jueves, 11 de agosto de 2011

El principio constitucional de la división de poderes

La separación o división de poderes es una ordenación y distribución de las funciones del estado en la cual la titularidad de cada una de ellas es confiada a un organismo público distinto. Es el principio en el que se basan todos los sistemas de gobierno actuales y, en la práctica, es el régimen que más se acerca a las instancias de la democracia “directa” utilizada en la ciudad-estado de Atenas, en la antigua Grecia.
La división de poderes se basa en la existencia de tres poderes que se justifican por necesidades funcionales y de mutuo control. Se concibe que, gracias a esta división, se protegen mejor las libertades individuales. Aristóteles, en la consideración de las diversas actividades que se tienen que desarrollar en el ejercicio del gobierno, hablaba de legislación, administración y ejecución de la justicia.
Quienes aparecen como formuladores de la teoría contemporánea de la división de poderes son Locke y Montesquieu. Ambos parten de la premisa de que las decisiones no deben concentrarse en una estructura única de poder, sino que este poder debe estar disperso en diversas estructuras que se controlan recíprocamente por medio de un sistema de contrapesos y equilibrios que en la tradición anglosajona se conoce como “checks and balances.” La primera división que efectúan es separar el poder entre el mando del monarca y las demás corporaciones: ellas son los poderes ejecutivo, legislativo y federativo; aunque Montesquieu sustituye el último término, que Locke vincula con las relaciones exteriores, por la denominación adoptada en última instancia: judicial. En su obra “El espíritu de las leyes,” Montesquieu define al poder a la vez como función y como órgano.
La división de poderes es el objeto principal de los principios constitucionalistas liberales. Este constitucionalismo encuentra así un modelo institucional opuesto al absolutista. Además, esta fragmentación incluye la organización del poder legislativo en el característico congreso bicameral. Sin olvidar, por supuesto, la independencia de la justicia. Todo esto, junto con la existencia de los derechos individuales, pasa a ser un requisito imprescindible para evitar cualquier arbitrariedad del poder público y, por lo tanto, lograr garantías para la autonomía individual de la acción.
Los dos ejemplos más significativos del principio de separación de poderes son las constituciones norteamericana y francesa. En ambos casos, el poder legislativo gozó en principio de primacía sobre el resto de los poderes y se dotó de rigurosa independencia al poder judicial. Posteriormente, se asiste a un desplazamiento del protagonismo hacia el área ejecutiva como consecuencia primordial de la expansión de las diversas tareas y funciones del estado y la evidencia de que sólo el gobierno y la administración son capaces de absorberlas. En Francia, la limitación de la acción del poder ejecutivo, al tener que observar el principio de legalidad, suponía que el parlamento podía controlar el gobierno emanado del rey. En Estados Unidos, por el contrario, el propio jefe de estado es elegido por el pueblo y la tarea, entonces, es la distribución de responsabilidades. En este sistema, el congreso tiene la facultad excepcional de destituir al presidente, y éste de vetar ciertas leyes.
La constitución argentina fue, en principio, una versión “hispánica” de la constitución estadounidense. En ella, el término de gobierno presidencial era de seis años con una sola reelección alterna. La idea era efectuar los llamados “juicios de residencia” para los que eran necesarios contar con un período de intervalo. Sin embargo, con la reforma constitucional del llamado Pacto de Olivos de 1994, se redujo el período presidencial a cuatro años con una sola reelección.

