martes, 26 de abril de 2011

Una visita al FMI

Si algo ha hecho famoso al Fondo Monetario Internacional en los últimos sesenta y tantos años, han sido las manifestaciones públicas de repudio que sus empleados y expertos han recibido cada vez que acudían a un país a recomendar o supervisar un proyecto de estabilización o saneamiento económico. “El Fondo Monetario Internacional es el cancerbero del dólar yanki,” dijo una vez el Che Guevara. (¿Alguna vez habrá tenido un problema con un cancerbero de Afrika o de Mau-Mau y eso le causó un trauma?)
Pero ¿qué es realmente el Fondo? ¿En qué consiste esta organización tradicionalmente vista como el hambreador y explotador supremo de los pueblos? ¿Es el embajador universal de Satanás? ¿Es una conspiración de todos los diablos del infierno para someternos a nosotros? ¿Quién lo controla realmente? ¿Una raza de reptiloides extraterrestres? ¿Los Ellos de El Eternauta? ¡Qué no se endilga al Fondo! Es el causante de todas las hambrunas, inflaciones, recesiones, golpes de estado, corralitos, guerras, inundaciones, tsunamis, terremotos y cualquier clase de tragedia que tenga lugar al sur del Río Grande. Hasta debe ser el culpable de que la Selección Argentina no pase los cuartos de final en la Copa del Mundo. Este ensayo tiene por objeto desmitificar a un organismo sobre el cual se han tejido muchas fábulas ciertamente explotadas con fines políticos.
Sin duda, el aspecto más sorprendente del Fondo es que uno de sus fundadores, Harry Dexter White, era un comunista, del que existen pruebas de que en la década del ‘40 pasaba información confidencial al partido comunista norteamericano que, a su vez, la hacía llegar a Moscú. White era un alto funcionario del Tesoro de los Estados Unidos en la administración Roosevelt, a quien se encargó que diseñara un plan de reforma del sistema monetario internacional para ser aplicado una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. En los años finales de la contienda, White mantuvo largas discusiones con el representante británico que era nada menos que John Keynes, quien había diseñado también un proyecto de reformas que tenía algunos puntos de discrepancias con el de White. Finalmente, prevaleció el plan norteamericano conocido, precisamente, como “Plan White,” que sirvió de base a los históricos acuerdos de Bretton Woods de 1944, uno de cuyos resultados fue justamente la creación del Fondo Monetario Internacional al año siguiente.
El mundo recién salía de la guerra más cruenta que hubiera conocido jamás, y a continuación venía el trance de la penosa recuperación económica. La idea era que este organismo funcionara como un canal de los fondos recibidos hacia un destino determinado según las necesidades monetarias; fondos que no eran ningún maná caído del cielo, sino que eran el resultado de la producción económica. Con el tiempo, el FMI fue volcando su mayor caudal de dineros a países conocidos hoy como subdesarrollados. América Latina se convirtió en una de las regiones en las que el Fondo intentaría aliviar los problemas de financiamiento de algunos gobiernos.
¿Estaban los gobiernos obligados a aceptar los préstamos del Fondo? No. A nadie se le puso nunca un revólver en la cabeza. A nadie se amedrentó. A nadie se amenazó de muerte ni nada por el estilo. Ni siquiera un presidente tan conservador y derechoso como Ronald Reagan intentó decirle a la Argentina: “Vamos a ofrecerles un préstamo de un billón de dólares y si ustedes no lo aceptan, les mandamos a los Marines.” Ni siquiera nos amenazaron con el Super Agente 86. Y además, ningún norteamericano fue director general de este organismo con sede en Washington.
La deuda externa no es otra cosa que un contrato entre bancos y gobiernos. Según el diccionario de la Real Academia Española, un contrato es un pacto o convenio entre partes que se obligan sobre materia o cosa determinada, y a cuyo cumplimiento pueden ser compelidas. Es natural, por lo tanto, que si los bancos prestaban, iban a requerir el cumplimiento de las condiciones previamente pactadas. Como en un partido de fútbol cuyo reglamento se establece de antemano, y a cuyo cumplimiento las partes pueden ser compelidas porque eso es precisamente lo que están haciendo: jugar al fútbol. Los bancos, cuya existencia se justificaba a través de los intereses a quienes les prestan dinero, iban a hacer luego eso: prestar dinero.
Se habla de los préstamos del Fondo como si fueran una maldición bíblica (o del Kama Sutra) y no como lo que son realmente: una acción humana deliberada. ¿Por qué culpar a los bancos de haber dado los dineros? El verdadero deudor latinoamericano no es otro que el estado. Deudor que luego iba a pasar la factura al pueblo, a través de los impuestos. Los prestamos que afluyeron a la Argentina, tanto del FMI como de otras instituciones como el Banco Mundial tuvieron, sin excepción, el aval de todos los gobiernos incluyendo a la presidenta (perdón, presiden-TA) Cristina Fernández de Kirchner.
El estado subscribió los préstamos en primer lugar. Así que, por favor, no nos culpen a nosotros, los liberales. Nosotros somos los primeros en querer restringir los movimientos del estado a las áreas que debe cumplir: salud, educación, justicia, defensa y relaciones exteriores. La prosperidad económica de una nación se basa en la operativa del sector privado, no en los movimientos del estado. Eso es lo que nosotros sostenemos. Lo último que quiere un liberal es un estado que meta la nariz en el tema préstamos. ¡El estado ni se tiene que enterar que el Fondo Monetario existe!
Mucha gente tenía simpatía por la Unión Soviética en los Estados Unidos en la década del ’40, por lo que el caso de White no resulta excepcional. La ironía del destino es que fuera precisamente un comunista quien habría de crear uno de los mayores objetos de odio de los comunistas de las últimas décadas. Tal vez, una estrategia para el Fondo sería anunciar este hecho con bombos y platillos por toda América Latina. Es posible que así sus funcionarios sean acogidos con un poco más de entusiasmo en todos los países que visitan. ¿El objeto crea el odio o el odio crea el objeto?

