Desde los tiempos de Adam Smith sabemos que el libre intercambio entre
partes dio origen al progreso de los pueblos. La seguridad jurídica, la
estabilidad monetaria, y el nivel de especialización y amplitud del mercado
distinguieron en todos los tiempos a las naciones más ricas de las más pobres.
Por su parte, economistas de la escuela austríaca, como Ludwig von Mises,
Frederick Hayek y Carl Menger, entre otros pensadores, pusieron énfasis en las
mutuas ventajas del cambio pacífico y voluntario. El término economía define,
de esta manera, el bienestar emergente del trabajo, industria, comercio,
agricultura, y nunca la obra de ministerios que tienen esos rótulos.
Los países más avanzados deben su éxito a la economía basada en la
división del trabajo y el intercambio de mercado. Lejos de procurar un modelo
distributivo de riquezas planificado por el estado, la idea es permitir la
operativa de los factores de mercado dándole a este esquema el mayor grado de
libertad posible. La baja tasa de mortalidad, el bienestar generalizado y el
consiguiente aumento del promedio de vida son los resultados más elocuentes del
sistema capitalista. Por el contrario, la incomprensión del concepto de
gobierno como planificador y dispensador de la riqueza ha conducido al fracaso
y a la postergación. El caos hiperiflacionario, según advertía Read, es el
trágico fin a que conduce el intervencionismo estatal. El contrasentido en esto
es que cuando el estado interviene y legisla sobre las más diversas
actividades, el fracaso se convierte en “planificación estatal.”
La definitiva restauración de las instituciones republicanas consiste en
reconocer que el basamento moral de la creación de los gobiernos proviene del
derecho del individuo a la autorrealización en libertad.
Ese basamento moral incluye remover todos los obstáculos legales que
impidan esta autorrealización y materializar la grandeza de la comunidad de
acuerdo con los postulados de las sociedades libres y competitivas.
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