lunes, 22 de septiembre de 2014

Sarmiento en Boston

En la tradicional Avenida Commonwealth de Boston hay un monumento a Domingo Faustino Sarmiento. Su ubicación no es casual. Sarmiento era admirador de Horace Mann, el gran educador bostoniano a quien entrevistó durante su visita a esa ciudad. Sarmiento había leído textos de Mann mientras estaba en Europa, y esas lecturas lo indujeron a visitar Estados Unidos. De esa manera, conoció la exitosa experiencia de Massachusetts en materia de educación y se interiorizó del desarrollo industrial que encontró en ese país. Sarmiento visita las hilanderías de Lowell y se sorprende por la educación de los trabajadores norteamericanos, muy superior a la que había conocido en Gran Bretaña.
“De todo el mal que de los Estados Unidos han dicho los europeos, de todas las ventajas de que los americanos se jactan y aquellos les disputan o afean con defectos que las contrabalancean, Lowell ha escapado a toda crítica y ha quedado como un modelo y un ejemplo de lo que en la industria puede dar el capital combinado con la elevación moral del obrero. Salarios respectivamente subidos producen allí mejor obra y al mismo precio que las fábricas de Londres, que asesinan a las generaciones,” escribió el Gran Sanjuanino. El concepto en este texto es bien claro. Sarmiento sabía la importancia de la educación como factor fundamental para impulsar un crecimiento sostenido a través del tiempo. Adquiere una significación aún mayor si lo vinculamos con otra de sus enunciaciones: “Hay que educar para la necesaria adaptación de los medios de trabajo.”
Los ilustrados constituyentes liberales de 1853 proyectaron una moderna república basada en el trabajo, la educación y la calidad institucional. Fue el exitoso modelo que se impulsó luego de vencido el letargo rosista. Fue el exitoso modelo que atrajo al país a los inmigrantes, el "crisol de razas" que definió nuestra nacionalidad, y que llevó, en pocas décadas, a un país despoblado en el que estaba todo por hacerse, a ser la séptima economía del mundo y a ocupar un lugar singular y respetable entre las demás naciones. Fue el exitoso modelo dirigido por gobernantes austeros y educadores de los cuales Sarmiento es, sin duda, su mayor exponente.
El populismo demagogo y estatista fue el verdugo supremo de aquella singularidad. Es la tragedia que comenzó en 1945 cuando el lema era "los dólares no se comen" y que empujó al país a una decadencia fatal e inevitable de la cual los argentinos no parecen encontrar la salida. Hay un pueblo argentino que lo único que pide es trabajar en paz y educar con tranquilidad a sus hijos; pero hay un gobierno que odia, divide y miente. Hay muertes, ineptitud, obsecuencia y corrupción como nunca antes. Hay una sociedad hastiada, hacinada y dividida. Hay una economía diezmada. Hay una educación entregada a la demagogia más complaciente. Se adoctrina en vez de enseñar. Se intenta instalar una visión populista de la historia que deforma y distorsiona la misma. Se menosprecia todo lo que tenga que ver con el mérito y el esfuerzo que nos inculcaron las generaciones que nos precedieron con su ejemplo. Y en definitiva, el país ha sido arrojado a uno de los últimos lugares del mundo en términos culturales y humanos. Hoy que asistimos a este falso modelo basado en la dádiva, en el desprecio del esfuerzo y en un sistema judicial delincuencial y sometido, es hora de volver a buscar dirección en los grandes patrones de la vida nacional, los cuales parecen ser más apreciados en otros países. Volver a refundar la Argentina mirando, por ejemplo, lo que el país del norte aprecia y admira. A propósito, Sarmiento no es el único argentino que tiene monumentos en otros países. En Cuba hay monumentos al Che Guevara cuya sombra se proyecta sobre el fracaso y la miseria de las políticas colectivistas.
El Padre del Aula dejó una profunda huella en la historia argentina y en la historia del mundo, historia de la que fue un verdadero prócer y visionario. Más que el bronce, lo que lo ha inmortalizado es la pasión que puso para hacer de la Argentina un gran país. Ese fue el objetivo de su esforzada lucha. Su ejemplo debería servir para revitalizar nuestro empeño por frenar el ciclo decadente en el que se encuentra la nación.

