sábado, 25 de junio de 2011

La inflación es un impuesto

Un día como de tantos, el ciudadano acude al supermercado con el fin de adquirir alimentos y otras necesidades y constata, muy a pesar suyo, que los artículos de todas las góndolas han aumentado de precio. Eso se debe a que el gobierno le está cobrando en forma solapada, encubierta, disimulada un impuesto llamado inflación.
La inflación es un impuesto, ya que constituye una carga del gobierno hacia los ciudadanos. De hecho, es el impuesto más efectivo ya que afecta a toda la población. La inflación es un impuesto injusto que afecta a todos, pero que beneficia a los que hacen el primer uso del dinero creado por este fenómeno: el estado. Ni siquiera cuesta recaudarlo. No se necesita una Hacienda Pública ni organismo alguno que, en definitiva, debería rendir cuentas de su honestidad y transparencia, características que no suelen ser precisamente las de los países del tercer mundo, los más propensos a la inflación.
Cuando el estado necesita dinero para financiar sus gastos, recurre a la emisión monetaria. El mecanismo es muy sencillo: el estado imprime nuevos billetes. Para pagar a sus proveedores, sólo tiene que darle esos billetes. Debido a que las monedas de esos países se devalúan con respecto a las monedas fuertes, el resultado es la inflación.
Siendo habitualmente el emisor un banco central, la impresión de nuevos billetes permite al primer receptor de ellos (el gobierno) utilizar este nuevo dinero antes de que los efectos de una mayor base monetaria se distribuyan por la economía, es decir antes de que suban los precios. La inflación puede utilizarse como una vía más de solventar el gasto público con la ventaja de que es un impuesto encubierto.
Si un gobierno, para financiarse, opta por la emisión monetar en lugar de subir impuestos o vender deuda pública, aumenta la cantidad de dinero en circulación, suben los precios y teniendo la población menor poder adquisitivo por la devaluación, la diferencia que existe se lo llevan las arcas públicas. Como decía John Keynes: “Por medio de un proceso continuo de inflación, los gobiernos pueden confiscar, secreta e inadvertidamente, una parte importante de la riqueza de sus ciudadanos… El proceso involucra todas las fuerzas ocultas de las leyes económicas, y lo hace de una manera tal que un hombre en un millón es capaz de diagnosticar.”
A medida que la emisión real crece, suben los precios, y eso significa que la tasa de inflación es equivalente a la pérdida de poder adquisitivo de la población. La inflación es, por lo tanto, una moneda de dos caras: la tasa de inflación sube, el poder adquisitivo de la moneda baja. El dinero pierde su capacidad de compra. Esa pérdida es impuesta por el gobierno a la sociedad. Este es el impuesto/inflación.
Históricamente, el impuesto/inflación se utilizó en tiempos de guerra para evitar los efectos negativos de las subidas de impuestos directos sobre la opinión pública. Los emperadores romanos pagaban a los legionarios con denarios devaluados. Con la invención de la imprenta y la difusión del papel moneda se facilitó aún más esta posibilidad y se amplió su utilización. En 1923, la república de Weimar utilizó cantidad creciente de marcos para pagar a los obreros de la Cuenca del Ruhr durante su huelga contra la ocupación francesa que tuvo lugar ese año. Roosevelt devaluó el dólar en 1935 (y confiscó el oro en manos privadas) para financiar los gastos públicos del New Deal. Años más tarde, con el fin de financiar la guerra de Vietnam, Nixon suspendió definitivamente la convertibilidad del dólar con el oro.
El impuesto/inflación, si es creciente, termina por desplazar la moneda local. El proceso finaliza en una economía con uso de monedas fuertes (generalmente el dólar) y con una masiva pérdida de capacidad de compra de la población, especialmente aquellos sectores que no tienen oportunidad de “emigrar” hacia otras monedas o activos. La inflación, en los consumidores, tiene el impacto de destruir la capacidad de compra de sus ingresos, las posibilidades de ahorro y la confianza en las políticas económicas, mientras que para el sector empresarial elimina literalmente las posibilidades de invertir ante la nula previsibilidad de los flujos de caja.
El financiamiento del gobierno por medio de este procedimiento consiste, entonces, en pagar sus gastos imprimiendo dinero. La magnitud del ingreso que obtiene mediante esta forma de financiamiento se mide por los bienes y servicios reales que el gobierno puede comprar con el dinero que imprime. El incremento de la masa circulante de dinero es la causa de la inflación. Esto es, imprimir moneda es la forma exacta en que el gobierno recauda el impuesto/inflación.
La mayor ventaja que el gobierno obtiene de este impuesto tal vez sea que el pueblo se lo paga automáticamente a medida que la población sufre la pérdida de valor de su dinero cuando suben los precios.
La inflación se produce cuando el gobierno usa discrecionalmente la facultad de emitir papel moneda. Las distorsiones de todo tipo que este experimento de neto corte populista provoca en la sociedad demuestran su fracaso y, a la vez, que el rigor fiscal es una condición fundamental para asegurar el crecimiento económico de una comunidad. Vale decir, el estado debe asumir que su función es preservar el valor de la moneda como clave de ese crecimiento. Y está claro que eso sólo se logrará por administraciones honestas, sensatas y responsables.