jueves, 21 de abril de 2011

Unos fantasmas recorren el mundo: las empresas

El Manifiesto Comunista decía, “un fantasma recorre el mundo,” refiriéndose al comunismo. Para la izquierda actual, los fantasmas que recorren el mundo no son uno sino varios: las empresas.
¿Y qué es una empresa? Es un engendro diabólico regenteado por hienas fascistas. Es una maquinaria voraz diseñada para saquear las riquezas de los pueblos y someterlos a la explotación y al colonialismo. Es una corporación que contribuye a acentuar la división internacional del trabajo, la cual tiene como finalidad que unos países ganen y otros pierdan. Es un instrumento de dominación de las clases trabajadoras. Es un medio de perpetuar las injusticias sociales en el planeta. Cuanto más sufren los pueblos, más felices son los CEOs.
Como diría Juan Bautista Alberdi, los colores de que me valgo serán fuertes, podrán ser exagerados, pero no mentirosos, y no hay duda que esta es la espeluznante escena que anida en el inconsciente colectivo de la gente de izquierda en lo que al concepto de “empresa” se refiere. Alzan la voz al unísono en contra de estas herejías de los tiempos modernos.
¿Qué es lo que hasta tal punto los enfurece y escandaliza? El fracaso y los desastres provocados por las políticas estatistas e intervencionistas que ellos pregonan en todas partes, pero muy especialmente en los países donde más profundamente fueron aplicadas: los países latinoamericanos y otros del tercer mundo. Y su obstinación en insistir en dichas políticas.
Para comprender realmente por qué le llueven tantas diatribas a estas entidades por parte de la izquierda intelectual y revolucionaria, nos conviene empezar el análisis al revés: qué no es una empresa.
Una empresa no es una institución de caridad como la Cruz Roja o el Ejército de Salvación. No tiene interés en regalar dinero a un país en que invierte, precisamente porque eso es lo que hace: invertir, actividad que no puede desligarse del objetivo de conseguir beneficios. Lo que hacen, entonces, es buscar ganancias. Si una empresa invierte dinero en otro país, lo hace porque supone, porque ha calculado que puede recuperarlo y obtener mayores beneficios en el tiempo. Esa empresa se arriesga a diario en ese país, porque la colocación de los productos o servicios que ofrece está sujeta al impredecible equilibrio de la oferta y la demanda, fuera de toda intromisión estatal. Más aún, una empresa va a un país determinado cuando se le permite ir, se van cuando se les obliga a irse. Esto hecha por tierra la teoría de que las empresas son una suerte de ejército expeditivo que avasalla fronteras transnacionales. ¿Por qué General Motors, McDonald’s o Coca-Cola no existen en Cuba? Porque el gobierno no les permite entrar. ¿Por qué compañías telefónicas o ferroviarias inglesas o norteamericanas se fueron de la Argentina en la década del ’40? Porque Perón las obligó a irse.
Una empresa exitosa produce más de lo que gasta y, consecuentemente, desea que su esfuerzo sea recompensado con beneficios. El mundo se mueve en función de obtener beneficios. El sistema mundial mismo reposa sobre esa premisa. Nadie se especializa en perder. Todos (los que hacen bien su trabajo) se especializan en ganar. ¿Por qué hay que suponer que obtener utilidades es moralmente reprochable? El ser humano progresa cuando puede ejercer plenamente sus facultades creativas en beneficio suyo y de quienes lo rodean. En ese sentido, la búsqueda del beneficio es sana y moral.
Al abrirse una economía al capital privado nacional o extranjero, siempre y cuando haya un mínimo de condiciones, esa economía se beneficia. Es como un juego de poleas que va sacando del pozo al país en su conjunto. Los capitales se desplazan de nación confiable a nación confiable buscando siempre el mercado más seguro, rentable y predecible para efectuar sus inversiones. Cuanto más serio y predecible es un país, más garantías da para invertir. No es casualidad que los países más pobres de la Tierra sean aquellos que se encuentran sometidos a burocracias monstruosas, a dictaduras delirantes, ya que al no contar con esas condiciones mínimas, se cierran sobre sí mismos como un pulpo, apenas comercian con el mundo y nadie quiere invertir en ellos. Nigeria cuenta con grandes recursos naturales; sin embargo, su población sufre una pobreza rampante. ¿Quién tiene la culpa? ¿El FMI? ¿Barack Obama? ¿La General Motors? ¿Microsoft? ¿Bill Gates? No. Son las décadas de regímenes militares que ha vivido ese país. Corea del Sur, al finalizar la guerra en 1953, quedó despojada de toda su industria, ya que ésta se encontraba en el Norte. Obvio sería hablar de la diferencia entre las dos Coreas hoy. La Unión Soviética hundió en la miseria más abyecta a todos los países que dominó, muchos de los cuales lograron más tarde una increíble mejora en el nivel de vida de sus ciudadanos convirtiéndose así en sociedades serias y predecibles.
¿A quién conviene que una empresa radicada en un país determinado obtenga beneficios? A todos. Ellas traen dinero, tecnología, trabajo, y todo el beneficio que obtengan vendrá de haber logrado dar una salida a los bienes y servicios que produzcan. Si esos bienes lo venden internamente, el mercado local habrá crecido. Si los exportan, el país habrá logrado una salida para productos locales que de otra forma no habría conseguido, beneficiándose con la decisión que tomará la empresa de mantener o incluso expandir sus inversiones en el país donde habrá instalado sus negocios. Si es por eso, pues, conviene que ganen millones y por qué no billones de dólares. ¿Quién se perjudica? Los intelectuales que ven postergados sus clamores de luchar contra el imperialismo y otras yerbas propias de la izquierda resentida e ignorante.