martes, 2 de septiembre de 2014

Hijos de Pluto

Los terroristas que lanzaron los ataques a las Torres Gemelas y al edificio del Pentágono habrían tenido otro objetivo macabro: atentar contra los emblemáticos parques de diversiones Disney de California y de Florida, y la Sears Tower de Chicago.
La información la dio el diario Miami Herald poco después del ataque, y dijo que los investigadores del gobierno de los Estados Unidos hallaron planos e informes que describen esos lugares como blancos de nuevos ataques.
Al dar la noticia, el diario afirmó que un funcionario de la CIA, citado bajo condición de anonimato, dijo que uno de los objetivos de los terroristas era “inspirar miedo y hacer que la gente cambie su comportamiento.” Además de los parques de Disney y de la Torre Sears, según los investigadores, los atacantes habían estudiado la posibilidad de golpes contra el gigantesco centro comercial Mall of America, en Minneapolis, y hasta en algunos estadios deportivos.
El 11 de setiembre de 2001, terroristas de la organización Al-Qaeda secuestraron cuatro aviones de pasajeros haciendo estrellar tres de ellos contra el Pentágono y las Torres del World Trade Center, enviando imágenes de desolación a todos los rincones del planeta. El cuarto aparato cayó en un campo de Shanksville, Pennsylvania. Un total de 3.000 personas de 62 países diferentes, entre ellos Argentina, fueron muertas por el solo hecho de estar en mal lugar en mal momento. En los próximos días se cumple un nuevo aniversario de este acto salvaje y criminal que cuenta con el repudio de todo hombre decente y de corazón bien puesto, como diría Esteban Echeverría.
Para intentar despejar el miedo provocado por los ataques y los nuevos trascendidos, la portavoz de Disney World, Marilyn Waters, aseguró que, tras los atentados, el parque incorporó nuevos agentes de seguridad, que trabajan tanto de uniforme como de civil, y puestos de revisión que inspeccionan los bolsos de los visitantes.
Waters dijo que las autoridades del parque “toman todas las amenazas muy en serio, porque no hay razón para creer que nosotros no podamos ser un blanco como cualquier otro.”
Sin comentarios.
¡Qué hijos de Pluto!

lunes, 1 de septiembre de 2014

Una movida absurda

No hay ninguna seriedad en el proyecto anunciado por la presidenta durante su visita a Santiago del Estero de trasladar la Capital Federal a esa ciudad. Sólo se trata de un intento más de esmerilar las noticias sobre la pésima situación por la que atraviesa el país. Afortunadamente, entre el descrédito que sufre el gobierno y la contundencia de la gravedad actual, cualquier maniobra, por elaborada que sea, chocará con el rechazo de la sociedad. En sus más de once años en el poder, nunca el kirchnerismo se preocupó por el tema del traslado de la Capital sino que sus prioridades fueron otras; por ejemplo, la guerra santa contra el diario Clarín. Pero eso era antes. Ahora cambiaron de opinión. Ahora lo que importa es esta maniobra ambulatoria, y las hasta ayer tan temibles conspiraciones corporativas pasan a un segundo plano.
Hoy, cuando el gobierno no puede garantizar la provisión de energía eléctrica, relanza una y otra vez obras de infraestructura que nunca llegan a materializarse, libra batallas épicas con los interlocutores que él mismo eligió para negociar sus deudas, se empeña en avanzar en la regulación de precios y niveles de comercialización, y cuando se embarca en absurdas denuncias públicas de terrorismo mientras no puede garantizar ni la libre circulación de los ciudadanos ni su seguridad, el traslado de la Capital se transforma en otro mero distractor social, igual que el tren bala, igual que las promesas de autoabastecimiento energético, igual que el plan de construir nuevas autopistas entre otros temas de falsedad que han sacado de la realidad a los argentinos.
El argumento del oficialismo es más endeble ahora que nunca. El titular de la Cámara de Diputados y precandidato presidencial por el FPV Julián Domínguez asegura que el traslado cumpliría con el sueño de San Martín, que quería una capital lejos del puerto, atenuar el poder porteño, pues eso es un viejo mal de la política nacional que siempre tendió a centralizar el poder en manos del gobierno de turno sea donde fuere que éste funcione. Ahora bien, intentar fundamentar esa posición en la situación actual, cuando este gobierno está ejerciendo el unitarismo más feroz y arbitrario de los últimos 30 años de democracia, es una contradicción que no resiste el menor análisis. Muchas veces, la presidenta se jacta de gobernar desde El Calafate, y Santiago del Estero es un feudo que está a merced de los poderosos de turno: primero los Juárez y ahora los Zamora. Por eso, proponer el traslado de la capital allí no es un debate serio sino más bien una estrategia para favorecer negocios de amigos.
En 1986, Raúl Alfonsín propuso trasladar la capital a Viedma, “hacia el sur, hacia el mar y hacia el frío,” pero la idea no prosperó. Nada permite suponer que haya más posibilidades de hacerlo hoy. El país acumula acuciantes problemas (inseguridad, inflación, situación económica, etc.), ya se encuentra claramente en recesión, y lo que hay que resolver de manera urgente no es el traslado de la Capital sino estos problemas que el gobierno niega sistemáticamente. Simplemente, el país no está en condiciones de trasladar ni una estatua, como la decisión totalmente inútil de remover el monumento a Colón, por ejemplo. Junto con la Capital se trasladará el conformismo, la obsecuencia, la mediocridad, la arbitrariedad y el clientelismo que caracterizan a este gobierno. Eso será el logro de esta movida absurda.
Y en definitiva, no importa donde esté radicada la Capital. Eso no es lo responsable del deterioro institucional, sino que todo fue avalado por el voto del pueblo que convalidó a cada uno de los gobiernos, labrando su propia suerte. Porque no son las instituciones las que modelan la política, sino a la inversa, como quedó a la vista en los últimos treinta años de democracia.