jueves, 23 de junio de 2011

El rol de la oposición en las próximas elecciones presidenciales

Durante el acto por el Día de la Bandera en Rosario, Cristina Kirchner dijo, “el camino de la construcción de la patria está lleno de piedras,” pero pocas dudas quedan que para ella la construcción de la patria equivale a la consolidación de un proyecto de poder. Ahora que finalmente anunció que va por la reelección, está por verse de qué manera se desempeñará la oposición con todas sus alternativas, desde la izquierda hasta la derecha, para enfrentar ese proyecto.
Enfrentar un proceso electoral es siempre más fácil para quien está en el poder. La increíble ventaja que otorga manejar los recursos del estado representa una situación terriblemente despareja para cualquier candidato opositor por fuerte que sea. Y Cristina, a esta ventaja, le suma otra más: no tiene oposición. Así de simple.
Todos, o casi todos, están pensando en salvar su propio futuro político –con estrategias tan llamativas como incomprensibles para lograr ese objetivo- más que en apuntalar la república y las libertades. Su “lucha” es conseguir la mayor cantidad de votos posible. Una lucha que “es cruel y es mucha,” como dice el tango, pero que no parece tener otro objetivo que sus propios intereses.
Mauricio Macri salía segundo en casi todas las encuestas. Sin embargo, desistió de la carrera presidencial para buscar su reelección en Capital Federal. Es extraña la decisión detrás de esto. Si la idea era convertir al PRO en un partido de alcance nacional, sumar diputados, senadores, gobernadores y armar un espacio de centro-derecha, es obvio que la actitud del ingeniero no le hace ningún favor a ese objetivo. Aún perdiendo las elecciones presidenciales, con un interesante caudal de votos, podría haberse erigido como una alternativa plausible para la política nacional y tendría una buena base de poder para 2015. La política es como el fútbol: no vale jugar a la defensiva, hay que salir a ganar.
La otra alternativa sería Ricardo Alfonsín, quien tiene el innegable mérito de ser el hijo de un presidente constitucional. Raúl Alfonsín abandonó el poder antes de lo previsto en medio de la peor crisis socio-económica conocida hasta entonces en un marco de saqueos, hiperinflación y un aparato productivo paralizado. Alfonsín Jr. no parece estar dispuesto a hacer ningún tipo de autocrítica sobre la presidencia de su padre, y elige culpar de sus errores a condiciones externas. Es cierto que Rick nunca formó parte del gobierno de su padre, pero el no estar dispuesto a admitir errores no es un signo positivo. Además, no parece tener una agenda muy clara que realizar en el caso eventual de que llegara a la Casa Rosada.
De las restantes opciones, ni vale la pena hablar. Se trata de figuras regionales que no parecen tener la más mínima fuerza de empuje fuera de sus respectivas comarcas, como Rodríguez Saa (San Luis), Binner (Santa Fe) y Duhalde (conurbano bonaerense) o exponentes de la izquierda más oscura y retrógrada (léase comunistas) como Jorge Altamira y Alcira Argumedo.
Todo parece indicar, entonces, que se cumple aquello de que “en país de ciegos, el tuerto es rey.” Cristina Kirchner se "enfrenta" a una oposición tibia, desarticulada, sin propuestas ni objetivos claros y contundentes para enfrentar los graves problemas de infraestructura, inflación y seguridad que afectan a todos los argentinos. La política nacional tiene una deuda: el ciudadano necesita una opción para polarizar el voto opositor, y que esa opción se transforme en una alternativa electoral seria y competitiva. Si importa más mantener un cargo para cierto partido o cierto funcionario que arriesgarse a la derrota, significa que a todos les interesa bien poco el futuro de la Argentina, y mucho sus bolsillos. Esto también se relaciona con lo ideológico: todos quieren aparecer como “progresistas” y no quedar a la derecha del gobierno en temas que hasta la Concertación chilena o el Frente Amplio uruguayo considerarían inaceptables.
Vargas Llosa dice que la libertad de expresión existe sólo si se la ejerce. Por lo tanto, hay que animarse a denunciar lo que no es correcto, aunque ello implique el riesgo de perder votos. En un sistema democrático, el rol de la oposición es muy importante; esa oposición que en un país serio se desempeña cuando menos de manera eficiente.