jueves, 4 de agosto de 2011

El drama de los refugiados cubanos

En mi entrada anterior, toqué el tema de Elián González, el pequeño refugiado cubano que acaparó la atención mundial en su momento. En este artículo, quiero analizar en profundidad este fenómeno, el de los refugiados o “balseros” cubanos, un fenómeno que –extrañamente- tiende a ser tomado por la opinión pública con una ligereza que sorprende y que llega hasta asustar.
Se habla de los “balseros” como si fuera un juego del Parque de la Costa y no como lo que es realmente: una tragedia humana de dimensiones inconmensurables. El mismo nombre es engañoso. La imagen que nos evoca un “balsero” es un “aventurero” o un “explorador” navegando feliz y despreocupado en una simple embarcación: una imagen totalmente inocente.
Lo que los cubanos están protagonizando en forma ininterrumpida desde hace medio siglo es la penosa salida de una dictadura delirante ejecutada por un déspota senil que se niega a conceder a sus súbditos la más mínima y elemental de las libertades: irse del país a quienes no comparten sus ideas.
Una vez que Fidel Castro se hubo consolidado en el poder en Cuba, algunos pudieron salir al principio, en aquellos primeros días. Otros, después, con más dificultades. Luego fue mucho más difícil. Con la anuencia soviética, la cortina de hierro comenzó a cerrarse herméticamente sobre la patria de Martí. Irse era ya muy arriesgado. Había que escaparse en botes precarios navegando en mares repletos de tiburones, o colgados de los trenes de aterrizaje de los aviones, porque la desesperación de los cubanos es tan grande que, a pesar de todo, se iban de Cuba. Y se siguen yendo, por supuesto.
Claro que nada es fácil. Una familia que desea escapar se somete a todos los riesgos, a todos los miedos. Con ayuda de los compañeros de viaje, se procura la embarcación: un bote, una balsa hecha a mano, hasta arrancan el tejado de madera de una casa para usarlo como balsa. No hay opción. Todo es bueno. Todo sirve. Unos afortunados han conseguido una lancha a motor. Alguien trae los bidones de combustible. Ya están listos para partir. No hay un minuto que perder. Pero algo salió mal: uno de los miembros de la familia, el hijo adolescente, no llegó a reunirse con el grupo a la hora señalada. Nadie sabe qué le pasó. ¿Fue detenido? ¿Alguien lo delató? Y el dilema es esperarlo –y arriesgarse a ser descubiertos- o partir inmediatamente de acuerdo al plan. Pasan unos pocos minutos que parecen horas. El resto del grupo empieza a presionar a los padres: tenemos que irnos, no podemos perder más tiempo, ustedes pueden quedarse si quieren, nosotros ya nos vamos. Y se van todos. Porque es tan grande la desesperación, el sistema comunista los asfixia de tal manera que se van de todos modos, así queden despedazados sus corazones al igual que los núcleos familiares.
Este éxodo incesante a través de medio siglo debiera decirle algo al mundo entero, pero no, por cierto, la explicación que una vez dio el periódico Granma, que dijo que las personas que desean abandonar la isla eran “delincuentes, lumpens, antisociales, vagos y parásitos” y “homosexuales, aficionados al juego y a las drogas que no encuentran en Cuba fácil oportunidad para sus vicios.”
La explicación, definitivamente, son estas declaraciones que un ingeniero cubano residente en Key West, Florida, efectuara hace algunos años ante las cámaras de televisión: “Cubanos que son simples operarios tienen en este país mucho más de lo que los profesionales podemos tener en Cuba. Entonces, abramos los ojos, no es el capitalismo el que explota al hombre; es el comunismo, que nos pone a todos al servicio de una reducida oligarquía: los funcionarios del partido, empezando por Fidel. Ellos son los únicos que pueden defender el comunismo, porque son los únicos que sacan partido de él.”
Cada tanto, vemos por televisión multitudinarias manifestaciones en las que millones de cubanos se congregan junto a Fidel Castro brindándole su adhesión. Uno no puede menos que preguntarse, ¿van a la plaza porque están realmente de acuerdo con el gobierno o porque se controla la asistencia, amenazando con retirar la tarjeta de racionamiento a los ausentes?
El ser humano progresa cuando puede ejercer plenamente sus facultades creativas y cuando tiene derecho a la propiedad de lo que ha producido o recibido en compensación por su trabajo. El drama de los refugiados cubanos representa a gentes que creen en algo más grande que ellos mismos, y lo creen tanto que están dispuestos a arriesgar la vida navegando en botes, balsas, lanchas y literalmente cualquier cosa que flote, como un tejado de madera. Reclaman para sus vidas eso que en Cuba les está vedado: la oportunidad de progresar. Por eso, Granma se equivocó en su enfoque sobre el tipo de “oportunidad” que hay en Cuba. Oportunidades para el vicio hay de sobra. La prueba está en que Fidel Castro todavía vive ahí.