lunes, 11 de abril de 2011

Fases y propósitos del odio antiyanki

De todas las características del intelectualismo progresista latinoamericano, quizás ninguna sea tan definitoria como el odio antiyanki. No se concibe una mesa de café que no haya sido testigo de alguna diatriba en contra del país del norte. En esta entrada, intentaremos dilucidar cuáles son las verdaderas razones de este odio, y veremos cuán idiota es. Vamos adelante con nuestro objetivo de analizar bien a fondo esta animosidad.
El odio antiyanki fluye de cuatro vertientes diferentes. La primera es cultural. Estados Unidos es la cuna de movimientos socioculturales -el rock, por ejemplo- que tienden a ser de alcance universal. En las pacatas y autoritarias sociedades latinoamericanas, herederas de una España ultracatólica, esta liberalización de las costumbres encontró una gran resistencia traducida en resentimiento. Hasta el más acérrimo opositor tuvo que admitir que no había manera de pararlos: era como barrer las olas del mar. Vemos que el odio antinorteamericano ni siquiera es un odio privativo de la izquierda (contrariamente a lo que se podría suponer), sino que también puede darse entre las derechas más conservadoras y recalcitrantes.
Ahora bien, el ser humano es una criatura moral con poder de elección y eso implica la posibilidad de elegir, valga la redundancia. Si por “cultura” se entiende un conjunto de modo de vida y costumbres, ¿quién tiene la vara para imponer el modo de vida políticamente correcto? ¿Quién le impone qué cosa a quién? ¿Y cuál es la idea? ¿Que los jóvenes argentinos seguidores del grupo Kiss cambien su pasión por los Chalchaleros o por Estela Raval (a los cuales respeto mucho)? Objetivamente, podría llegar a ser; pero ¿qué beneficio traería eso para el país? Las escuelas y los hospitales argentinos no van a funcionar mejor porque la gente deje de escuchar rock y empiece a escuchar más tango.
El segundo canal de odio es el canal histórico. Este sí involucra a la izquierda. Y mucho. En este punto, la izquierda incurre en una falta muy recurrente: efectuar una lectura de los hechos basada en una interpretación ideológica totalmente fuera de contexto.
Desde la independencia en 1776 hasta la finalización de la guerra con España en 1898, Estados Unidos dejó de ser un país no muy grande –algo más de la mitad de lo que es hoy Argentina- y pasó a convertirse en un coloso planetario “de costa a costa” con territorios en el Pacífico, en el Caribe y en el Círculo Polar Artico. Para los intelectuales del progresismo, esta expansión tan formidable no es sino una muestra de la rapacidad del águila norteamericana, voraz e insaciable, que ha saqueado territorios, sometido a sus habitantes y explotado y agotado sus recursos.
Vamos por partes. En primer lugar, hay que tener en cuenta la atmósfera internacional en que esos hechos se inscribieron y juzgarlos no con la mirada extemporánea y descontextualizada de hoy –y las innovaciones tecnológicas actuales- sino con la visión que entonces prevalecía. En 1885, representantes de Inglaterra, Francia y Alemania se reúnen oficialmente en Berlín para precisar las “zonas de influencia” en que África quedará dividida. Inglaterra vive la gloria de su período victoriano y el escritor Rudyard Kipling proclama la “responsabilidad del hombre blanco,” es decir, llevar a los "pueblos oscuros y atrasados," esos pueblos “mitad demonios y mitad niños,” el brillo de la civilización y las ventajas del desarrollo. Victoria, además de reina de Inglaterra, era “emperatriz de la India.” El kaiser Guillermo I gobernaba con mano de hierro a Alemania. El zar Alejandro III era amo y señor de Rusia. Todo lo cual se hacía y se decía de manera totalmente pública, legal y oficial, a todo el mundo le parecía lo más normal y prácticamente nadie, de izquierda o de derecha, cuestiona esta visión positivista del orden mundial decimonónico. Marx, por ejemplo, estaba de acuerdo, pues cómo creer en la victoria final del proletariado allí donde ni siquiera existía. Primero era necesario crearlo, y eso sólo resultaba posible por la enérgica labor de las potencias europeas civilizadas.
En lo personal, me indigna que se hable de "imperialismo" para referirse a un país que no es un imperio sino una república. Sus expansiones en modo alguno, es cierto, estuvieron exentas de atropellos, pero hay que considerar que fueron hechas por soldados, no por hermanas carmelitas; y hasta el más progresista de los progresistas va a admitir que los primeros son más indicados que las segundas para realizar tales menesteres y que, por ende, el gobierno iba a encomendar a ellos, no a ellas, llevar a cabo ese tipo de misión.
Por otra parte, una interpretación victimista de la historia en la que los roles se dividen entre ángeles y demonios (una “asignación” de roles así dispuesta según mejor se ajuste a intereses políticos del momento) no contribuye a enmendar la causa profunda de los males que aquejan a las diversas sociedades. Por el contrario: contribuye a perpetuarla.
