sábado, 17 de diciembre de 2011

Cuando Stalin va por dentro

Un profesor y su alumno dialogan contemplando el cuidado césped de la universidad de Eton. Es 1920, y ambos ignoran que años después de abandonar ese prestigioso colegio inglés habrían de describir sus visiones del futuro. Aldous Huxley, el profesor, publicará en 1932 “Brave New World” (Un mundo feliz). Eric Blair, más conocido como George Orwell, es el otro joven que en 1949 conmoverá al mundo con su obra más recordada: "1984."
Orwell anticipa los peligros de una sociedad totalitaria en la que el estado concentra cada vez mayor poder. Para simbolizar la opresión, imagina un Gran Hermano, metáfora de Stalin, que controla la vida cotidiana de los hombres llegando a intervenir hasta en las esferas más íntimas de los sentimientos. Orwell publicó su obra en un momento en que la Unión Soviética rivalizaba palmo a palmo con los Estados Unidos y no era nada aventurado pensar que el comunismo acabaría por imponerse en el mundo entero. Esa fue una de las más poderosas metáforas de la literatura universal para describir las consecuencias del control de todas las actividades humanas por el poder.
Huxley aborda la cuestión desde un punto de vista diferente: el vaciamiento de contenidos. En su profecía, el hombre vive rodeado de lujos e inmerso en el placer, pero vacío culturalmente y devastado espiritualmente. Mientras Orwell alerta sobre quienes nos privarán de la información, prohibirán libros o nos ocultarán la verdad, Huxley sugiere que no será necesario prohibir libros porque a nadie le interesará leerlos ni ocultar la verdad porque nadie intentará siquiera encontrarla.
La profecía de Orwell no se ha cumplido. Los regímenes totalitarios del mundo cayeron uno tras otro. Lo que no podemos permitir ahora es que se cumpla la profecía de Huxley.
No podemos permitir que no haya voces críticas. No podemos permitir que no se genere conciencia. No podemos permitir que no se tenga análisis, discernimiento, juicio o pensamiento crítico. No podemos permitir que los medios de comunicación sigan envileciendo la cultura y degradando el espacio audiovisual. No podemos permitir que el diálogo público no supere el grado más superficial. No podemos permitir que la política se convierta en un simple pasatiempo. No podemos permitir que las instituciones caigan en un descrédito cada vez más grande porque la política, de hecho, se ha convertido en un simple pasatiempo. No podemos permitir, en suma, este vaciamiento de contenidos que pareciera ser el signo distintivo de la época actual.
Es manifiesto el deterioro de la educación en los tiempos actuales. Es manifiesto el vocabulario cada vez más limitado que los jóvenes, en especial los adolescentes, emplean, con lo que se logra limitar el radio de acción de la mente y, así, hacer a las masas más vulnerables a la manipulación. El vaciamiento de contenidos devasta al ser humano porque le impide crecer, le impide enriquecerse. Nadie puede crecer en base a contenidos cero. Los contenidos nos enriquecen interiormente.
H. G. Wells decía que la historia humana se está convirtiendo en una carrera entre la educación y el desastre. Un hombre sin educación es más vulnerable a la manipulación porque al carecer del mundo interior que ella construye, pierde autonomía.
Lamentablemente, todo parece indicar que el “mundo feliz” está aquí. Estamos asistiendo a una nueva dictadura, la del vaciamiento interno. Es una nueva forma de perder la libertad, un “estalinismo” que va por dentro, una prisión invisible. Menos evidente, más moderna y más sutil, pero no por eso menos terrible. Derribaremos sus muros cuando decidamos enriquecernos, ahora por dentro.