jueves, 16 de junio de 2011

La historia es un gran juez

Como enseñaba Alicia, la profesora encarnada por Norma Aleandro en “La historia oficial,” la historia es la memoria de los pueblos. La historia (digo yo) es ese pasado sujeto a interpretaciones que nunca deben ser tergiversaciones. La historia, como la vida, es una sola. La manera de interpretar ambas jamás va a ser la misma para dos personas diferentes.
En lo que a Cuba se refiere, la historia está indisolublemente ligada a Fidel Castro, el hombre que durante medio siglo ha dirigido los destinos de esa nación caribeña. Todavía está por verse si finalmente la historia le concederá el indulto que proclamó hace casi sesenta años cuando pronunció su alegato defensivo ante el tribunal que lo juzgaba por el intento de asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba.
Siendo como es “La historia me absolverá,” el alegato de marras, un manifiesto político en el cual no sólo fundamentó su defensa sino que expuso los problemas que a su juicio afectaban al país, la propuesta sería que a partir de la visión de hoy escribiese el epílogo, porque no pocas son las cosas que le han quedado pendientes, entre ellas, que la historia lo absuelva. Sería una verdadera autocrítica, una manera de saber cómo evalúa su gestión.
La evidencia no miente. De las promesas de la revolución cubana contrastadas con la realidad, el saldo arrojado es negativo. Por eso, la historia no lo absolverá. Me permito recordarle, camarada Fidel, que usted es el ejecutor de una dictadura que ya lleva nada menos que 52 años de existencia, algo que no tiene parangón en los tiempos modernos. Usted convirtió a su país en un portaaviones soviético durante la Guerra Fría. Usted lanzó a sus ejércitos a librar guerras estúpidas e inútiles en África. Usted persigue a sus opositores, los encarcela y fusila como si tal cosa. Usted somete a su pueblo a magras raciones de alimentos, les impone cartillas de racionamiento. Los obliga a repetir consignas en las que nadie cree, ni usted mismo, como “socialismo o muerte” en una sociedad cubana en que la única y verdadera consigna puesta en práctica y refrendada por los hechos es “escapar a Estados Unidos o muerte.” Y en cuanto a la frase de fray Betto, “Cuba es el único país donde la palabra dignidad tiene sentido,” la dignidad corre por cuenta del pueblo cubano para afrontar la indignidad que usted le inflige a diario.
Porque aunque su hermano Raúl sea “presidente del consejo de estado y de ministros de la república de Cuba” (todo eso), el que dirige la batuta es usted, como siempre. Usted vive en una gran mansión de La Habana que nada tiene que envidiarle a las mejores residencias de Hollywood mientras que su pueblo sufre hambre y privaciones.
La frase de Castro “la historia me absolverá” ha sido convertida en una consigna por las izquierdas latinoamericanas para justificar los errores y horrores de una dictadura de 52 años. Sabemos muy bien que la historia no lo va a absolver sino que, tarde o temprano, lo va a hacer caer. La historia es un gran juez. A veces la justicia es lenta en expedirse, pero hay que tener paciencia y coraje. Deuteronomio 16:20 dice, “La justicia, la justicia seguirás…” Nada mejor para entender y, a la vez, fundamentar este concepto.
En 1947, el poeta cubano Nicolás Guillén escribió: “¡Stalin, Capitán, los pueblos que despierten junto a ti marcharán!”
Pues no sólo no iban a ir a la esquina con Stalin, sino que ya no lo quieren ni en su país natal. En un reciente comunicado, el gobierno de Georgia expresó: “Por sus acciones, Stalin no puede ser considerado georgiano (sic). Stalin es uno de los fundadores de la Unión Soviética, verdugo de millones de personas, incluidos georgianos.” Es un ejemplo de cómo la historia da su veredicto.
En el caso de Cuba, la cuenta aún está pendiente. Esperemos el veredicto, como dije, con paciencia y coraje.
A propósito, si Stalin no puede ser considerado georgiano, no veo por qué Rosas debe ser considerado argentino: es el asesino de Camila O’Gorman.