lunes, 1 de agosto de 2011

La libertad y la felicidad

Son las 4 de la mañana del 22 de noviembre de 1999 en Cárdenas, una localidad de la costa norte de Cuba. A bordo de una lancha de aluminio impulsada por un motor precario y defectuoso, un grupo de 14 refugiados emprende la travesía que los llevaría a las costas de la Florida, Estados Unidos. No logrará su cometido. Durante el trayecto, esa lancha es sorprendida por una tormenta y 11 de sus ocupantes mueren ahogados. Los 3 sobrevivientes, dos hombres y un niño que aún no había cumplido seis años, se aferran a un neumático como única posibilidad de salvación. Durante dos días, a merced de las olas y bajo el ardiente sol tropical, quedan librados a su propia suerte hasta que el 25, el día de Acción de Gracias, son avistados por unos pescadores unas millas al este de Fort Lauderdale. Los sobrevivientes son rescatados por estos pescadores y el niño, Elián González, es inmediatamente puesto a disposición del Servicio de Guarda Costas de los Estados Unidos.
La comunidad cubano-estadounidense estaba conmovida. Algunos comparaban al pequeño Elián con Moisés y otros con Jesús. Una residente de Miami declaró al Washington Post, “Elián es una señal de Dios diciéndole a la comunidad exiliada: ‘No los he olvidado.’” Cualquier cosa que pudiera pasar después, agregaba, estaba “en las manos de Dios.”
El asunto se politizó enseguida. En Cuba, la batalla por el regreso del niño fue transformada en prioridad de estado. Las siempre tensas relaciones con Washington temblaron de nuevo y Fidel Castro en persona encabezó una campaña patriótica sin precedentes desde los días de la revolución. Millones de cubanos fueron movilizados en torno a la nueva causa nacionalista. En Estados Unidos, los grupos del exilio lo convirtieron en una divisa anticastrista y batallaron sin tregua ante los tribunales para que el niño se quedase en Miami con unos familiares que ya estaban radicados allí. Puesto que la madre de Elián, que lo acompañaba en la lancha, había muerto en el naufragio, la maraña judicial sólo podía hacerse más compleja. Hubo manifestaciones frente a la casa donde Elián vivía con sus familiares, y eso fue convertido en un circo mediático de alcance internacional.
Finalmente, agentes del FBI sacaron por la fuerza a Elián de la casa de sus familiares en Miami. Juan Miguel, su padre biológico, que lo reclamaba desde Cuba, había ganado la batalla judicial y el niño fue enviado de regreso a su país natal a vivir con él.
Hubo pirotecnia de opiniones desde la izquierda hasta la derecha. Y vale la pena tratar de entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el drama de un pequeño de cinco años solo en el mundo flotando en un neumático en pleno océano al rayo del sol.
La revista Newsweek, reconocida como “liberal” (en el sentido norteamericano) nos da una pista para entender esto. En aquella ocasión, publicó lo siguiente: “Ser un niño pobre en Cuba puede, en muchas instancias, ser mejor que ser un niño pobre en Miami. Cuba es una sociedad más pacífica que atesora más a sus niños.” Por su parte, un noticiero de la televisión cubana reproducido luego por la cadena CBS reportaba a un cubano que declaraba: “Pienso que los niños en Estados Unidos no pueden tener una vida similar a la que tienen en Cuba, porque hemos estado viendo por televisión, por ejemplo, que ha habido muchos tiroteos hasta en las escuelas. Así que yo pienso que la educación aquí en Cuba es buena.”
Es en este punto en que los intelectuales progresistas reivindican la sociedad cubana como libre contrastándola con los países latinoamericanos sometidos al peso de las ignominias sociales. ¿Acaso queremos tiroteos en las escuelas? No hay tiroteos en las escuelas cubanas. ¿Acaso queremos el analfabetismo? En Cuba ha sido definitivamente erradicado. ¿Acaso queremos deficiencias en la atención médica? En Cuba, la salud pública cubre todo el país y alcanza a toda la población. ¡Aquella es la verdadera libertad!