La fase tres, la económica, se apoya en gran parte en la histórica. Obsérvese: a comienzos del siglo XX surgió en Europa una corriente de pensamiento que buscó justificar el fracaso de la predicción marxista revolucionaria en los países ricos con el argumento de que el capitalismo seguía vigente por obra del imperialismo. La increíble paradoja que los marxistas deben asumir es que el propio Marx, como ya mencionamos, apoyaba el colonialismo como una forma de acelerar en los países subdesarrollados el advenimiento del capitalismo, que sería el indispensable paso previo del socialismo y, por fin, del comunismo. Marx nunca sostuvo que la pobreza de América Latina era causada por la riqueza norteamericana o europea sino que esa noción es en realidad una postura tercermundista surgida mucho después. Esta ideología fue la que llevó a la formación de todas las organizaciones guerrilleras latinoamericanas de los años ’70 y continúa vigente entre los seguidores del filósofo alemán, quien sería el primero en refutarla. Y nadie como el francés Jean Francois Revel ha definido su finalidad: “el objetivo del tercermundismo es acusar y si fuera posible destruir las sociedades desarrolladas, no desarrollar las atrasadas.”
Toda crítica económica debe realizarse dentro de un marco de objetividad y coherencia. El progresista se desgañita por defenestrar el capitalismo yanki como causante de todas las calamidades habidas y por haber, pero esa crítica nunca incluye a países como Canadá, Suiza, Corea del Sur o Japón que se caracterizan por tener, precisamente (sólo con algunos matices de diferencia), ese mismo capitalismo. Por el contrario, dicha coherencia brilla por su ausencia. El antinorteamericanismo está basado en una interpretación tergiversada de las cuestiones económicas y culturales y es una visión totalmente prejuiciosa y superficial de ellas. En una palabra, no es serio, prospera sobre un fondo de desinformación histórica, de demagogia y de ingenuidad, y explota conscientemente el odio, la envidia y el resentimiento.
Todo el pensamiento de la izquierda actual se basa en la noción de que Estados Unidos es directamente responsable de las miserias de los países pobres. Según esa línea de pensamiento, el subdesarrollo de dichos países es el producto del enriquecimiento de otros. En última instancia, su pobreza se debe a la explotación de que son víctimas por parte de los países ricos del planeta.
¡Seguro, muchachos! Vamos a ver unos ejemplos.
Mr. Jones es un ingeniero de Boston; es casado, tiene tres hijos, trabaja en una empresa de microprocesadores y en sus ratos libres le gusta jugar al golf. ¿Cuál es la consecuencia de eso? Que el ingreso per cápita de Nicaragua sea de sólo 2.600 dólares anuales.
La relación causa-efecto es irrefutable, ¿verdad?
Mrs. Smith es una corredora de bienes raíces de Nueva York y en su caso particular está muy contenta porque a raíz de una serie de exitosas operaciones, consiguió un muy esperado ascenso en su firma. Le gusta el cine, la música clásica y el jazz, está estudiando francés y espera viajar a París este año. Está bien claro que es por eso que el ingreso de Zambia sea aún menor que el nicaragüense. ¿Cómo dudarlo?
Mr. Taylor tiene un lavadero de autos en Chicago. Le está yendo tan bien que piensa abrir una sucursal. Y como cada acto tiene consecuencias, con cada Ford Explorer que se lava en su establecimiento aumenta el índice de mortalidad infantil una décima de punto en Guatemala.
Mr. Harris de Detroit…
La cuarta y última fase de este odio es la más delicada. Involucra entrar de lleno en un territorio netamente freudiano. En el inconsciente de los buenos odiadores antiyankis, aquella gente representa al padre al que hay que matar para lograr la felicidad. Ellos son el chivo expiatorio (léase cabeza de turco) al que se le transfieren las culpas. Son los responsables de que proyectos políticos de la talla cívica de la Nicaragua sandinista o la Cuba de Castro no hayan logrado el maravilloso lugar que se merecían en el concierto de las naciones. Son los causantes del derrumbe de la Argentina en 2001 a pesar de la ductilidad de la alianza UCR- Frepaso. En vez de poner en práctica una economía de mercado, el intelectual progresista realiza lo que en psicología se conoce como “transferencia,” que no es otra cosa que enfardar a un tercero las responsabilidades por las propias fallas. Justamente, es en esa acusación de "imperialismo" en que se le transfieren las culpas. Para los intelectuales de los corillos de café, los males de los pueblos se siembran, como los manzanos de Johnny Appleseed, en los Estados Unidos. Las causas del atraso, pues, hay que buscarlas en sus prósperas y ordenadas ciudades, en su espléndido nivel de vida, en sus triunfos tecnológicos, en sus universidades, en sus bibliotecas, en sus maravillosas bellezas naturales.
Todos los países tienen los mismos defectos que Estados Unidos, pero pocos tienen sus virtudes. No existen muchos países con tanta libertad política, económica, religiosa y cultural, y con una tradición democrática de tantos años. Todas las razas y religiones se encuentran representadas en este país, lo que lo hace el más heterogéneo, multicultural, multirracial, multiétnico y multirreligioso del mundo. En ese sentido, su cultura es rica; más aún, enriquecedora.
Por lo tanto, el hecho de que esta ola de odio se dirija contra este país solamente demuestra la eficacia de la infiltración marxista en los medios de información. Estados Unidos es, en cierto modo, el espejo en que se mira el mundo, incluso ellos mismos. La imagen que rebota es que la democracia representativa y el sistema capitalista de libre empresa son los mejores sistemas políticos y económicos conocidos por el hombre. La historia, no los corillos de café, debe ser la encargada de juzgar a este país tan grande.

