. No lo usaron para disuadir a los comunistas de apoderarse de China. Lo pactado con la Unión Soviética antes de la era atómica fue cumplido al pie de la letra. Los países aliados fueron libres de expresar sus disidencias con la política norteamericana y los países vencidos fueron ayudados económicamente a recuperarse y, al poco tiempo, recobraron su independencia y soberanía.
En ningún momento los Estados Unidos intentaron decirle al mundo “las cosas van a hacerse como queremos nosotros porque tenemos la bomba atómica y la usaremos contra quien se oponga a nuestros intereses.” Por el contrario, un profundo sentimiento de responsabilidad, unido a un tremendo cargo de conciencia, fue el común denominador que inspiró a los gobernantes norteamericanos una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial.
Hubo intercambio de información nuclear con otros países, a los que se brindó la posibilidad de tener ellos también armas nucleares. Pero el sueño de los pacifistas resultó a la inversa: a partir del momento en que la Unión Soviética fabricó su primer artefacto atómico, comenzó el chantaje contra Occidente.
Así estalló el conflicto en Corea, y el Kremlin dejó en claro que si los aviones norteamericanos bombardeaban las bases comunistas más allá del río Yalú, en territorio chino, arriesgarían un conflicto nuclear. Más tarde, en Cuba, la consigna fue “si los Estados Unidos intentan algo contra Fidel Castro, arriesgan un conflicto nuclear.” Y después en Vietnam, el mensaje fue “si los yankis intentan ganar esta guerra, se precipitarán en un conflicto nuclear.”
Y la amenaza se tornó rutina hasta el colapso mismo de la URSS. Por no arriesgar una guerra nuclear, Occidente tuvo que tolerar que dos de sus hijas, Hungría y Checoslovaquia, fueran aplastadas por los tanques rusos. Y también, una frustrante derrota en Vietnam y un no menos frustrante empate en Corea. Sin mencionar los crímenes de Pol Pot en Camboya, la toma de rehenes norteamericanos en Irán y la invasión soviética a Afganistán. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, Occidente prefirió la concesión, el apaciguamiento a la reacción, y fue llevado en varias oportunidades a guerras convencionales limitadas, que no podía ganar nunca sin arriesgar una hecatombe nuclear.
Finalmente, luego de 35 años de retroceso y apaciguamiento, surgió en los Estados Unidos una corriente de opinión que, viendo con consternación como su país iba siendo superado como potencia militar en todas las ramas por la Unión Soviética, se agrupó en torno a Ronald Reagan, cuya filosofía era: la única manera de disuadir al enemigo es ser superiores a él.
Durante los ocho años en que Reagan estuvo al frente de la Casa Blanca, Occidente dejó de retroceder. Las diferencias entre demócratas y republicanos, que hasta ese entonces sólo habían sido de matices dentro de un espectro moderado, se convirtieron decididamente en profundos cambios. Reagan conmovió al mundo al anunciar que el comunismo era “uno de los capítulos más negros de la historia de la humanidad” y que ya se encontraba “escribiendo sus últimas páginas.” Trabajando sobre ideas que ya estaban maduras en el inconsciente de los norteamericanos, sostuvo que la política exterior de apaciguamiento de los comunistas era ingenua, y advirtió que cada vez que se cedió frente a Moscú o frente a los gobiernos manejados desde Moscú, lejos de alejar el peligro de una guerra se lo acrecentó, pues ceder ante el enemigo sirve de estímulo a éste para realizar cualquier tipo de aventuras.
La actitud de Reagan fue enfrentar el expansionismo ruso sin concesiones. Su “receta” puesta en práctica plenamente, fue muy simple: fortalecer el ejército norteamericano como ningún otro gobernante lo había hecho desde 1945.
Esto trajo resultados. El comunismo empezó paulatinamente a retroceder perdiendo una tras otra las posiciones de poder que había conquistado hasta que en 1989, se produce la caída del muro de Berlín y finalmente, a fines de 1991, la Unión Soviética, el “imperio del mal” como el mismo Reagan la llamara, deja de existir.
La actitud frente al enemigo no debe ser el retroceso ni el apaciguamiento. Ceder ante el chantaje, lejos de garantizar un mundo seguro, acrecienta el peligro de una confrontación, ya que el enemigo, convencido de que nadie le hará frente, se sentirá envalentonado a lanzar un ataque. Sólo la decidida y valiente actitud de enfrentar al enemigo sin concesiones asegurará la subsistencia de la civilización, impidiendo el triunfo de la barbarie.
Esta fue la política realizada  por Ronald Reagan, un hombre que comprendió muy bien que Occidente debía ponerse de pie y estar siempre a la altura de sus perennes principios y valores.