Yo voy a disentir.
La libertad no significa caminar únicamente por campos “felices.” Esto resulta particularmente duro de aceptar y entender porque va en contra de un ideal en el que cualquiera de nosotros, de izquierda o de derecha, creería: la libertad y la felicidad van juntas, son las dos caras de la misma moneda. Pero no lo son. Quiero decir, no siempre. La libertad y la felicidad pueden darse juntas; pero también, separarse y tomar rumbos diferentes, a veces hasta diametralmente opuestos, y esto coloca al hombre en la disyuntiva de elegir. Es cierto que Cuba ha dado pasos muy importantes en erradicar el analfabetismo, difundir los deportes, y poner la medicina, los libros y las artes al alcance de todos, pero también es cierto que ha montado una estructura de poder omnímodo y sofocante. En ese sentido, Cuba ha optado por la “felicidad” de su pueblo. La antítesis es que se ha apartado del principio de la libertad.
En esa estructura de poder, la posibilidad de elegir está reducida a cero. Quien quiere eligir algo distinto de lo que el sistema ha programado para él (leer los libros que quieran, decir sin miedo lo que piensan, estar o no de acuerdo con el gobierno, repetir o no sus consignas, reunirse libremente, peticionar a las autoridades, votar por el partido que deseen, entrar y salir libremente del país, usar y disponer de la propiedad privada) es un traidor, un enemigo de la revolución que no quiere aceptar la “vida feliz” que se le impone. ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno que nos enseña a leer y escribir, nos da salud, trabajo y educación, y nos redime de los males sociales que pesan sobre los otros países de América?
El hecho de que en las otras sociedades haya muchas más opciones para elegir –es decir, de pensar distinto a los demás, de cambiar de trabajo o domicilio, de disentir o aun de combatir el sistema- no significa que la felicidad esté garantizada. En la práctica no es así, obviamente, pues ello depende en última instancia de las posibilidades reales de cada individuo (educación, aptitudes, entorno familiar, etc.). Pero eso las hace, al menos potencialmente, más próximas de aquella utopía en la que el ser humano será libre… y feliz. En estas sociedades, el poder no está concentrado en una sola estructura sino dispersado en varias que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen –mayor o menor- de autonomía a los individuos y, al mismo tiempo, es una fuente de conflictos a todo nivel. En Miami hay tiroteos y libertad. En Cuba, ninguno de los dos. Queda en la conciencia de cada uno de nosotros determinar cuál de las dos alternativas representa el mal menor.
De lo expuesto, no debe inferirse que debamos resignarnos a convivir con la violencia y las injusticias sociales que azotan nuestras sociedades. Tenemos que ponernos de acuerdo en la manera en que vamos a enfrentar estos problemas tan serios. Juan Bautista Alberdi decía que las soluciones a los problemas de la libertad surgían de la misma libertad. Nada más lejos de eso que el régimen cubano.
Y en definitiva, el infierno cotidiano de escasez, racionamiento, censura, vigilancia, persecución, encarcelamientos y fusilamientos que ese gobierno está causando a sus súbditos desde hace 52 años, nos hace dudar mucho que nadie –mejor dicho, nadie que no sea un cínico- pueda hablar honestamente de algo que remotamente se parezca a la felicidad en ese país. ¿Dónde atesoran más a los niños? ¿En qué instancias ser pobre en Cuba puede ser mejor que ser pobre en Miami?
La respuesta está en una pobre lancha de aluminio en la que 14 alfabetizados cubanos apelotonados como sardinas, moviéndose a las 4 de la mañana como ladrones para no ser descubiertos, escapan horrorizados de un feliz paraíso socialista en busca de un país donde no saben si encontrarán felicidad, pero sí saben que encontrarán libertad.