lunes, 4 de abril de 2011

Por qué el capitalismo es bueno para el alma

Clive Hamilton, director del Instituto de Australia, uno de los foros de discusión y análisis independientes más importantes de ese país, declaró en un reciente debate que el capitalismo es "malo para el alma." Justamente, una de las más grandes críticas de los intelectuales de izquierda al capitalismo es su vacío pasional. A diferencia de ideologías opositoras como el socialismo o los movimientos ambientalistas, el capitalismo no tiene apelativo romántico, no enciende pasiones, no lucha contra ningún imperialismo, no promueve héroes como el Che Guevara, no propone luchas por un mundo mejor. En la economía de mercado, el futuro no está delineado por la imposición de utopías sino por la ley de la oferta y la demanda. El capitalismo puede argumentar que es el mejor sistema conocido hasta ahora por el hombre para la producción de bienes de consumo, pero eso no enciende los corazones, no suena romántico ni idealista, no incita a la rebelión como el socialismo. El capitalismo produce pero no incita. El socialismo incita pero no produce.
La historia del socialismo está llena de ejemplos de terribles tragedias en todos los países socialistas; sin embargo, su encanto sigue atrayendo a miles de jóvenes idealistas que jamás han puesto un pie en ninguno de esos países sino que fueron a Disney.
El socialismo, además, comparte su encanto con los movimientos ambientalistas. Ambos son controversiales y se autodefinen como alternativa al existente sistema capitalista. Ambos inspiran a los jóvenes y encienden su imaginación. Ambos son moralistas y quieren purificar a la humanidad de su profundo egoísmo y materialismo. Ambos realizan una cruzada moral en contra de un sistema capitalista que sólo persigue beneficios económicos. Ambos son apocalípticos, presumen de ser capaces de leer el futuro y advierten, como los profetas del Antiguo Testamento, que habrá catástrofes si no cambiamos nuestro estilo de vida. Ambos son utópicos, sosteniendo la promesa de redención a través de un nuevo orden social basado en una humanidad más iluminada. Y ambos descalifican a sus oponentes como materialistas, egoístas, reaccionarios, capitalistas encumbrados en clases altas carentes de sensibilidad social y agentes del imperialismo yanki. El problema con estos movimientos es que se toman tan en serio a sí mismos que han perdido todo sentido de la ironía. Expertos en cambio climático y calentamiento global dan la vuelta al mundo en sus jets privados para asistir a eventos sobre cambio climático y calentamiento global y las organizaciones antiglobalistas coordinan sus actividades utilizando métodos de comunicación global.
El aburrido capitalismo no puede competir con tanta emoción. ¿Dónde está el romanticismo en levantarse, ir a trabajar, volver al hogar, mantener una casa, criar una familia, pagar impuestos y sentarse en un sillón a mirar televisión? ¿Cuál es la cruzada moral de comprar y vender, de producir y consumir, de depositar dinero en el banco? En ese sentido, si se quiere, el capitalismo es frío, es desapasionado. El socialismo representa luchas, revoluciones, tomas de poder y cambios sociales. El capitalismo representa la vida diaria, burguesa y capitalista.
Para saber si el capitalismo es realmente "malo" o “bueno" para el alma, nos conviene examinar la cuestión metafóricamente, más que teológicamente. Desde ese punto de vista, el que corresponde al contexto de nuestro análisis, afirmar que algo es bueno para el alma implica puntualmente que ese algo ha acrecentado nuestra capacidad para que la vida sea mejor. En esta interpretación menos literal y más secular de “alma,” el capitalismo arrasa con todos los premios. ¿Qué rival tiene?
Desde los tiempos de Adam Smith, sabemos que el capitalismo trae aparejada la ganancia para todas las partes involucradas. Esto es obvio en la relación entre productores y consumidores, porque los beneficios generalmente van a aquellos que se anticipan a lo que otras personas quieren y entonces lo entregan al menor costo posible. Pero también es válido en la relación entre empleadores y empleados. Uno de los elementos más siniestros del marxismo es sugerir que esa relación es intrínsecamente antagónica: para obtener beneficios, los empleadores deben forzosamente reducir los salarios. Eso no es verdad. Eso es sencillamente una patraña. De hecho, los trabajadores en los países capitalistas avanzados prosperan cuando sus empresas incrementan los beneficios. Ir en pos de las ganancias resulta en condiciones de vida más altas para los trabajadores así como en más y mejores productos y servicios para los consumidores.
La forma en que esto ha acrecentado la capacidad de la gente para vivir una vida mejor se puede ver en la espectacular reducción de los niveles de pobreza de todo el mundo. En 1820, el 85 por ciento de la población mundial vivía con el equivalente actual de un dólar por día. Para 1950, esa proporción había caído al 50 por ciento. En la actualidad, es alrededor del 20 por ciento. La pobreza mundial ha caído más en los últimos 50 años que en los previos 500. Esta dramática reducción de los niveles de pobreza no se debe a las políticas socialistas de redistribución de la riqueza sino al capitalismo. Para poner este extraordinario logro en perspectiva, el promedio de la expectativa de vida en los países más pobres al final del siglo veinte era 15 años mayor que la expectativa de vida en el país más rico del mundo -Inglaterra- al comienzo de ese siglo. Autopistas, puentes, rascacielos, obras de ingeniería hidráulica, redes eléctricas, estaciones de comunicación satelital, servicios de telefonía e Internet no son producto de las políticas socialistas de redistribución de la riqueza sino del capitalismo. Y si bien es cierto que el capitalismo no necesariamente es garantía de libertad y de democracia, también es cierto, como puntualizaba Milton Friedman, que dichas condiciones jamás se dan en ausencia de una economía libre. Históricamente, el capitalismo sacó a la humanidad del feudalismo medieval. Cada vez que el hombre hace un movimiento lo hace hacia el capitalismo, no alejándose de él. Nadie saltó nunca el muro de Berlín de Oeste a Este y no hay oleadas de refugiados que se desplacen de Corea del Sur a Corea del Norte, ni de Taiwan a China Comunista. De la misma manera, Cuba no se caracteriza precisamente por el intenso flujo de inmigrantes que recibe año tras año.
