lunes, 25 de julio de 2011

Cuando el remedio es peor que la enfermedad

La formulación de políticas debe estar basada en una discusión seria y razonada. La política es el arte de determinar si un postulado (ley) tendrá el efecto deseado (virtud, justicia social, progreso, prosperidad, etc.). Henry Hazlitt, el economista estadounidense autor de “La economía en una lección,” escribió: “El arte de la economía consiste en observar no sólo los efectos inmediatos sino también los efectos a largo plazo de cualquier acto o política; consiste en señalar los efectos a largo plazo de dicha política no sólo para un grupo sino para todos los grupos de la sociedad.” En otras palabras, la política es el arte de ver más allá.
Es en ese “ver más allá” donde las políticas de intervencionismo estatal se desmoronan. En su formulación, estas políticas son evaluadas sobre la base de sus intenciones en lugar de sus resultados previsibles a largo plazo y el debate prosigue como si el conflicto fuese puramente sobre cuestiones administrativas u operacionales, como si no se tratara nunca de rumbos opuestos o como si los fines no estuviesen vinculados en absoluto a los medios. Para mantener un debate realmente serio, es necesario centrarse menos en la legitimidad de los fines deseados y pensar más en los medios para lograrlos.
Considérese una cuestión a la que el abanico político de centro-izquierda suele ser muy afecto: la atención médica universal. La misma frase es engañosa porque da por descontado que la aprobación de un mandato de hacerlo dará lugar efectivamente a una atención médica universal. Es cierto que la atención pública se encuentra en muy mal estado prácticamente en todos los países del mundo y nadie niega que necesita ser enmendada. Lo está y lo necesita. Siempre es buena la intención de mejorarla, pero tenemos que ser muy cuidadosos para entender primero qué es lo que ocurre en la fase anterior: los medios. Es una ley de causa y efecto. No podemos concentrarnos en el efecto soslayando alegremente la causa.
¿Cuáles son esos medios? Cuando no permitimos que los precios emerjan libremente, estamos distorsionando los objetivos de la gente y causamos desmotivación en la producción de bienes y servicios. Esto sucede, por ejemplo, en el mercado de la gasolina cuando le imponemos precios máximos y comienza a escasear. Incluso, aún aceptando que la atención médica universal es un objetivo digno y deseable, desde el momento que esta propuesta se abre paso a través del sistema legislativo, se descubrirá que el remedio es peor que la enfermedad: habrá burocracia, favoritismo y deterioro en la prestación del servicio.
La economía de mercado no es más que un parco sistema de señales –el único que existe- para saber cuánto cuesta un determinado producto o servicio. Esas señales, esa información es válida y correcta para todos incluso el estado. El estado no debe decirle al mercado cuánto vale un producto o servicio. El mercado debe decirle al estado cuánto vale. Los argumentos que avocan el intervencionismo y el control estatal en la economía no son válidos. Es así de simple. La clave está en la “mano invisible del mercado” de la que hablaba Adam Smith. Opuesto al “pie visible” del estado que aplasta la iniciativa privada, es un perfecto ejemplo de cuando el remedio es peor que la enfermedad.

lunes, 18 de julio de 2011

¿Qué es la libertad?