El modo perfecto de que el Gran Hermano te vigile

En 1762, Jean-Jacob Rousseau publica su célebre “Contrato social” según el cual el pueblo consiente en delegar el poder en ciertos magistrados electos por tiempo determinado, cuyas atribuciones son limitadas y que se encuentran sujetos a una fiscalización constante y permanente por la ciudadanía. A menos que el pueblo considere que los actuales gobernantes son legítimos, el pueblo no tolerará la continuidad del régimen en el poder. En realidad, no tiene ninguna necesidad de tolerarlos porque cada vez que se hastían, las masas populares tienen el poder de cambiar el régimen a través de las elecciones.
Esta consideración pareció tener sentido durante mucho tiempo como un elemento crítico del análisis político. Y aún hoy lo tiene. Sin embargo, ciertas tendencias de larga data han debilitado progresivamente la fuerza de este análisis. El elemento principal de estas tendencias es el tremendo crecimiento del número de personas y de su proporción en la población que dependen directa o indirectamente de los beneficios estatales en un grado sustancial.
En los Estados Unidos, por ejemplo, una de cada tres personas depende de alguna manera
de los casi cuarenta programas federales importantes que van desde seguro de desempleo y asistencia para la vivienda hasta beneficios de educación universitaria y subsidios agrícolas. Sin mencionar el complejo sistema de asistencia médica conocido como Obamacare, sancionado en marzo del año pasado.
Aquellos que dependen de los programas gubernamentales para percibir una parte importante de sus ingresos y hasta para la misma subsistencia tienen participación cero en el contrato social que nos legara Rousseau, y tampoco ejercen virtualmente peso alguno en oposición a los gobernantes de turno. Su dependencia de los beneficios gubernamentales los neutraliza eficazmente en lo atinente a su oposición al régimen de cuya asistencia dependen para subsistir mes tras mes, año tras año. Y este ciclo de dependencia causa que estén literalmente condicionados para seguir favoreciendo la continuidad y ampliación de estos programas de estado; es decir, para seguir votando a los funcionarios que habrán de instrumentarlos elección tras elección.
A medida que las filas de aquellos que dependen de los programas del gobierno siguen creciendo, la necesidad de los gobernantes de cumplir con el contrato social disminuye. Las condicionadas masas temen perder los beneficios de los planes del gobierno. El voto se convierte en una prenda de cambio. Votos a cambio de beneficios sociales es la perversa ecuación. El estatismo es intrínsecamente perverso y siniestro porque lo único que busca es la entronización de una clase política dirigente. Los amos saben muy bien que las ovejas no atrancan el campo en el que los pastores están haciendo posible que coman y sobrevivan. Toda persona que se torna dependiente del estado es una persona menos que podría actuar de alguna manera posible para contrarrestar el régimen existente. Por eso, los gobiernos modernos han ido mucho más allá del “pan y circo” de los romanos y empleando esa misma demagogia (sólo que mucho más proporcionada) se han convertido en figuras muy similares a la de aquel Gran Hermano de la fábula de Orwell que intervenía en cada aspecto de la vida de los súbditos y los aplastaba con su estructura de poder omnímodo y sofocante.
Y en el proceso de hacerlo, en el proceso de intervenir, controlar, subsidiar, regular y estatizar, los gobiernos dijeron a los pueblos que eso era bueno. Los convencieron de que el objetivo era ayudar a los pobres. Creo que la idea era “ayudarlos” a que sigan siendo pobres siempre para asegurar que todo riesgo de oposición quede neutralizado.
En tales circunstancias, no sorprende que los únicos cambios significativos que se producen en la composición de las clases políticas sean un perfecto ejemplo de la máxima de Mariano Moreno: “Si los pueblos no se ilustran, cambiarán de tirano pero no de tiranía.”