sábado, 11 de junio de 2011

La otra revolución

Mientras el mundo estuvo enfrentado en la bipolaridad ruso-estadounidense; es decir, el bloque soviético y las democracias liberales occidentales, parecía valedera la opción de creer que había dos sistemas igualmente legítimos. Uno que ponía énfasis en la libertad individual, y el otro en la igualdad.
Hoy sabemos que no es así. Los propios países que integraron la órbita comunista vieron que era inútil insistir en ese sistema, ya que las aspiraciones a la libertad no se pueden contener.
La libertad y la igualdad deben encontrar un modo de conciliar ambos aspectos. Uno de los hechos históricos que mejor ilustra este concepto es la Revolución Francesa, que al poner en primer plano la libertad, dio al mundo un valor que es eterno.
Pero ese valor no tendría el brillo necesario para perdurar a través del tiempo si no reflejara la prosperidad económica, la cual sintetiza la necesaria correspondencia entre los valores de libertad, igualdad y fraternidad. La síntesis ideal es lograr un balance entre la libertad y la prosperidad. La “otra” revolución, la que viene de la mano de la política, es la revolución económica.
Tanto los procesos políticos como los económicos responden en gran medida a las orientaciones definidas que les imponen sus propulsores. Por eso es tan importante la democracia con su sistema de equilibrios y contrapesos; porque si esos propulsores se equivocan, van a encontrar que tienen un límite para seguir avanzando en una dirección que no es la correcta. No así en dictaduras o en ciertos países subdesarrollados donde la libertad es aún un camino arduo.
Jacques Rueff, el brillante economista liberal clásico y cercano colaborador del gobierno de Charles De Gaulle, inspiró las reformas que liberalizaron la economía francesa y produjeron el gran avance que convirtieron a lo que hasta entonces había sido un país agrícola y de mercado interno en un líder en industrias de punta, logrando una infraestructura de servicios que ha proporcionado un alto nivel de vida a todos sus habitantes. Estas medidas, llevadas a cabo en un contexto de profundas libertades políticas, complementaron conceptualmente los principios esgrimidos por la revolución de 1789.
Jean Monnet, por su parte, quien pregonaba una Europa unida, no vivió para ver realizado su sueño, que no es otra cosa que la actual Unión Europea.
San Martín puntualizó: “La libertad y la civilización (podríamos decir la democracia y el desarrollo) tienen que andar juntos. Si la libertad va más rápido que el desarrollo, llegamos a la anarquía. Si el desarrollo va más rápido que la libertad, vamos a la dictadura.”
Por eso, quizás conviene conjugar acertadamente todos los aspectos que hacen a la vida humana, tanto materiales como espirituales. Es tal vez la condición necesaria para que los ideales se hagan realidad.

