jueves, 16 de enero de 2014

Y la nave va

Pido al lector que tenga la paciencia de leer esta lista: Chad, Guinea Ecuatorial, República del Congo, Timor- Leste, Turkmenistán, República Democrática del Congo, Irán, Eritrea, Venezuela, Zimbawe, Cuba y Corea del Norte. Son los únicos países del mundo donde la libertad económica es menor que en la Argentina.
Según la edición 2014 del Índice de Libertad Económica de la Heritage Fundation, la prestigiosa institución con sede en Washington que elabora este indicador, la Argentina integra la lista de las economías "reprimidas"  por debajo de otros 14 países entre los que se encuentran Togo, Lesotho y Haití. En ellos, hay más libertad económica que en la patria de Juan Bautista Alberdi.
"La interferencia del estado en la economía argentina ha crecido sustancialmente desde 2003, acelerando la erosión de la libertad económica," dice el informe de la Fundación que analiza la calidad institucional, el tamaño del estado, la eficacia de las regulaciones y la apertura de los mercados de cada país. En el caso de la Argentina, la nueva calificación es de 44.6, quince puntos por debajo del promedio mundial. Además, retrocedió  seis lugares desde el año pasado quedando en el puesto 166 del total de los 178 países evaluados. Todo en medio de duras críticas a “la corrupción, el intervencionismo del gobierno y la pérdida de independencia judicial.”
Corea del Norte cierra la lista. Ese país sometido a la dictadura de los K (Kim, no Kirchner) vive en una ignorancia y una pobreza absoluta con un gobierno corrupto y dictatorial. Lo mismo puede decirse de Cuba, en el penúltimo puesto. Las Islas Salomón, un país de menos de un millón de habitantes compuesto por un par de archipiélagos de Oceanía y que produce algunos minerales, ocupa el lugar 165. Entre las Islas Salomón y Chad, la Argentina.
Hasta acá, suficiente. ¿Hace falta agregar más? Nunca antes como hasta ahora la Argentina ha estado tan lejos de los fundamentos mismos que la había enriquecido, educado y proyectado al mundo con una identidad singular y respetable. Los ilustrados constituyentes liberales de 1853 proyectaron una sociedad basada en el trabajo y un estado austero y educador, moderado y moderador. Alberdi delineó el modelo que Mitre y Sarmiento impulsaron y los siguientes gobiernos perfeccionaron. Fue el exitoso modelo que atrajo al país inmigrantes de todas partes del mundo, el “crisol de razas” que definió nuestra nacionalidad.
El populismo demagogo y estatista fue el verdugo supremo de aquella singularidad. Su consecuencia inevitable fue la gradual decadencia de la nación que alguna vez fuera la séptima economía mundial hasta llegar a ocupar un lugar lamentable y humillante entre los últimos del planeta.
Sin embargo, no sería apropiado buscar en la economía la raíz del problema. La política define esta situación. Cuando hay un poder político absoluto que no reconoce los derechos individuales, la calidad institucional desciende arrastrando consigo todos los aspectos del quehacer humano, entre ellos, la economía. El sistema de la libertad es determinante, y si se violan sus principios, el resultado no será otro que el desastre y la decadencia a todo nivel. Este retroceso del país en materia de respeto por la ley,  la propiedad privada, la libertad de prensa y la cohesión social así lo demuestra.
Hay una increíble degradación del capital institucional. Hay un gobierno intruso que controla la prensa, que somete la justicia, que ofrenda dádivas a sus acólitos para asegurarse sus votos.   Argentina pertenece a la categoría de regímenes populistas y con enormes restricciones ciudadanas. Asimismo, acredita uno de los índices de inflación más altos del mundo.
Y la nave va, como decía Fellini. La decadencia se ahonda y ahonda. Esta inmensa tragedia, lejos de ofrecer visos de solución, no hace más que agravarse en virtud de un gobierno corrupto y mentiroso. La recuperación de la calidad institucional debe ser una política de estado. Ya no se trata, como hacían los argentinos de 1910, de luchar por un lugar entre las naciones más avanzadas de la Tierra. Hoy el objetivo, al menos en una primera fase, es mucho más modesto: mantener cierta preminencia regional para apartarnos aunque sea un poco de los últimos puestos del ranking. De lo contrario, el país estará condenado a seguir descendiendo. Es menester que mejoren las condiciones institucionales para no seguir sufriendo esta ignominia, para no seguir siendo la vergüenza de la región.