La historia del hombre es la aventura constante de nuestra especie en procura de ampliar progresivamente el derecho de los individuos a tomar sus propias decisiones. La historia de Occidente es la de sociedades que han ido ensanchando el ámbito de las personas libres. Poco a poco, se fue arrancando a las monarquías absolutas el poder de decidir sobre todo el conjunto. Dos documentos muy importantes son la Carta Magna sancionada por el Rey Juan I de Inglaterra en 1215 y la Bula de Oro del Rey Andrés II de Hungría de 1222. Son los primeros intentos serios de restringir el poder monárquico hegemónico, y el basamento de los sistemas constitucionales modernos.
Aquellos pueblos necesitaban ser libres. El hombre necesita ser libre. En los sistemas totalitarios, la pena de no ser libre es el silencio.
¿Y qué es la libertad? Es la facultad que tenemos para tomar decisiones basadas en nuestras creencias, convicciones e intereses individuales sin coacciones externas.
La libertad es elegir la religión que mejor se adapta a nuestras percepciones íntimas, o a ninguna religión si no nos representa.
Libertad es relacionarnos con afecto y lealtad con las personas que amamos, y con las agrupaciones o instituciones con que sentimos afinidad.
Libertad es elegir sin interferencias lo que queremos estudiar, nuestro sitio de residencia, el estilo de vida que deseamos realizar, las ideas que mejor de adaptan a nuestra visión particular de los problemas sociales o las que mejor parecen explicarlos.
Libertad es poder elegir las manifestaciones musicales y artísticas que más nos apasionan, sin que nadie nos imponga cuáles debieran ser.
Libertad es poder emprender una actividad económica lícita y usufructuar así los beneficios que se obtienen.
Libertad es libertad para investigar, para generar riquezas, para buscar la felicidad, para reafirmar la personalidad individual en medio de la marea humana, tareas todas que dependen de la capacidad del hombre de tomar decisiones.
Libertad es, en definitiva, la facultad de desarrollar libremente el potencial humano, llevando a cabo nuestros dones y talentos para beneficio nuestro y de quienes nos rodean.
A veces, el ejercicio de esa facultad toma dimensiones heroicas. La historia redunda en ejemplos de opresión, de censura, de persecuciones, de matanzas, de guerras inútiles. Ante las injusticias y los atropellos de las dictaduras, sólo quedaba la vida para defender la dignidad del ser humano.
José Martí decía: “Libertad es el derecho de todo hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía.”
La tiranía nos arrebata el derecho que tenemos a ser honrados, cuando nos obligan aplaudir lo que detestamos y a rechazar lo que secretamente admiramos.
Pero el hombre necesita informarse para saber qué rechaza y qué anhela. A veces, necesitamos equivocarnos para saber quiénes somos. La violencia totalitaria intenta impedir que las personas puedan informarse. ¿Para qué quieren información si todas las decisiones las toma el estado y todas las verdades ya han sido descubiertas?
El estado (así, con minúscula, porque no es Dios para que tengamos que hablar de él con mayúscula) tiene el sagrado e irrenunciable deber de ser el celoso guardián de los innatos dones y talentos humanos, y proveer lo necesario para que el individuo realice su máximo potencial. Vale decir, una estructura de ley y orden en la que cada individuo lo haga. Un gobierno surgido del consenso de los gobernados, con atribuciones señaladas y por un tiempo limitado, es la expresión de la libertad llevada a la práctica, y representa aquellas “evidentes verdades” de las que hablaba Thomas Jefferson: la vida, la libertad y el propósito de la felicidad.
Estos principios articulan perfectamente con otro concepto del mismo Jefferson: “El odio a los tiranos constituye obediencia a Dios.”
Dios sí va con mayúscula. Siempre.

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jueves, 14 de julio de 2011

Los principios fundacionales de las naciones de América

Desde Alaska a Tierra del Fuego, las naciones del hemisferio occidental vieron la luz como entidades constitucionales limitadas. El gobierno nacional tenía unas ciertas facultades enumeradas, mientras que la mayoría de los asuntos (la economía, la agricultura, la industria, la infraestructura civil, la banca, la inmigración, etc.) estaban legados a las provincias o estados, las comunidades y el sector privado. A mediados del siglo XX, sin embargo, un leviatán nacional creció. La mayor parte de aquello a lo que los liberales nos oponemos surgió a medida que la cultura nacional en los diversos países abandonó este constitucionalismo limitado de los albores para abrazar los principios de la social-democracia y el estado de bienestar propios del Viejo Mundo.
Este abandono de los principios constitucionalistas tempranos tuvo como consecuencias el desmedido aumento del estado, la emisión monetaria inflacionaria y las monstruosas deudas externas. La noción de que el estado debía redistribuir la riqueza por igual entre todos pasó a ser el principio dominante.
Estas teorías colectivistas que persiguen poner al estado por encima del individuo van en contra de los principios republicanos fundacionales de la libertad y el gobierno constitucional limitado.
El desplazamiento de la libertad individual por el estado omnipotente es un ideal totalmente contrario a la idea de que la existencia de un gobierno depende del consentimiento de los gobernados y que, cuando se vuelve tiránico, la gente tiene el derecho de alterarlo y suprimirlo. Tales son los conceptos articulados por Thomas Jefferson en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos.
El gradual abandono de estos principios coincidió con la imposición de las teorías colectivistas en los países de América. Estas teorías se ajustan mejor a un régimen totalitario que a un sistema democrático. Aquellos que las rechazan están del lado de los principios fundacionales de las diversas naciones americanas. Los que las aprueban están abrazando, lo sepan o no, la extemporánea ideología del autoritarismo estatista.
Si la tarea, entonces, es desarrollar un auténtico orden social, hay que reinstaurar el orden político que alguna vez hizo florecer a nuestros países. La idea es volver a sus principios fundacionales, aquellos que les dieron impulso y continuidad. Se trata de asegurar la plena vigencia del orden constitucional limitado como base imprescindible para el progreso social y el crecimiento en todos los órdenes en la vida democrática. Y al mismo tiempo, consecuentemente, dejar de lado teorías de estado que favorezcan un crecimiento desmedido del mismo.
Siempre es bueno tener presente el concepto de Benjamin Franklin, “Aquellos que renuncian a la libertad por la seguridad no merecen ni libertad ni seguridad.”