jueves, 9 de junio de 2011

El subdesarrollo está en la mente

En diciembre de 2001, cuando caía el gobierno de Fernando De la Rúa y el modelo económico de la convertibilidad tocaba a su fin, la explicación zurdo-progresista fue recurrente: los países del tercer mundo constituyen un dominio del “primer mundo.” Es decir, los países desarrollados en última instancia determinan las funciones que cumplen las economías de las regiones subdesarrolladas. Hasta hay una teoría para eso: división internacional del trabajo.
Vamos por partes. Si lo que había fallado era un modelo económico, sería prudente pensar que el problema de fondo iba más allá de la economía y que había que buscarlo en el terreno político. Es en ese punto en que el pensamiento de izquierda nos da la clave para entender esto. Su explicación nos lleva a reconocer la piedra angular de la teoría de la división del trabajo: la dependencia.
¿Y en qué consiste esta dependencia? En una forma de dominación que se manifiesta por el modo de actuación de los grandes grupos económicos. En virtud de ese modo de actuación, las decisiones que afectan el movimiento de una economía dada se toman en función de la dinámica y de los intereses de los “poderosos” (Inglaterra, Estados Unidos, etc.). Así, los países subdesarrollados constituyen, en conjunto, una simple dependencia, siempre subordinados a los países ricos y desarrollados que los mandan y que rigen las funciones que han de cumplir. Dicho de otra manera, el “centro” y la “periferia.”
Es a partir de esa visión estructuralista de la historia que la izquierda intenta descifrar como se establece la dependencia entre ese centro y esa periferia, los ricos y los pobres, los dominantes y los subalternos. Una visión en la que la sociedad queda reducida a una especie de concertación mecánica de voluntades donde no cabe el azar, ni los individuos ni las pasiones; ni donde se asoma el más tímido indicio de libertad individual en la toma de decisiones. Una visión que está condicionada por esa manera mecanicista y reduccionista de entender el devenir histórico. Ahí no hay personas sino máquinas, autómatas.
Una visión que queda totalmente desvirtuada a la luz de un concepto de Max Weber. Este filósofo alemán sostenía que hay que buscar en la cultura las razones profundas que explican los males de una sociedad. Esto lo demostró muy bien Lawrence Harrison en un emblemático libro cuyo título lo dice todo. “El subdesarrollo está en la mente.” Todo está en la mente.
Ya no se puede seguir insistiendo en un rencoroso discurso setentista según el cual los ricos le imponen la pobreza a los pobres. El indiscutible éxito de los famosos tigres asiáticos lo demuestra. La tan mentada “dependencia” no parece hacer mella allí donde el ser humano elige la independencia. Hay un concepto para eso: libre albedrío.
Cuba puede alegar que se siente amenazada por un vecino grande y poderoso. Taiwan, también. ¿Hace falta hablar de la diferencia entre el nivel de vida de ambos países?
Después de Estados Unidos y Canadá, ¿cuál es el país con el mayor ingreso per cápita de todo el hemisferio occidental? ¿México? ¿Chile? ¿Brasil? ¿Argentina? No, las Islas Bahamas. ¿Por qué el ingreso de Brasil es inferior al de Bahamas? ¿Porque Dilma Rousseff está sometida a Nassau?
Es muy simple: hay sociedades que en un punto de su historia -Japón, por ejemplo, a partir de 1945- empiezan a hacer las cosas de un cierto modo que conduce al crecimiento y al desarrollo progresivo, mientras que otras sociedades se quedan atrapadas en sus propios errores.
Un modelo económico no es más que una consecuencia de una cosmovisión, de toda una visión global de la vida que busca entender e interpretar la realidad que nos toca vivir. Mientras esa visión global no cambie, las consecuencias seguirán siendo las mismas. Esto puede comprobarse en la inflación que padece la Argentina actual porque el gobierno de Cristina Kirchner está emitiendo papel moneda sin respaldo.

