sábado, 28 de enero de 2012

Una década muy cuestionada

La expresión “década infame” es recurrentemente utilizada por el arco político-cultural de la izquierda para referirse al período comprendido entre el golpe militar del 6 de setiembre de 1930 y el del 4 de junio de 1943. La ironía es que la frase en cuestión fue acuñada por el historiador y periodista José Luis Torres, un nacionalista ortodoxo adherente al GOU (Grupo de Oficiales Unidos o Gobierno, Orden y Unidad), una logia de extracción nacional-socialista integrada, entre otros, por Juan Domingo Perón, e ideólogo del golpe de estado de junio de 1943 al que llamaba “revolución nacional.” Vale decir, ese mote fue una coartada para justificar aquel golpe.
Veamos la historia desde el principio. El 6 de setiembre de 1930, el general José Félix Uriburu encabezó un golpe militar que derrocó al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen. Uriburu disolvió el congreso, decretó el estado de sitio, detuvo a varios dirigentes políticos (entre ellos, Yrigoyen) e intervino todas las provincias. En ese contexto, implantó un régimen autoritario de naturaleza fascista, ideología de la que era admirador.
Esta breve definición es más que suficiente para confirmar que los años treinta fueron realmente “infames.” Pero tengamos en cuenta la definición del historiador Vicente Massot para poner la historia en perspectiva y así comprenderla mejor: “Por empezar, el período que va desde 1930 a la revolución del 4 de junio de 1943 excede los diez años. Y en cuanto a la presunta infamia, no se la encontrará por mucho que se recorran aquellos tiempos.”
Eso no significa que vayamos a legitimar los innumerables casos de fraude y negociados que se dieron en el país en esa época, sino simplemente que hay que tener en cuenta el contexto del mundo de la época, un mundo particularmente aciago y autoritario. Estados Unidos atravesaba la peor crisis económica de su historia, la tristemente célebre “Gran Depresión” iniciada en 1929, en la que se derrumbaron miles de bancos y fortunas enteras se esfumaban. En 1933, la desocupación llegaba al 25% e importantes sectores de la población urbana no contaban con ingreso alguno. Venezuela, Brasil, Chile y la República Dominicana sufrían graves dictaduras. México dejaba atrás dos décadas de guerra civil y el autoritario PRI se instauraba en el poder. Bolivia y Paraguay se debatían en guerra, lo mismo que Perú y Ecuador. Hitler y Mussolini estaban en el poder. España padecía su guerra civil. Stalin gobernaba en la Unión Soviética.
En todo ese período, la Argentina fue tierra de paz. No hubo guerras, la libertad de prensa no era cuestionada, las instituciones funcionaban y el Poder Judicial mantenía su debida independencia. Hay una tendencia a creer que la Gran Depresión hizo un daño estructural muy grande a la Argentina, pero eso en realidad tiene más de mito que de otra cosa. Lo cierto es que la Gran Depresión fue rápidamente superada. En 1939, el PBI de la Argentina era un 15% superior al de 1929, mientras que el de Estados Unidos había crecido sólo un 4% en ese mismo período. En 1934, la producción industrial equivalía a la agropecuaria; en 1940 lograba duplicarla. Por otra parte, esto hecha por tierra otro mito recurrente en la Argentina: el del “peronismo industrializador.” Estadísticamente, está comprobado que el pasaje de la economía agropecuaria a la industrial se produjo a partir de 1935 y que durante los gobiernos de Agustín P. Justo, Roberto Ortiz y Ramón Castillo el desarrollo industrial alcanzó picos más altos que en los años de Juan Domingo Perón.
Volviendo a los años treinta, mientras que el PBI per cápita de Italia no alcanzaba al 50% de la Argentina y el de Japón no llegaba a un tercio, los inmigrantes seguían llegando al puerto de Buenos Aires, escapando del totalitarismo y la pobreza. Se construían teatros, palacios y edificios de todo tipo. El estadio Luna Park, la Bombonera, el Monumental, el teatro Ópera y el Astral son todos de aquella época. La actividad cultural era una de las más grandes del mundo. Se filmaban unas cincuenta películas al año, el arte y el buen gusto predominaban y la industria editorial argentina se convirtió en la primera del mundo de habla hispana. Ya en 1939, la producción de la Argentina era equivalente a la de toda Sudamérica. No había desempleo, casi no existía el analfabetismo y las desigualdades sociales eran sensiblemente menores a las del resto de América Latina. Entre 1930 y 1943 la inflación fue nula. El salario real tuvo un crecimiento del 5% anual entre 1935 y 1943. En aquella época se creó la Confederación General del Trabajo, se incorporó el “sábado inglés,” se legisló sobre horas de cierre y apertura de los comercios, se otorgaron indemnizaciones y vacaciones a empleados de comercio y se sancionaron diversas leyes sociales y jubilatorias. Este fue el contexto de la Argentina y el mundo en la “década infame.”
Aceptamos como válido que los años treinta fueron infames en la medida en que se cometieron hechos infames en la Argentina, pero la realidad actual y el mundo de hoy son muy distintos al mundo de aquellos días, y en aquellos días, concretamente en 1942, el premio Nobel de economía Colin Clark pronosticaba: “La Argentina tendrá en 1960 el cuarto producto per cápita más alto del mundo.”
Pero Clark vaticinaba tan brillante futuro suponiendo, sin duda, que la Argentina seguiría por la misma senda que la había llevado a ser grande: la constitución liberal de Alberdi.
En 1938, se realizaron las últimas elecciones presidenciales en la Argentina antes del golpe militar de 1943. Fue la oportunidad de corregir los defasajes causados por el nacionalismo fascista de Uriburu y su golpe del año 1930.
Esa oportunidad fue desaprovechada. Y obviamente, el premio Nobel Clark nunca imaginó la tragedia que se empezó a gestar a partir del golpe militar del 4 de junio de 1943 y a partir del cual el país no parece retomar la senda de los fundamentos mismos que lo habían construido, educado, enriquecido, y proyectado al mundo con una identidad singular y respetable.
Y es ciertamente una ironía que un nacionalista de ultraderecha sea un referente de la izquierda con su “década infame.” ¿Los extremos se atraen?

