lunes, 20 de febrero de 2012

Educar para la libertad

Hace muchos años, un hombre fue detenido en la Plaza Roja de Moscú por gritar a voz en cuello “¡Kruschev es un imbécil! ¡Kruschev es un imbécil!” Fue sentenciado a veinte años y un día de prisión. Un día por insultar al secretario general del Partido, y veinte años por revelar un secreto de estado.
La historia es apócrifa, pero revela una verdad sorprendente: un régimen totalitario sólo es posible en virtud de la ignorancia de los gobernados. Los dictadores intentan ocultar la verdad porque temen que ésta se descubra. El miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral hacen posible la denegación sistemática de la realidad, que es la característica principal del totalitarismo. En este sistema, las masas son mantenidas en una verdadera nebulosa de confusión constante y permanente debido a la incesante manipulación de los hechos por parte del estado; más concretamente, por los medios de propaganda, los cuales son monopolios estatales. En esas condiciones, se favorecen los estilos autoritarios ya que la permanencia en el poder de un solo grupo político, sin una alternativa que sirva de contrapeso, anula el equilibrio de poderes, característica inherente del sistema democrático.
Así, cortado todo acceso a la información, el hombre sometido a un régimen despótico totalitario es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia arriba y hacia abajo. Tolera las condiciones de vida, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. En este estado de cosas, los gobernantes son absolutos como pudieron serlo los faraones egipcios o los más despóticos monarcas medievales. De esta manera, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que convenga a sus intereses.
Los totalitarismos más grandes de la historia fueron el nazismo y el comunismo. La verdad es que apenas pueden distinguirse las dos ideologías ya que los sistemas sociales que soportaron fueron los mismos. En ambos sistemas existió la misma estructura piramidal, la misma sumisión a un estado omnipotente, y la misma feroz represión al menor atisbo de oposición.
Sarmiento decía que todos los problemas son problemas de educación. El sabía de la importancia de “educar al soberano” para la libertad. Un hombre sin educación es más vulnerable a la manipulación porque al carecer del mundo interior que ella construye, pierde autonomía. Cuando los pueblos se educan, empiezan a pensar por sí mismos y, tarde o temprano, terminan por caer en cuenta que nadie tiene ningún derecho a imponerse a los demás. Si las masas no están educadas, no se levantarán en el ejercicio de sus derechos ciudadanos por la simple razón de que están oprimidas. Ninguna razón de descontento podrá tener resultados políticos, ya que no hay modo de que el descontento se articule. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a enriquecer interiormente al soberano.
La educación es la llave de la humanización; es la que le permite al hombre lograr su plenitud. La eficacia en el uso de la libertad individual depende de una eficaz educación y un señalado grado de madurez y responsabilidad. Así lo han entendido las sociedades más civilizadas de nuestro tiempo, aquellas que han apostado a esa fórmula exitosa que consiste en formar a sus ciudadanos de tal manera que nunca lleguen a ser esa masa amorfa, carente de educación, engañada y manipulada como rebaño por el totalitarismo.