lunes, 6 de junio de 2011

El capitalismo color de rosa

Marx vaticinó que el capitalismo caería por dos principales causas. La primera de ellas sería de índole específicamente económica. En efecto, debido a que la competencia las obligaba a aumentar sin medida su tecnología y su productividad, las empresas terminarían generando una crisis de sobreproducción que el mercado no podría absorber. Tal era la teoría según la cual el capitalismo sufriría crisis tras crisis hasta que una de ellas resultaría terminal. En 1929, la caída de Wall Street en el tristemente célebre “martes negro” y la crisis mundial que siguió a continuación parecieron avalar la profecía de Marx.
La segunda causa del fin del capitalismo ocurriría, según Marx, por razones políticas. La gran competencia llevaría a una concentración creciente del capital en un número cada vez más reducido de manos, en tanto que el resto de los empresarios, después de quebrar, se sumaría a la legión de los proletarios hasta que la diferencia numérica entre los pocos privilegiados y los muchos explotados fuera tan agobiante que el proletariado, rebelándose, confiscaría los bienes de los pocos monopolios sobrevivientes, estableciendo el comunismo. Desde la Revolución Rusa de 1917 hasta el fin de la Unión Soviética en 1991, la profecía política de Marx también pareció cumplirse.
No fue la última ocasión en que el fantasma de Marx estuvo presente. En abril de 2000, el índice Nasdaq se desplomó en caída libre arrastrando a Wall Street y al resto de las bolsas del mundo. Mientras tanto, miles de personas se manifestaban en Washington contra el FMI y el Banco Mundial, a los que acusaban por los rigores de la globalización, repitiendo el escenario de Seattle de noviembre de 1999, cuando otros miles de manifestantes impidieron una reunión de la Organización Mundial de Comercio. Las movilizaciones de Washington y de Seattle también denunciaron, como lo había hecho Marx, la inviabilidad política del capitalismo.
Nasdaq y Wall Street se recuperaron tras esa caída y la “muerte” del capitalismo volvió a postergarse. En la actualidad, ante los severos índices de desempleo que los países industrializados están sufriendo, la explicación recurrente es que el capitalismo está en crisis y que está a punto de desaparecer; pero desde los tiempos de Marx están diciendo que el capitalismo está en crisis y a punto de desaparecer. Jamás lo ha hecho. Al contrario. Hoy, el mundo es más capitalista que nunca.
Lo que está a punto de desaparecer no es el capitalismo sino una cierta visión rosada según la cual con él viviríamos en un mundo ideal.
Esa visión color de rosa del progreso económico y social que traería el capitalismo genera esperanzas cuya desmesura trae, inevitablemente, frustraciones. Sabemos que el capitalismo no es un proceso angelical de acumulación de bienestar. Hay quiebras, recesión y desempleo. En el capitalismo, como en la vida, no todo es siempre viento a favor; no todo es color de rosa.
El estado, por su parte, tiene más que suficiente con ocuparse de sus funciones esenciales e indelegables y no necesita asumir responsabilidades que lo lleven a competir con la iniciativa privada, que siempre estará mejor y más capacitada para desempeñar roles empresariales.
El capitalismo es el peor de los sistemas económicos existentes con exclusión de todos los demás. Ha traído y traerá golpes, caídas y frustraciones. Pero es el único que, además, ha traído el desarrollo. Y también como la vida misma, no es perfecto: es perfectible. Si aceptamos que este sistema no es una promesa idílica de progreso universal sino la “destrucción creativa” que describió el economista austríaco Joseph Schumpeter, veremos que lo mejor que podemos hacer es perfeccionarlo hasta que alguien haga lo que hasta ahora nadie ha hecho jamás: pensar un sistema mejor. Mientras esto no ocurra, la única alternativa real a la destrucción creativa del capitalismo es el caos.