El día que estuvimos en California

Hipólito Bouchard fue un militar y corsario francés que luchó al servicio de las Provincias Unidas del Río de la Plata y del Perú. Radicado desde muy joven en Buenos Aires, tomó parte activa en la Revolución combatiendo a las órdenes de Juan B. Azopardo, el almirante Brown y el general San Martín. Se caracterizó por tener un duro carácter que lo llevó a protagonizar varios incidentes con sus tropas y a tomar severas represalias contra quienes se le insubordinaban. En su personalidad, primaban su valentía y un gran espíritu combativo. Liberal y antimonárquico, fue fiel defensor de la causa de la independencia argentina poniendo a su disposición sus vastos conocimientos navales.
Luego de participar en el combate de San Lorenzo, se embarcó en la aventura que lo llevaría a circunnavegar el mundo comandando operaciones de corso, de combate y otras acciones en Madagascar, Indonesia, Filipinas, Hawaii y, finalmente, California. Al mando de la fragata La Argentina, llega a las costas de Monterrey el 20 de noviembre de 1818. La idea del almirante Brown era hostigar el comercio marítimo realista español y obtener recursos pecuniarios. El objetivo era tomar esa población, que en aquel entonces era una pequeña aldea destinada a padres franciscanos. Debido a su emplazamiento, Monterrey estaba aislada de la civilización por el desierto que la rodeaba, por lo cual la única vía de acceso era el mar. Bouchard llegó acompañado por un total de aproximadamente 200 hombres armados con lanzas, fusiles y algunos cañones.
En la madrugada del 24 de noviembre, Bouchard ordenó a sus hombres entrar en combate. Desembarcaron en las proximidades del fuerte de Monterrey, en una caleta oculta detrás de una colina. La resistencia del fuerte fue muy débil, y tras una hora de combate fue enarbolada la bandera argentina. “A las 8 horas desembarcamos, a las 10 era en mi poder la batería y la bandera de mi patria tremolaba en el asta de la fortaleza,” dice la escueta, pero colorida bitácora. Así, los argentinos tomaron la ciudad durante seis días en los que se apropiaron del ganado, quemaron el fuerte, el cuartel de los artilleros, la residencia del gobernador y varias casas de españoles junto a sus huertas y jardines.
El 29 de noviembre zarparon de la bahía de Monterrey dirigiéndose hacia un rancho llamado El Refugio, y sin encontrar resistencia, se apoderaron de los víveres y sacrificaron el ganado. Algunos milicianos esperaban en los alrededores esperando que alguno de los hombres de Bouchard se separara para tomarlo como prisionero. De esta manera, capturaron a un oficial y dos marineros. Bouchard los esperó durante todo el día 6 de diciembre, creyendo que se habían extraviado. Finalmente, decidió partir a Santa Bárbara, donde posiblemente los tuvieran apresados, no sin antes incendiar el rancho. Tras llegar a Santa Bárbara, el corsario envió un emisario al gobernador para proponerle un intercambio de prisioneros. Después de la negociación, los tres hombres capturados fueron liberados y Bouchard debió entregar un prisionero, “el borracho Molina, del que nos hubiéramos librado a cualquier precio.”
El 16 de diciembre, se dirigieron a la misión de San Juan Capistrano, donde solicitaron víveres a los oficiales realistas. Ante la negativa a este pedido, Bouchard decidió mandar a 100 hombres a tomar el pueblo. Tras una breve lucha, los corsarios se llevaron algunos objetos de valor e incendiaron las casas de los españoles. El 20 de diciembre, zarparon a la bahía Vizcaíno, y luego de algunas operaciones en la costa mexicana, emprendieron el regreso hacia Valparaíso, Chile, donde Bouchard se uniría a José de San Martín para colaborar con su campaña libertadora.
Surge la controversia entre los diversos historiadores sobre si catalogar a Monsieur Bouchard como “corsario” o “pirata.” Está claro, como vimos, que sus acciones no se caracterizaban precisamente por el tacto y la diplomacia. Acaso su capacidad, su lealtad, su honestidad de convicciones y su innegable servicio a la causa de la independencia nacional son los factores que lo exoneran definitivamente de todo juicio peyorativo. Si la resolución era hostigar a los españoles allí donde estén, ese objetivo podía darse por cumplido. La presencia española en el océano pacífico era muy importante en esos días, y era primordial debilitarlos como una estrategia para el logro de nuestra independencia.
Y de esta manera, California fue potestad y dominio argentino dando lugar a los hechos mencionados. Resulta ciertamente extraño y conmovedor pensar que en lo que hoy es la quinta unidad económica del mundo, flameó alguna vez la bandera argentina. Recovecos y vericuetos de la historia, si los hay. Los yankis fueron a la luna y nosotros, a California. Es la diferencia entre lo que hace un país del primer mundo y uno del tercero.