miércoles, 14 de diciembre de 2011

El verdadero sentido de la economía

Una de las razones por las que las ideologías de intervencionismo estatal (léase socialismo) están destinadas al fracaso es que confunden causa con efecto. Cuando hay desempleo, estas políticas buscan frenéticamente la creación de nuevos puestos de trabajo. Es ciertamente honorable el intento de aumentar el empleo, y no se trata de restarle importancia a una situación de desempleo cuando ésta tiene lugar. Pero tenemos que ser muy cuidadosos en entender primero qué ocurre en la fase anterior: la producción de bienes y servicios. Es una ley de causa y efecto. No podemos fijar la vista en el efecto soslayando alegremente la causa.
El verdadero sentido de la economía no es crear empleos. Si de crear empleos se tratara,
todo lo que el gobierno tendría que hacer es mandar a construir cien pirámides en el desierto. Eso va a crear trabajo para mucha gente. O mil pirámides.
Así, estas políticas van al efecto, no a la causa real del problema. El verdadero sentido de la economía es producir bienes y servicios. Es en la producción de bienes y servicios que se efectiviza la creación de nuevos puestos de trabajo, ya que se hará necesaria la participación de quienes han de desempeñarlos.
Ahora bien, ¿quién determina cuáles bienes y servicios serán producidos, de qué manera se colocarán al alcance de los consumidores y cómo serán distribuidos en las comunidades, entre otros factores? La economía de mercado no es más que un parco sistema de señales que da la respuesta a todo eso. El mercado, en sí mismo, es un contrato social, una abstracción representada en la práctica por millones de participantes que interactuando a diario dan estas señales, las que permiten saber qué artículo será producido en el mercado, qué características tendrá y qué precio va a tener.
El eminente filósofo y economista escocés Adam Smith, uno de los pilares del pensamiento liberal contemporáneo, autor de La Riqueza de las Naciones, escribió: "Los controles estatales sobre la economía desvían al comercio de sus cauces naturales. Así se retarda, en lugar de acelerar, el progreso de la sociedad hacia una riqueza y grandeza verdadera y disminuyen, en lugar de acrecentar, el valor real del producto anual de sus tierras y del trabajo. Cuando todos estos sistemas desaparecen, el sistema simple y obvio de la libertad natural se establece espontáneamente."
Al realizarse de esta manera la producción de bienes y servicios, la toma de empleados será un corolario, una consecuencia de una causa previa. Esa causa, luego, es la producción de estos productos y servicios útiles y necesarios que serán requeridos por quienes los compren.
Las políticas estatistas, simplemente, rechazan la noción de que la economía se mueve en base a desiciones que cambian constantemente, ya que esas decisiones son tomadas libremente por los ciudadanos interactuando en el marco de un mercado que se mueve en formas elaboradas y complejas que van mucho más allá de cualquier planificación estatal. La aptitud para operar libremente en el mercado, basándose siempre en la claridad y la transparencia institucional, es lo que explica el progreso, la paz social y el bienestar para todos. Por el contrario, el estatismo es el responsable de instalar un mito neo-populista de intervencionismo que lo único que trae es atraso, declinación y caos mientras busca instaurar un modelo colectivista de nación.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Todo aumenta con Cristina

Un modelo económico que aumenta el empleo parece estar fuera de toda discusión. Nadie está en contra de la inclusión social. Sin embargo, cuando ese crecimiento trae aparejado el aumento de factores totalmente negativos, se pone en tela de juicio la legitimidad del proceso en sí.
La crónica del gobierno kirchnerista en la Argentina, en efecto, confirma esta aseveración. En vez de corregir desigualdades, el kirchnerismo las ha intensificado. Ha aumentado la inflación, la deuda externa, la inseguridad, el narcotráfico, la marginalidad, el despilfarro, la corruptela, el clientelismo político, las prebendas de unos pocos a costa de los gobernados, la extorsión al ciudadano a base de altas tributaciones, tarifas costosas y servicios públicos deficientes, y como consecuencia de todo lo anterior, la desconfianza del ciudadano hacia las instituciones. El kirchnerismo bien puede ser recordado como la Edad de Oro del Aumento en la Argentina. No hay nada que no haya aumentado con Néstor y con Cristina. Sin mencionar, por supuesto, el peculio de nuestra actual jefa de estado.
¿Y quién se beneficia en esta “época de oro de los aumentos?” Es fácil saberlo: un pequeño número de empresarios sobreprotegidos que deben su fortuna a mercados cautivos y a toda una maraña de regulaciones gubernamentales que los favorecen, una oligarquía de políticos clientelistas, una aristocracia sindical obsecuente del gobierno y, por supuesto, la runfla de burócratas surgida como hongos después de la lluvia a la sombra del mismo gobierno. Mientras tanto, la galopante inflación continúa causando estragos a todo nivel.
Asimismo, preocupa la falta de una justicia verdaderamente independiente en un país donde algunos magistrados actúan más bien como secretarios del poder de turno.
Cristina Kirchner inicia hoy su segundo mandato presidencial. Estos cuatro años van a ser cruciales para una Argentina en un mundo con tan severos índices de recesión y desocupación. Para asegurar las bases y condiciones que garanticen un crecimiento sostenido en un marco de estabilidad jurídica, es menester apuntalar los contenidos que hacen a la vida institucional en democracia; a saber, el cumplimiento de la ley, el funcionamiento transparente de las instituciones, el equilibrio de poderes y la publicidad de los actos de gobierno o bien la obligación de rendir cuentas de la gestión, factores éstos que no debieran verse como quimeras sino, simplemente, como elementos inherentes a todo régimen democrático independientemente de su grado de consolidación. Por el contrario, hay que evitar a toda costa la concentración de poder en la figura presidencial a la cual tan afecta parece ser el modelo iniciado por él (perdón, ÉL) y que en estos ocho años ha dado como resultado el descrédito en que han caído los aparatos partidarios, la tendencia a pensar la política como algo que concierne sólo a los que hacen de ella una profesión, los embates contra la libertad de prensa, la manipulación de la historia, la centralización del poder en desmedro del federalismo, el deterioro de la infraestructura y, en definitiva, la apatía cívica y una marcada presunción de que las decisiones se toman a espaldas del ciudadano.
Es muy positivo que aumente –y lo siga haciendo- el empleo. Pero ese logro debe capitalizarse con otros elementos igualmente favorables. El signo esperanzador del aumento del empleo, la construcción y el mercado interno debe basarse en la convicción de que la democracia no se construye de un día para el otro sino gracias a la continuidad de ciertas reglas de juego que no deben alterarse por los sucesivos cambios de gobierno. Alberdi nos hablaba de “elevar” a nuestros pueblos a la altura de las formas republicanas. La vigencia de las instituciones es, por lo tanto, la garantía para generar consensos, para pactar reglas de convivencia, para corregir hábitos hostiles a las instituciones libres y para renovar la confianza de los ciudadanos en aquellos políticos que todavía creen en la política como un servicio a la comunidad.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Otro ladrillo en la pared