sábado, 9 de julio de 2011

El pensamiento político y la globalización

El pensamiento político y económico que conocimos hasta hace veinte años nació con la Revolución Industrial. Con anterioridad a ese fenómeno, el pensamiento dominante era netamente conservador; vale decir, devoto de las verdades permanentes, estáticas y absolutas.
La Revolución Industrial dio origen a un pensamiento de cambio, progresista y humanista. Por vías del liberalismo, representado por las revoluciones de inspiración iluminista de los siglos XVIII y XIX, se apostó al progreso social vinculado a la idea de un hombre universal. La sociedad industrial de masas, característica de ese período, también sostuvo un pensamiento universal. Sociedad industrial, producción masiva, conquista de la naturaleza, colonialismo planetario, consumismo y pensamiento universal fueron las características de los dos últimos siglos de la Revolución Industrial.
El proceso no estuvo exento de adversidades. El choque entre la era agraria y la ola industrial provocó marginalidad, enfrentamientos, destrucción y muertes. No importa la forma que adquiriese la guerra, ésta fue una constante. La vocación de dominio se extendió enormemente junto con el industrialismo triunfante y sus requerimientos. Es más, la sociedad de masas requirió del auxilio de las clases intelectuales que justificaran doctrinariamente las luchas. Los enfrentamientos ideológicos de los dos últimos siglos estuvieron encuadrados dentro de ese contexto. Liberalismo y marxismo confrontaron en pugnas interiores de la era industrial. Así como las posiciones religiosas o ateas disputan sobre la misma idea de Dios, las luchas políticas que conocimos pertenecen a la misma idea universal del hombre. Pero hoy comenzamos a vivir en un mundo distinto.
Hace no más de veinte años se ha desatado un proceso de cambios vertiginosos que se fue gestando durante el último siglo. Se trata de lo que llamamos “globalización” y que responde a la actual era tecnológica. Cada vez en forma más dinámica y acelerada, se viene realizando una transnacionalización. En la producción de bienes, en la información, en las comunicaciones, en las finanzas, en el orden jurídico, en las decisiones políticas, el mundo está cada vez más interconectado; se está haciendo realidad la premonición de Nietzsche cuando decía “el centro está en todas partes.” Se está abriendo paso a una distinta filosofía del poder que abandona las ideas universalistas y da lugar al reconocimiento de las diferencias como elemento imprescindible para pensar la realidad social. Lejos del “hombre blanco civilizado” que pregonaba Kipling en la Inglaterra victoriana, una cultura de cualquier color y origen tiene algo que decir.
Toda sociedad plenamente humana debe ser capaz de realizar el deseo de todo hombre: alcanzar la felicidad. Las condiciones imprescindibles son el contrato social, fundar instituciones transparentes, favorecer el desarrollo del conocimiento, promover el progreso individual y colectivo y, en suma, alcanzar una sociedad más justa y solidaria.

jueves, 7 de julio de 2011

"¿Dónde estás?"