lunes, 13 de febrero de 2012

Codicia corporativa

Hay una tendencia humana a endilgarle a un tercero las culpas por las propias fallas. Es el proceso que en psicología se conoce como “transferencia.” Ante la crisis económica actualmente en curso en los países industrializados, los diversos movimientos de protesta han dado lugar a un sinnúmero de teorías que intentan explicar como se ha llegado a esto. Por ejemplo una de las consignas que circulan por todo el orbe es “detener la codicia corporativa,” una versión corregida y aumentada de la “voracidad de la clase media” de la que hablaba Marx en el siglo XIX. Pero como muchos analistas lo han señalado, ocuparnos de la codicia no va al fondo de las cosas.
Vamos por partes. En cierto modo, procurar el propio bienestar en el mercado libre es ayudar a otros a lograr el suyo. Una verdadera virtud del sistema de mercado es, en general, que está estructurado de tal manera que permite canalizar esa búsqueda del interés propio hacia fines que son benéficos para el conjunto de la sociedad. Los hombres de empresa proporcionan productos y servicios útiles y necesarios y, en el proceso de hacerlo, requieren la ayuda de trabajadores a quienes contratarán. Es lógico que los empresarios esperen beneficios a cambio de sus productos y servicios por la simple razón de que el mundo se mueve en función de obtener beneficios y todos se especializan en ganar. Nadie se especializa en perder.
Los movimientos de protesta se refieren también al alto costo de los préstamos de vivienda, pero la gente no fue obligada a pagar más por las casas empleando dinero prestado en condiciones cuestionables, sino que tomaron la decisión de hacerlo. La crisis financiera no aconteció porque la gente de repente se volvió codiciosa después de toda una vida dedicada al ascetismo. Hay una crisis financiera debido a que las decisiones estaban equivocadas. Mucha gente aduce que siguieron reglas de juego que eran perversas, pero lo que importa señalar en este punto es que si en realidad hubo perversión, ésta provino de precios distorsionados. Los precios, en los mercados competitivos, expresan la verdad sobre los costos y los beneficios de producción en las más diversas actividades. Cuando el mercado es sistemáticamente distorsionado por el intervencionismo estatal, los precios mienten.
Por eso, la respuesta a estos problemas no es buscar la culpa en la codicia de terceras personas. Tampoco, obviamente, impulsar políticas socialistas de redistribución de la riqueza. Incluso si hoy día redistribuyéramos toda la riqueza, la distribución sería desigual mañana. Una vez que se acaba lo que hay para distribuir, no queda más que escasez y miseria que repartir y la única que se beneficia en última instancia es la burocracia. Lo único que consiguen las políticas de redistribución de la riqueza es eliminar todo incentivo para producir nada que distribuir. La economía de mercado es un sistema que tiende a estabilizarse a sí mismo cuando se produce algún inevitable desequilibrio producto de los vaivenes del mismo mercado. Todo lo que necesita es que se le permita operar libremente. Las máquinas eficientes funcionan sin que se las sometan a apremios, y la función del estado es ser un celoso guardián de las instituciones que hicieron posible el crecimiento económico moderno.