lunes, 23 de enero de 2012

La igualdad

Una de las principales características del capitalismo es su masificación a través del tiempo. Elementos tan comunes en la actualidad como una radio o un televisor habrían parecido un lujo inconcebible para un rey de la Edad Media. Cuando recién se inventaron, esa radio y ese televisor eran verdaderos artículos suntuosos que sólo los más ricos ostentaban. El capitalismo, obviamente, beneficia en primer término a los más ricos, pero termina favoreciendo, aunque sea muy lentamente, a los demás. Y tal vez la paradoja más extraña es que la movilidad social ascendente estriba en las desigualdades. ¿Qué incentivo puede tener un hombre en un sistema colectivista para trabajar más y mejor, para producir más si sabe que será toda la vida oveja de un rebaño anónimo en un reino de igualdad social, que será eternamente un cero de una cartilla de racionamiento? Al desaparecer el incentivo, desaparece también el producto total y la riqueza en su conjunto disminuye. El capitalismo pone en práctica el principio de la propiedad privada, permite usufructuar el esfuerzo del trabajo y, por lo tanto, incentiva al hombre a producir más. Es una consecuencia natural y lógica. La riqueza en su conjunto aumenta en progresión geométrica. Es obvio e innegable que en la distribución final algunos salen más favorecidos que otros, pero aún el que menos recibe se encuentra en una situación infinitamente más favorable que bajo un sistema de socialismo colectivista. Nadie hace tres horas de cola para recibir una rebanada de pan que le da el gobierno.
Además, el hecho de que una persona se encuentre en una situación desfavorable no significa, estructuralmente, que dicha situación no vaya a mejorar. En la práctica, no está garantizado, obviamente, porque eso está mediatizado por las posibilidades sociales, económicas y las aptitudes de cada individuo, pero el hecho de que la mencionada masificación del capitalismo se cumpla coloca al hombre potencialmente más cerca de lograr esa movilidad social.
Hay un “uno por ciento” de ricos que parece tener obsesionado a todos los demás. Los Angeles Times informa que “los seis herederos de Walmart son más ricos que la suma del 30% de los estadounidenses con menos ingresos.” Es ciertamente honorable el hecho de querer disminuir las desigualdades sociales, pero el verdadero desafío consiste en lograr una sociedad que estimule y recompense el trabajo, la innovación, el talento y la eficiencia. Todo lo demás pasa por el camino de lo absurdo. Lograr una sociedad más igualitaria ha sido el objetivo de innumerables experimentos que han provocado más desigualdad, pobreza, atraso, pérdidas de libertades e indecibles horrores en la historia.
Este año habrá elecciones y cambios de liderazgo en países que concentran el 50% de la economía mundial. Y se verán innumerables propuestas para corregir las inequidades económicas que se han agudizado en los últimos años. Algunas serán tan ridículas que darán risa. El movimiento Occupy Wall Street sostiene la consigna “abolir la propiedad privada” (la de ellos no, por supuesto). Sin embargo, puede haber ideas nuevas y muy buenas.
Así, la economía de mercado sumada a una red de contención social inteligente es una combinación imbatible que asegura el progreso y el bienestar para todos.
La propuesta y, a la vez, el desafío es aprender de la historia. La historia humana es la aventura constante de nuestra raza de ampliar nuestros horizontes tanto como sea posible. Albert Einstein decía que debemos “aprender del ayer, vivir para el hoy y tener esperanzas para mañana.” Para nosotros, sin duda, lo asombroso es darnos cuenta de la vigencia de esas palabras.

sábado, 14 de enero de 2012

¿Alguien sabe por qué es ilegal la inmigración?