El hombre es un ser cuya espiritualidad emana de Dios. La moralidad humana desciende del Divino Creador, cuyas leyes no están sujetas a enmienda, modificación o rescisión por el hombre. Si el hombre pierde esta fe, el vínculo con el Creador, ese vacío será ocupado por otra cosa.
A lo largo de la historia, el sustituto para este basamento espiritual del hombre ha sido una creencia en un dios terrenal llamado estado. El escritor ruso Alexander Solzhenitsyn escribió: “Para destruir un pueblo, primero es necesario cortar sus raíces.”
Esas raíces han sido cortadas indefectiblemente. La fe del hombre ha sido redirigida a creer en un redentor social a cuyo amparo –y en esto consiste la verdadera tragedia- se han montado burocracias monstruosas, se han erigido dictaduras delirantes, se han cometido crímenes indecibles. Hitler y Stalin son, sin duda, los ejemplos más aberrantes.
Una firme fundación religiosa es muy importante para la libertad. Thomas Jefferson decía al respecto: “Las libertades de una nación no pueden estar aseguradas cuando hemos removido su único basamento firme, una convicción en la conciencia de los pueblos de que sus libertades son el regalo de Dios.” Por su parte, Benjamin Franklin sugería a la Convención Constitucional de Filadelfia que abriera cada una de sus sesiones con una plegaria. Él pensaba que sólo el espíritu de Dios ayudaría a los delegados a llegar a un acuerdo. La importancia del contenido espiritual en las naciones occidentales es un valor que trasciende los límites de tiempo y espacio para convertirse en un valor atemporal.
En su deseo de promover su filosofía humanista secular usando el poder del gobierno, las políticas de izquierda, surgidas a la luz de un enemigo declarado de la religión, Marx, quieren alterar la herencia de Occidente y quitar la religión de su historia. Su objetivo es erradicar todo vestigio de religión de las instituciones.
La Corte Suprema de los Estados Unidos declaró en cierta ocasión que “somos un pueblo religioso cuyas instituciones presuponen la existencia de un ser supremo.” Y nadie puede negar, en la porción hispánica del continente, el importante rol que la religión ha desempeñado en la exploración de sus territorios, en la fundación de sus ciudades, en la organización social, en las gestas libertadoras llevadas a cabo por los diversos próceres.
Es hora, entonces, de restituir a nuestras sociedades el contenido religioso del que han sido vaciadas, despojadas. Es hora de volver a colocar a la religión en un sitio de honor en la vida de nuestros países.
En Génesis 3:9, Dios pregunta al hombre, “¿Dónde estás?” Es hora de que seamos capaces de responder dignamente esa pregunta.

Las utopías socialistas

Es ciertamente honorable el intento de reducir el hambre, el sufrimiento y la pobreza en el mundo. Pero no es realista esperar que el estado le proporcione a cada individuo la misma cantidad exacta de alimentos y, en la misma y exacta proporcionalidad, vivienda, salud y educación todos los días de su vida. Eso es lo que las utopías socialistas y comunistas intentaron implementar en el mundo en el siglo XX. El elemento más siniestro es que, lejos de lograrlo, lejos de achicar la brecha entre ricos y pobres, estas ideologías acabaron por crear una rígida estructura de clases en la que la clase dominante (la camarilla íntima del poder) se arrogó todo el poder y las riquezas, mientras que el resto de la población pasó a ser su sirviente. Si examinamos las sociedades que intentaron basar el progreso social en autoridades centralizadas y una economía central planificada, más que difícilmente encontraremos algo parecido a la prosperidad ni nada que remotamente refleje una justa distribución de la riqueza.
El fracaso de estas doctrinas de intervencionismo y férreo control estatal se debe fundamentalmente a que se basan en la siguiente falacia: el estado debe asegurar igualdad de resultados. Lo que el estado debe garantizar –de hecho, es su deber hacerlo- es igualdad de oportunidades para todos los habitantes. Garantizar igualdad de resultados es imposible porque la economía se mueve en base a condiciones de mercado que se encuentran en cambio constante y permanente, y humanamente no hay manera de adelantarse a saber cuáles serán esos cambios, cómo y cuándo se darán y en qué consistirán. Esto echa por tierra la noción de que la economía se puede planificar desde el interior de una oficina y expone este “remedio social” como lo que es realmente: una patraña. Y valga la ironía, ¡hasta la construcción de esa oficina dependió de condiciones de mercado que jamás se pudieron planificar desde ninguna otra oficina!
En el socialismo, funcionarios pretenden planificar un vasto e intricado mercado. El resultado es, que al hacerlo, ejercen coerción sobre las decisiones de sus componentes. Desde la posición de privilegio que les otorga sus cargos, fuerzan su propia decisión sobre la decisión del ciudadano. Los programas de intervencionismo socialista son intrínsecamente perversos porque avasallan impunemente el principio de libre albedrío, la facultad de elegir y decidir en libertad. El ser humano progresa cuando puede ejercer plenamente sus facultades creativas y la economía de mercado es simplemente el marco más apropiado para que esto se realice. Las democracias liberales que han adoptado un sistema económico de mercado libre son las únicas sociedades que verdaderamente ofrecen al mundo un ejemplo de prosperidad y oportunidades para el progreso social. Una economía central planificada supone le ruina moral y material de la sociedad que la padece.
No se trata de ser enemigo del estado, pero hay que saber que no es dable esperar gran cosa de él. Es así de simple. Si queremos tener una visión realista del estado, nos conviene verlo como una fuerza regulatoria y limitativa del talento humano y de los recursos materiales de la sociedad.