Pero el capitalismo ha ido demasiado lejos, dicen sus detractores. Nos hemos vuelto demasiado materialistas, demasiado ambiciosos, como sugiere Hamilton con su observación. Nuestra preocupación por el dinero ha invadido cada rincón de nuestras vidas y estamos tan obsesionados con el consumo que hemos perdido de vista todo sentido de auténtica realización. Como resultado, somos cada vez más infelices e insatisfechos y, por lo tanto, es hora de detenerlo. A la pregunta de “¿cuándo?,” la respuesta de los estudiantes y de los intelectuales es invariablemente “¡ahora!” Hamilton dice que el problema con el “excesivo materialismo” comenzó “en las últimas dos o tres décadas.” Siguiendo, entonces, esa línea de pensamiento, ¿qué habría pasado si ese famoso “ahora” se hubiese realizado, por ejemplo, en 1985? Internet no sería el único avance que no existiría de haberse impuesto esta postura antiprogreso económico, antimaterialista y anticapitalista. Tampoco habría notebooks, ni blackberries ni teléfonos celulares, ni siquiera las convenientes y económicas tarjetas telefónicas actuales. No habría CDs, ni DVDs, ni i-Tunes, ni cámaras digitales, ni televisores plasma. No existiría la televisión satelital. No habría twitter, ni chat ni mails. No habría autos híbridos y casi nada de energía solar o eólica. No se habría descubierto el genoma humano. No se habría avanzado en el tratamiento de Alzheimer y de sida ni en la exploración espacial. No habría cultivos transgénicos.
Naturalmente, la mayoría de nosotros podríamos vivir perfectamente sin todas esas cosas. Pero lo que nadie puede ni remotamente argumentar es por qué sería "bueno para el alma" privarse de ellas. ¡Hasta los hippies las tienen!
Y si el "problema" con el "excesivo materialismo" continúa, lo más probable es que todo estos extraordinarios logros e inventos sean aún más perfectos en el futuro.
Ningún sistema económico puede garantizar el progreso o la felicidad. Todo lo que podemos exigir, razonablemente, es que se den las condiciones necesarias que nos permitan construir vidas felices y prósperas para beneficio nuestro y de quienes nos rodean. En ese sentido, el capitalismo ha pasado las más severas pruebas de control de calidad. Y lo ha hecho con honores. En virtud de apuntalar un sistema transparente de derechos de propiedad privada, el capitalismo ofrece seguridad individual, permite que la gente interactúe libremente afianzando vínculos familiares, grupos de amistades y foros de intereses comunes, y maximiza las oportunidades para realizar el potencial humano a través de trabajo y motivación en las más diversas actividades. Marx argumentaba que las condiciones de la felicidad humana no podían ser satisfechas en una sociedad capitalista. Su teoría de la “miseria del proletariado” sostenía que el capitalismo ni siquiera podía garantizar la provisión de refugio y comida porque la pobreza de masas, la miseria y la ignorancia eran las inevitables consecuencias de la acumulación de capital por parte de una pequeña clase capitalista dominante. Hoy sabemos que Marx estaba espectacularmente equivocado. Los trabajadores no sólo ganan un sueldo digno, sino que poseen confortables hogares, tienen participación y acciones en las compañías que los emplean, van a la universidad, ascienden posiciones, y establecen sus propios negocios. La “clase proletaria” de Occidente ha estado tan ocupada en expandir sus horizontes que ya se ha olvidado del mandato histórico de derribar al capitalismo. De hecho, no son proletarios sino propietarios.
Este triunfo de lo que podríamos llamar un verdadero capitalismo de masas dejó muy mal parados a los marxistas, hasta que en la década de 1960, el filósofo alemán Herbert Marcuse postuló que el capitalismo proveía a la masas de sus necesidades, pero decía que en realidad eso los priva de cualquier significado y propósito en sus vidas. Marcuse sugería que la publicidad engendraba “falsas necesidades” por los bienes de consumo que el capitalismo provee, mientras que los verdaderos y más profundos deseos permanecían “sublimados” e incumplidos. La clase trabajadora está “alienada” porque todas las experiencias están mediatizadas a través de esta vacía consumición de productos.
¿Por qué no se ponen de acuerdo? Mientras Marx decía que el capitalismo no puede proporcionar a la gente los bienes que necesitan, Marcuse se quejaba de que les suministraba demasiados.
Quizás el mayor atractivo de vivir en una sociedad capitalista no sea que la economía funcione, sino el hecho de que podamos escribir libros criticando al capitalismo y venderlos para ganar dinero en esa misma sociedad capitalista. Es lo que hacía Marcuse, que vivía en Estados Unidos.
Hay una tendencia a creer que podemos diseñar –y eventualmente imponer- mejores sistemas que aquellos que la tradición o la evolución nos ha legado. Desconfiamos de los sistemas evolucionados, como los mercados, que parecen funcionar sin dirección personalizada de acuerdo a leyes y dinámicas que, en realidad, nadie entiende plenamente. Nadie planeó el capitalismo global, nadie lo conduce y nadie realmente lo comprende. Esto ofende particularmente a los intelectuales, porque el capitalismo los vuelve prescindibles. Se las arregla perfectamente sin ellos. No los necesita para funcionar. No los requiere para programar ni coordinar ni redefinir nada. Los críticos intelectuales del capitalismo creen que saben lo que es mejor para nosotros, pero millones de personas interactuando en el mercado continúan ignorándolos. Esta, en última instancia, es la razón por la que creen que el capitalismo es “malo para el alma:” satisface las necesidades humanas sin su autorización.