sábado, 4 de junio de 2011

Inmigración y salarios

Recientemente, las autoridades mexicanas hallaron a 513 personas hacinadas en dos camiones remolque que habían pagado 7.000 dólares para ser introducidas ilegalmente en los Estados Unidos. ¿Por qué estas personas estarían dispuestas a pagar tanto, soportando ese tipo de condiciones sólo para ir a trabajar al país del norte? Hay una cruel ironía que lo explica: el mundo se mueve sobre políticas que oprimen a las mismas gentes a las que supuestamente ayudarían. Esto se ve muy especialmente –se refleja en el caso de esos inmigrantes- en el contexto del mercado de trabajo (fábricas, talleres, etc.) y la mano de obra disponible.
Los analistas estadounidenses Benjamin Powell y David Skarbek, famosos por sus investigaciones sobre los talleres de manufacturas conocidos como “sweatshops” afirman en un artículo de la revista Human Rights Quarterly, que si bien dichos talleres se caracterizan por sus duras condiciones laborales (largas jornadas, pagos por hora, etc.) constituyen una válida alternativa para trabajadores inmigrantes, que son los que suelen contratar. Powell sostenía que si sometía a esos talleres a estrictas normas de seguridad y otras exigencias legales, se perjudicaría a los trabajadores. He aquí el por qué: si se encarece el trabajo, las empresas contratarán menos. Hay un sinnúmero de razones por las que un trabajador podría preferir una paga más alta antes que un lugar de trabajo más “seguro,” pero con paga más baja. La remuneración comprende tanto los salarios como las condiciones laborales. Si se obliga a los empleadores a mejorar la seguridad del trabajo, los trabajadores terminarán por percibir menos. Una empresa debe mostrarse competitiva para subsistir en un mercado siempre cambiante. Si se la somete a una maraña de regulaciones legales, no podrán hacer frente a los gastos y el resultado final será que no podrán seguir absorbiendo nuevos empleados. Una empresa que no maximiza sus beneficios genera una combinación más pequeña de nuevos recursos en base a los cuales invertir en el futuro. Menos capital significa una productividad más baja y, por lo tanto, salarios más bajos. Por eso, es preferible que las empresas paguen salarios más bajos ahora para que puedan aumentarlos mañana. Pero eso sólo lo lograrán a su propio ritmo de crecimiento. Las máquinas eficientes funcionan sin que se las sometan a apremios. De la misma manera, la economía debe moverse con toda la comodidad que necesita en el contexto de un mercado libre. Más regulaciones e intervención estatal sólo causan entorpecer dicho movimiento. Por el contrario, el mercado librado a su propia operativa es garantía de progreso y crecimiento real para todos. Como decía Thomas Sowell, “No tengo fe en el mercado: tengo pruebas.”
Una crítica muy peyorativa suele ser que las empresas “grandes” pueden pagar más. En realidad, no pueden hacerlo, porque están compitiendo en un mercado globalmente competitivo por el capital financiero. Si Nike decide absorber los costos pagando salarios más altos que los del mercado y aceptar utilidades más bajas, tendrá problemas para obtener capital en virtud de que los inversores se preguntarán “¿por qué debería aceptar un retorno del 4% anual cuando puedo obtener un 5% invirtiendo en Reebok?”
Los salarios son el resultado de la oferta y la demanda. Las empresas contratarán personal hasta el punto en que el empleo de una hora adicional de trabajo o un trabajador adicional sume más costos que ingresos. Los trabajadores ofrecerán su servicio hasta el punto en que la prestación de una hora de trabajo adicional no justifique la remuneración. Encarecer el trabajo, entonces, hará que las empresas contraten menos.
Hay mucho que se puede hacer para ayudar a los trabajadores de todo el mundo. Por ejemplo, facilitar a las empresas invertir en los países pobres. Esto le brindaría a los trabajadores más opciones y eleva los salarios. Otra política es abrir las fronteras a los inmigrantes. El economista Lant Pritchett afirma que la inmigración abierta aumentaría los ingresos de los pobres de todo el mundo más que cualquier otra política de ayuda que está siendo debatida. Los inmigrantes traen habilidades que son complementarias antes que sustitutivas de las habilidades que poseen los trabajadores locales. Una política de inmigración abierta, sencillamente, va a ayudar a todos.
Más capital invertido en los países pobres significa mayores ingresos para los trabajadores de esos países. Más inmigrantes en los países ricos significan mayores ingresos no solamente para los inmigrantes sino también para los trabajadores nativos de esos países. Si los defensores de los pobres de todo el mundo desean hacer algo que realmente los ayude, deben empezar a trabajar para eliminar las barreras al libre comercio y la libre inmigración.