Más allá de sus buenas intenciones, el mandatario ruso no parece presentar una alternativa plausible. Siria está padeciendo una guerra civil que ya lleva dos años y medio que ha causado al menos 110.000 muertos, dos millones de refugiados y cuatro millones y medio de desplazados internos. El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon asegura que el régimen de Assad ha cometido “muchos crímenes contra la humanidad” y que espera que las investigaciones de los inspectores confirmen un ataque con armas químicas. “Creo que el informe será un informe abrumador de que se usaron armas químicas,” expresó. Por su parte, la organización Human Rights Watch presentó documentación sobre la matanza de 248 civiles perpetrada por el ejército sirio en los pueblos de Bayda y Banias en mayo pasado. En Bayda, "los soldados entraron en las casas, separaron a los hombres de las mujeres, reunieron a los hombres de cada barrio en un solo lugar y los ejecutaron disparando a quemarropa ." La mencionada organización afirma tener "información documentada sobre la ejecución de al menos 23 mujeres y 14 niños, algunos de ellos bebés," y que hay testigos que vieron a las fuerzas favorables al régimen quemar decenas de cadáveres y luego saquear e incendiar casas. “En Banias fueron ejecutados 26 miembros de una misma familia, nueve hombres, tres mujeres y 14 niños,” dicen los reportes.
Estos hechos aberrantes dan cuenta de la grave situación que se vive en Siria y plantean el dilema: ¿Qué hacer? ¿Cruzarse de brazos y seguir mirando con la parsimonia de espectadores de un circo romano cómo este país se sigue desangrando? Cuando el mundo asiste a la tragedia de flagrantes violaciones a la dignidad humana, hay un interés que se impone sobre toda otra consideración y nos urge encontrar una solución. Y ponerla en práctica.
Ya una vez Occidente miró para otro lado cuando los tanques rusos aplastaron Hungría y Checoslovaquia sin el menor pudor. En ese caso la actitud fue apaciguar a los invasores rusos, ya que la idea era evitar todo motivo que pudiera provocar a éstos a seguir cometiendo más ataques. Pero esta actitud de apaciguamiento y retroceso siempre tiene un efecto inverso al deseado. Al ver que nadie reacciona, el enemigo se convencerá de que nadie le hará frente; y así, creyéndose dueño del campo, se sentirá incentivado a seguir golpeando. Apaciguar al enemigo que se expande es incitarlo a seguir atacando. Si la inacción y pasividad del mundo le hacen ver a Assad que nadie le hace frente, se sentirá inmune para seguir cometiendo toda clase de desmanes.
“No me gusta la idea de un ataque armado, no sé dónde está Siria ni por qué quieren lanzar bombas, pero en la guerra todo el mundo pierde, no hay guerras humanitarias”, dice una mujer frente a las cámaras de televisión. Más allá de sus pobres conocimientos de geografía, injustificables desde todo punto de vista, estamos de acuerdo con que no queremos un ataque armado. No queremos que nadie ataque a nadie. Nadie quiere la guerra. Todos queremos la paz. Pero la diferencia es que a veces hay que elegir. Siria no es una democracia de sólidas instituciones republicanas. Es un lugar de gran violencia donde se está jugando el futuro del mundo. Es necesario, entonces, que el mundo sepa qué hacer ante los asesinatos de Al-Assad. La actitud de apaciguamiento no es la respuesta. Por el contrario, Occidente debe ponerse a la altura de sus atemporales principios y valores y tomar la determinación de poner límites a esta locura. Franklin Roosevelt dijo una vez: “Nuestra determinación como nación de mantenernos fuera de las guerras y de los enredos en el extranjero no nos puede impedir sentir una profunda preocupación cuando se desafían los ideales y los principios que valoramos.”
Estos ideales están en juego en Siria. Si Estados Unidos debe erigirse como el gendarme del mundo es una cuestión que todavía debe resolverse, pero con una actitud firme y decidida se puede evitar que más hombres inocentes, mujeres y niños mueran envenenados con gases tóxicos a manos de un régimen despótico y demencial.
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