sábado, 2 de abril de 2011

La ayuda internacional en el contexto económico actual

Las políticas de ayuda económica a los países del tercer mundo parecen, en principio, muy altruistas. La verdad es que si la ayuda se entiende como ayuda a los gobiernos del tercer mundo, estas políticas sólo sirven para agravar el problema en lugar de resolverlo de raíz. La escena es que si esa ayuda llega a dictadores como Omar Khadafi o cualquiera de las otras dictaduras africanas, sólo se logrará inflar aún más las cuentas bancarias que aquellos déspotas tienen en Suiza, es decir, aumentar la corrupción. Veamos en que consiste una ayuda internacional auténticamente provechosa en el marco de las condiciones económicas del mundo de hoy.
Si hay ayuda, ésta debe ser cuidadosamente centralizada hacia el sector privado y sometida a vigilancia en todas sus instancias para que cumpla con la finalidad prevista, que es crear empleo en primer término.
En realidad, la ayuda más efectiva que los países democráticos pueden prestar a los países pobres es abrirles las fronteras comerciales, recibir sus productos, estimular los intercambios y llevar adelante una adecuada política de incentivos y sanciones para lograr su democratización, ya que el despotismo y el autoritarismo políticos son el mayor obstáculo que hoy enfrentan los países pobres.
La ayuda económica que ha de crear empleo, traducida en forma de inversiones, se dirige a los países que ofrezcan mayor seguridad jurídica. Cuanta menos seguridad ofrezca un país, más alto rendimiento tendrá que ofrecer la inversión.
En cuanto a la distribución del valor agregado, entendiéndose como tal la diferencia entre los precios de mercado y los costes de producción, ésta se realiza de acuerdo a las reglas del mercado, mientras que la parte que toma el estado para cumplir sus indelegables funciones de salud, educación, justicia y defensa del país debe ser predecible. Esas funciones no sólo apuntalan la seriedad y previsibilidad de una sociedad sino que combaten el desempleo y la exclusión social con mayor eficacia que cualquier política estatista de intervención económica.
Los gastos públicos del país deben ser cubiertos con recursos genuinos, tanto en la época de buena recaudación como en la mala; sin recurrir a expropiaciones de reservas con que cuenta el país, ni entrar en atraso en el pago de la deuda pública ni emitir papel moneda sin respaldo y la consecuente inflación.
Invertir una parte importante del valor agregado a la inversión es, asimismo, otro punto muy importante. China invierte el 42% de su valor agregado para la inversión y, como resultado está creciendo al 12% anual. También la Argentina entre 1880 y 1914 invirtió un 40% del valor agregado, y se produjo el despegue del país que alguna vez fue la séptima u octava economía mundial.
La economía es la ciencia que estudia la distribución de bienes y servicios. Es evidente que para distribuir, primero hay que producir. Nadie puede distribuir lo que no se ha producido. Además, para producir, antes hay que invertir. Este capítulo es muy importante y por eso es fundamental que las reglas de juego se cumplan.
Hay un factor de progreso que puede ayudar tanto a los países ricos como a los pobres: la inmigración. Al tiempo que la salida de inmigrantes funciona como válvula de escape para las economías de los países emisores, ellos aceptan, en las sociedades que los reciben, trabajos por paga y condiciones que nadie quiere aceptar; con lo cual, además, se ratifica la primera ley de la inmigración, una ley no escrita que ha quedado borrada por una larga data de prejuicios sumamente arraigados en lo que a este tema se refiere: el inmigrante no quita trabajo, lo crea y tanto para el país que lo recibe como para el emisor, directa e indirectamente, es un verdadero factor de progreso.