sábado, 2 de julio de 2011

La democracia

La democracia es el gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.” Estas inmortales palabras que Abraham Lincoln pronunciara en el histórico discurso de Gettysburg eran un mensaje para su tiempo que, en todos estos años, se convirtieron en una enseñanza para el presente y el porvenir.
La democracia no es perfecta: es perfectible. Más aún, no es fácil. En realidad, nadie dijo nunca que lo fuera. Aún así, es el mejor sistema de organización social conocido por el hombre. La democracia es capaz de interpretar la voluntad popular al posibilitar la elección de un gobernante por el voto mayoritario de los ciudadanos.
Pero la democracia no es sólo una forma de gobierno. Es también y sobre todo un estilo de vida basado en el respeto a la libertad y a la dignidad humana. La democracia tiene una concepción política propia. Para ella, lo más importante es la libertad.
La democracia, como forma de gobierno, puede ser directa o indirecta; aunque en este último caso sería tal vez más apropiado llamarla “representativa”. La democracia directa o pura es aquella en que los ciudadanos gobiernan sin tener que recurrir a representantes. Históricamente, el ejemplo más claro de democracia directa son sin duda las antiguas ciudades griegas, especialmente Atenas. Aquellas comunidades eran muy reducidas y homogéneas en las que la totalidad de los ciudadanos, reunidos en asambleas, participaban en el gobierno de la cosa pública. Actualmente la democracia directa se conserva en algunos cantones suizos, pero tiene un valor más simbólico que real.
En la democracia indirecta o representativa, en cambio, los ciudadanos gobiernan por medio de representantes que ellos mismos eligen. La democracia representativa es propia de los estados modernos, donde sería imposible reunir a todos los ciudadanos en una asamblea para deliberar y donde los asuntos públicos son tan complejos. Es el sistema más utilizado en el mundo para dirigir los destinos de las naciones.
La idea de democracia representativa tal como la conocemos hoy nació en Estados Unidos, donde los Padres Fundadores instituyeron el colegio electoral para elegir al presidente y el congreso bicameral compuesto por el Senado y la Cámara de Representantes (diputados). El antecedente más cercano es la Carta Magna sancionada por el rey Juan I de Inglaterra en 1215. Existe también una tercera forma de democracia que podríamos llamar semidirecta o mixta. Es aquella en la que la democracia representativa se combina con ciertas formas de democracia directa como el referéndum, el veto y el plebiscito.
La piedra angular de la democracia es la constitución, ley fundamental de la que se desprenden todas las leyes, las cuales deben estar en concordancia con ella. Dentro del marco de esa constitución, se establecen también las normas por las cuales se elegirán las autoridades, y cómo éstas deben actuar frente a sus cargos. Asimismo sus atribuciones y limitaciones constitucionales que estarán formuladas de manera clara y explícita. Luego, se deberán plasmar derechos y obligaciones de los ciudadanos, iguales para todos. Precisamente, “el sagrado dogma de la igualdad” como lo denominaba Mariano Moreno, es el principio básico de todo régimen democrático. El poder se encuentra distribuido en varias estructuras que actúan de manera articulada y recíprocamente se neutralizan, garantizando que ninguna de ellas adquiera un poder desmedido o indebido. Este es el principio que se conoce como “división de poderes.”
En el contexto de la vida en democracia, la libertad es más que una utopía: es un verdadero poder. Es el poder que el hombre necesita para vencer las arbitrariedades de los gobiernos. Es un poder para que los cargos públicos queden en manos de los representantes que elije libremente, y no sean así patrimonio de ninguna persona, familia, grupo de poder o clase social. En ese mismo contexto, la libertad es también el sentimiento de responsabilidad y colectiva que obliga a los individuos al cumplimiento de sus respectivos deberes.
La democracia consiste fundamentalmente en la aceptación de la voluntad popular. En suma, la definición de Lincoln. Pero también, consiste en aceptar que no hay democracia sin república. Esto es, respeto por las minorías, vigencia del federalismo, libertad de expresión y de prensa, división de poderes, transparencia de procedimientos administrativos, conducta ejemplar de funcionarios, seguridad jurídica, orden público e igualdad de oportunidades. En virtud de todo lo cual, entonces, los destinos de la vida de un país en sus más diversas manifestaciones estarán a cargo de las personas más capacitadas para la función directora, y se garantizará a todos los ciudadanos cumplidores de los deberes cívicos los medios necesarios para que puedan tener una existencia digna.