Los partidarios de las políticas de inmigración “duras” aducen que se esa manera se “salvarán” empleos. Esa es la línea de pensamiento en que están basadas leyes aprobadas recientemente por estados como Alabama y Arizona. No son los únicos ejemplos, por supuesto. En realidad, en casi todos los países hay una tendencia a mirar la inmigración con recelo y, por ende, a restringirla. Es la tendencia que, para bien o para mal, parece ser la constante en un mundo con muy pocos felpudos de bienvenida. Yo diría para mal, más que para bien.
Los temores de que los inmigrantes arruinen la economía son probablemente la razón por lo que importantes barreras a la inmigración legal subsisten en los libros de leyes. La organización estadounidense FAIR, conocida por sus duras posturas en contra de la inmigración, expresa en su sitio web: “No necesitamos Walmarts en el Gran Cañón del Colorado.” Es una pintoresca imagen (muy convincente, por cierto) que expresa los temores del impacto ambiental de la inmigración en un país determinado.
Pero está en tela de juicio la noción de que los inmigrantes toman los trabajos de los nativos, reducen sus salarios y deprimen la economía del país que los acoge. Virtualmente, todos los economistas que estudian la inmigración encuentran que ella produce una influencia pequeña pero positiva sobre la economía. Desde 1950, la fuerza de trabajo se ha más que duplicado en los Estados Unidos, pero el desempleo a largo plazo es esencialmente el mismo. A medida que se han añadido más trabajadores, se han adicionado más puestos de trabajo. FAIR agrega: “La sola noción de que necesitamos inmigrantes para llevar adelante este país es ridícula.” Eso es muy cierto, pero lo que esta gente no aclara es por qué es necesario impedirles que vengan.
Además, hay un aspecto muy importante que debe ser considerado. Los inmigrantes tienden a ser o bien altamente calificados o poco calificados; los norteamericanos tienden a situarse más hacia el centro de la franja de calificación. Eso significa que los inmigrantes no son sustitutos de la mano de obra estadounidense sino que, en cambio, liberan a la mano de obra local para realizar tareas en los que es más productiva. Es decir que los inmigrantes, como en un armonioso juego en que cada pieza encaja con la otra, vienen a llenar espacios vacíos que piden ser cumplimentados. ¡Nadie le quita el trabajo a nadie! Tal como lo han señalado numerosos economistas, los inmigrantes no vienen a hacer “trabajos que los nativos no harían.” Si los inmigrantes no vinieran, las tareas que ellos realizan no existirían.
Pero los defensores de las políticas “anti-inmigrante” argumentan que éstas sólo se aplican a la inmigración “ilegal.” Tal vez ellos mismos reconocen que países como Estados Unidos, Canadá o Argentina son países de inmigrantes a los que sus antepasados llegaron legalmente provistos de aquellos precarios documentos. Después de todo, el término “wetback” (espaldas mojadas) se originó en el siglo XX y se refiere a los mexicanos que cruzan a nado el Río Grande, ¿no es verdad? No, no lo es. La expresión “wetback” data del siglo XIX y se refería a los inmigrantes irlandeses que se arrojaban al agua en la bahía de Nueva York desde los barcos que los traían y entraban a nado a Estados Unidos. Como reza una antigua y sabia máxima, vemos que “no hay nada nuevo bajo el sol.”
Mudarse legalmente a un tercer país es un cometido muy especial. Hoy como ayer, muchos inmigrantes potenciales encuentran su entrada efectivamente denegada por capas y capas de burocracia y leyes basadas en una visión histérica y paranoica de la inmigración.
Los defensores de las restricciones podrían alegar que la ley es la ley. Y se supone que lo legal siempre es ético, pero no lo es. No siempre es así. Muchas inmoralidades como la esclavitud alguna vez fueron ley. Preguntando simplemente, “¿qué parte de ‘ilegal’ no entiende usted?” es omitir la verdadera pregunta: ¿por qué la inmigración es ilegal, de todos modos? Los inmigrantes son una ayuda para la economía del país que los recibe, no es cierto que depriman los salarios de los nativos y, en definitiva, los únicos que se perjudican con ellos son los vendedores de nacionalismo barato. Las restricciones a la inmigración son mesiánicas, autoritarias, están fuera de contacto con la realidad actual y ya parecen tan inmorales como muchas otras cosas del pasado. La parte “ilegal” de la inmigración “ilegal” que nadie entiende es, precisamente, por qué es ilegal. Y los que menos lo entienden son los partidarios de la “línea dura.” Tal vez sea esa dureza lo que les impide ver que el tema de la inmigración ilegal se resuelve de la manera más simple que se pueda imaginar: legalizándola.
Y para los Walmarts del Gran Cañón del Colorado, hay una gran solución: pásenlos al desierto de Nevada.