Así, el adecuado uso de los recursos del sector dinámico y productivo es la mejor garantía para las perspectivas a largo plazo y un proyecto común.

viernes, 1 de abril de 2011

El concepto más elemental del mundo es la libertad

La paradoja en que incurren los intelectuales marxistas es que, mientras se aferran a una interpretación marxista de la realidad extraída de los libros de Marx, ignoran la existencia concreta en la que viven. Marx proclamaba, "¡Trabajadores del mundo, uníos!" con la intención que él y todos los marxistas siempre han tenido: transformar el mundo. Transformarlo, claro, mediante una revolución violenta que no deje piedra sobre piedra del estado burgués capitalista, instale la dictadura del proletariado y siente las bases de un futuro justo, eficiente, luminoso, progresista y feliz.
Las atrocidades que provoca el marxismo cuando se pone en práctica lo que los marxistas afirman que traerá la libertad y la felicidad a las personas son la creciente degradación física y moral que padecen las sociedades, el fracaso de la planificación centralizada, el horror de la censura y la persecución, la falta de escrúpulos de los gobiernos, las mentiras constantes, el aumento galopante del hambre, la falta de necesidades de todo tipo, la violación de la decencia y de las normas internacionales; y más que la dictadura del proletariado, la dictadura sobre el proletariado. Y todo en nombre de una mentada revolución.
Esta escisión entre el mundo diario -con todo lo que trae- y la visión intelectual que se tiene del mismo es una dolorosa contradicción que deben afrontar quienes teóricamente se pasan la vida luchando por la liberación de sus semejantes: las organizaciones guerrilleras marxistas.
Si su vinculación con el comunismo fuera un asunto rigurosamente intelectual, hasta el último de ellos terminaría aceptando como evidencia que el sistema liberal rinde mejores resultados. Pero una ideología totalitaria no se basa en el raciocinio moral o intelectual, sino en el fanatismo, en el odio y en la sumisión más abyecta. No deja lugar para la reflexón, la revisión o el análiis. Por el contrario, si algo o alguien viene a cuestionar todo un código de interpretaciones hasta entonces inamovible, la reacción es virulenta; la misma, por cierto, que  produjo Galileo cuando reveló que la Tierra era redonda y que giraba alrederor del sol. ¡Muerte a los herejes! ¡Hay que quemarlos en la hoguera! El comunismo es una dispensa intelectual, una manera de explicar la realidad a partir de confortables presupuestos teóricos sin recurrir a la comprobación.
En su obra "Los conceptos elementales del materialismo dialéctico," la chilena Marta Harnecker realiza un profundo análisis de los textos de Marx, pero lamentablemente omite que el concepto más elemental del mundo es la libertad, la cual fuera sistemáticamente negada a los pueblos de todos los países comunistas.
¿Cómo se contemporiza, entonces, esa tragedia con la prédica de una ideología que pretende implantar la felicidad en el mundo? La respuesta, sin duda, está en los cubanos que ininterrumpidamente, desde hace más de medio siglo ya, abandonan la isla en precarias balsas y botes en busca de las costas de la Florida, Estados Unidos, donde los espera la libertad.