Los graves incidentes registrados en la madrugada de hoy frente al edificio de la Legislatura Porteña mientras se votaba el proyecto para reemplazar el actual sistema de designación de docentes nos ilustra hasta que punto la educación pública en la Argentina es una de las muestras más cabales de su propia decadencia. Educación transformada en formación doctrinaria del populismo izquierdista. Colegios como el Pellegrini o el Nacional Buenos Aires, emblemas hace algunas décadas de exigencia y trabajo, han sido convertidos en simples comités políticos formadores de cuadros marxistas. Docentes rompiendo vallas de contención, tirando piedras a la policía, golpeando a una legisladora no merecen llamarse docentes sino idiotas útiles. ¿Qué autoridad puede tener un "profesor" que se encapucha el rostro, que tira piedras, que derriba vallas de contención y que le pega a una mujer? El solo pensar que los alumnos de hoy serán los dirigentes del mañana preocupa que la instrucción y el ejemplo que reciben de sus maestros les distorsione su postura ante la vida. Cuando vemos, además, como en este caso, que grupos de personas que en supuesta "defensa de la democracia" atacan las instituciones básicas de la misma, estamos asistiendo a un hecho tan lamentable como recurrente: en la Argentina actual está virtualmente legalizado que sectores políticos o sindicales de los más diversos orígenes mantenga sitiada una institución, una ciudad y -por qué no- hasta el país entero buscando legitimidad para sus más diversos reclamos. Y lo peor es que esa mentalidad suele encontrar eco en las altas esferas políticas, que se supone deben tener un rol ejemplar en cuanto a marcar las pautas de la convivencia civilizada en democracia.
La Argentina llegó a ser grande por un conjunto de valores claros y transparentes: la familia, la escuela, el trabajo, la palabra empeñada, la voluntad de grandeza aún en el disenso. Por el contrario, las conductas antisociales como las registradas anoche desvalorizan el espacio social y tergiversan el tejido social mismo. El país debe volver inmediatamente a estos valores que lo formaron y engrandecieron y que, no por casualidad, son los mismos que enriquecerán grandemente a la sociedad si se los vuelve a poner nuevamente en práctica.
Desde su obra The Wall, la banda Pink Floyd realiza una severa crítica al excesivo autoritarismo del sistema educativo inglés de la época de posguerra, tal como se ve reflejado en el tema "Otro ladrillo en la pared." La alternativa al autoritarismo no es el caos. Ambos extremos son insanos.
No es bueno no pensar, no reflexionar, no medir las consecuencias, hacer algo simplemente porque el otro lo está haciendo aunque sea de una demencia total como estos hechos que lamentablemente, insisto, llegan a ser "normales" en un país que parece haber perdido todo sentido no sólo de sus valores sino también de su dignidad.
¿Qué fue lo único que se logró? Que cada vez más padres porteños hagan denodados esfuerzos para ahorrar peso sobre peso y así poder anotar a sus hijos en escuelas privadas donde profesores capacitados instruirán responsablemente a sus educandos.