lunes, 6 de febrero de 2012

Sobre la necesidad de una reforma constitucional

Aunque se lo propusiera, el presidente Barack Obama no sería capaz de abolir la libertad de prensa en los Estados Unidos porque eso no depende de él sino de todo un sistema del que forma parte en el cual no es más que un engranaje. La democracia es un sistema de equilibrios y contrapesos (“checks and balances” según la tradición anglosajona) en el que cada arista de poder neutraliza a la otra evitando que cualquiera de ellas adquiera una dimensión indebida. En la democracia, el poder no está concentrado en una sola estructura sino disperso en varias. Esta dispersión de poder es la que garantiza que ese mismo poder permanezca en sus cauces naturales, en los límites de “la cosa pública” como forma de organización social. En un régimen despótico, por el contrario, el poder está definido por una concentración monolítica e inapelable.
Llevar adelante ambiciones de poder siempre es más fácil desde el mismo poder. La gran ventaja que otorga manejar recursos del estado representa una situación increíblemente favorable. Desde el momento en que quien detenta el poder decide activar la jugada, cada movimiento será presentado como una batalla heroica, se elegirá a los nuevos enemigos ficticios para llevarla a cabo, y se pondrá el enorme sistema de medios oficiales y paraoficiales al servicio de los intereses políticos.
En las democracias de Occidente, está fuera de lugar todo debate acerca de liberar el poder de los gobernantes de manera irrestricta. Por el contrario, se procura restringir los dislates personalistas, impera la tradición constitucionalista liberal que está dividida en dos ramas: la parlamentaria, vigente en casi todos los países europeos, y la presidencialista, representada por los Estados Unidos. La constitución norteamericana marca la posibilidad de una sola reelección del presidente.
Amérca latina, una vez lograda su independencia, heredó de los Estados Unidos el presidencialismo. Pero, lamentablemente, descuidó la importancia de los otros dos poderes. Se impidió así este necesario juego de “checks and balances” inherente a la democracia. El poder legislativo quedó en un segundo plano. El Poder Judicial se debilitó y no pudo ejercer su función de contrapeso. Se dice que Simón Bolívar afirmó que en América había “reyes con nombres de presidentes.” Eso es porque el caudillismo, que luego de largas y sangrientas décadas de lucha parecía derrotado, volvía bajo un disfraz constitucional.
La constitución argentina se inspiró principalmente en la doctrina de Juan Bautista Alberdi, cuya ideología liberal, puesta en práctica plenamente en aquellos años, hizo crecer a la Argentina y le dio la forma que la convirtió en uno de los pilares del orden internacional.
La reelección consecutiva había quedado proscripta de la constitución argentina hasta que las respectivas intervenciones de Perón y Menem la hicieron posible. Debe observarse que esta no es la tendencia predominante en América latina. Sólo Venezuela, Ecuador y Bolivia admiten la reelección inmediata.
En la Argentina actual, un operativo en busca de la reelección indefinida no le haría ningún favor al principio constitucional de división de poderes. Por el contrario, le daría peso a una de estas aristas de poder en detrimento de las otras. La idea de una reelección indefinida atenta contra el principio básico de la república, que implica una temporalidad de los mandatos. La periodicidad presidencial es un pilar fundamental del estado de derecho. Si bien no hay –hasta ahora- iniciativas en el Congreso para una reforma constitucional, es fácil saber que la necesidad de perpetuidad está latente. Hay una evidente intención para conseguir la reelección indefinida de Cristina Kirchner. Está instalada la nada feliz idea de una “Cristina eterna” según las declaraciones de una conocida diputada oficialista, y hasta el vicepresidente Amado Boudou dijo que “no podemos esperar tres años” para debatir la reforma constitucional.
Hasta acá, creo que es necesario trazar una raya en la arena. En primer lugar, antes de hablar de una reforma de la constitución, es necesario cumplirla. El hecho es que la constitución se viola constantemente y, además, no se cumplen los fallos de la Corte Suprema sobre temas como la publicidad oficial o la movilidad de las jubilaciones. Primero hay que bregar por el estricto cumplimiento de la constitución y luego, eventualmente, se puede pensar en su modificación. Se debe hacer hincapié en la libertad de expresión, el acceso a la información pública y garantizar la división de poderes y su independencia. Es fundamental que el Poder Legislativo tenga independencia y el Poder Judicial autonomía, especialmente considerando el presidencialismo muy fuerte que prima en toda la región.
Sólo entonces, luego de garantizarse su cumplimiento, se podrá ver la posibilidad de una reforma.
Ahora bien, ¿hasta que punto hay en la Argentina actual un estado de excepción que requiera una reforma constitucional? Formulamos una hipótesis: no es más que una manipulación, una maniobra para distraer la atención de 40 millones de argentinos ante el inevitable ajuste de la economía y sus costos sociales, que están a punto de llegar. Ya sabemos que la instalación de conflictos figura en la agenda de cualquier gobierno que sospecha la proximidad de una crisis. El tópico reeleccionista servirá para distraer la atención sobre los verdaderos problemas que preocupan al país: la inflación, la marginalidad, la inseguridad, el deterioro de la educación y los servicios, la falta de diálogo institucional, por nombrar unos ejemplos.
Esta es una interpretación plausible y seguramente sólo contiene parte de la verdad, pero va al propósito de fondo: una increíble voluntad de poder. Una reforma constitucional no es urgente ni necesaria. Le quita legitimidad, además, que esté generada en función de los intereses políticos de una sola persona. La nueva reelección es una causa inexorable de este gobierno y de sus seguidores, y sólo una decisión de la máxima autoridad de la nación –la presidenta- podrá archivarla con el sello de lo definitivo.
Sólo la presidenta estará en condiciones o bien de seguir avanzando en la lógica perversa de reelección tras reelección tras reelección que incentivan sus seguidores y que atenta contra los principios republicanos, o bien de trazar esa raya en la arena que marcará su límite como estadista, comprometiéndose a borrar de su agenda una reforma constitucional que no mejorará la calidad y la previsibilidad institucional.