lunes, 13 de enero de 2014

Hay que restaurar el contrato social

Los autoacuartelamientos de las policías en diciembre ocasionaron la peor ola de saqueos desde la crisis de 2001. Luego, el desastre energético afectó a 800.000 personas. Para darnos una idea de la magnitud de la tragedia, hay 13 provincias de la Argentina que no llegan a tener esa población. En ambos casos, la respuesta oficial fue la ausencia. Ni un funcionario kirchnerista presente para brindar contención y apoyo, ni un mensaje de la presidenta llamando a la calma. En una palabra, comparecer ante la realidad, pero eso no es lo de ellos. Lo de ellos es rodearse de aplaudidores. La actitud del gobierno fue análoga a la de las empresas eléctricas: nadie contestaba nada, nadie sabía nada.
¿Y por qué, en definitiva, los ciudadanos están desamparados, sin poder recurrir a nadie, sin información, con la máxima autoridad de la nación de vacaciones en el Calafate y con las empresas de electricidad escudadas  en sus contestadores y en sus sedes tapiadas como fortalezas? Porque está roto el contrato social. La Argentina está fracturada. Un país serio se basa en que existe toda una red social que, mal que bien, sirve de contención y apoyo a las necesidades que pueda sufrir la población a través del tiempo. Nunca la sociedad está libre de sufrir todo tipo de avatares, algunos incluso muy traumáticos. Pero en ese caso el ciudadano sabe que no estará desamparado, sino que puede confiar en instituciones y personal calificado que lo ayudará, y eso le proporcionará calma y contribuirá a la paz social. En el caso de la Argentina, en cambio, hay un increíble grado de desamparo, una sensación de  estar librado totalmente a los propios medios en virtud de un estado ausente que no brinda la contención necesaria ante la emergencia. Por el contrario, la falta de respuesta demostrada sistemáticamente ante cada urgencia es alarmante. No se coordinan medidas, no se organiza a los afectados, no se distribuyen los recursos existentes, no se pide ayuda, no se llama a la calma. Se lleva a la población al extremo de la desesperación, una desesperación que alcanza al paroxismo. Hubo cortes de calles sólo por nombrar un hecho de gravedad menor; pero hubo muertes al intentar manipular generadores, niños y ancianos quemados con velas, otros asesinados en verdaderas guerras civiles entre vecinos, electricistas y policías. Hechos que son impensables en una sociedad civilizada porque, en definitiva, nos rige la ley de la selva.
En 2002, Duhalde intervino los contratos de las empresas privatizadas durante el gobierno menemista, y prohibió cobrar más a las empresas de energía privadas del país. Estas empresas dependen de subsidios del gobierno, que se estiman en once mil millones de pesos en 2013. ¿Deben las empresas aumentar las tarifas? ¿Debe el gobierno suspender los subsidios? Son temas de debate que deben resolverse. Pero lo que importa destacar es que un país como la Argentina, en el que cada 10 ó 15 años se rompen las reglas de juego y se formulan nuevas, difícilmente saldrá airoso. Cada gobierno que asume borra lo hecho por el anterior y diseña su propio y caprichoso esquema: se intervienen empresas, se devalúa la moneda, se cambian las alianzas estratégicas internacionales, se rediseñan los programas educativos.
La clave para la supervivencia de un país serio y moderno es capitalizar los aciertos de cada gobierno y llevarlos adelante en el siguiente; no rechazarlos porque no respondan a los intereses políticos del momento. Esa es la fórmula exitosa que han puesto en práctica las sociedades más avanzadas de nuestro tiempo, aquellas que brindan a sus ciudadanos esa sensación de paz social, seguridad y bienestar general  que les da proyección y continuidad y un lugar respetable entre las demás naciones. Por el contrario, la falta de continuidad, la ruptura de esquemas y de reglas de juego enervan la paz y fomentan un clima de tensión y crispación social en el que todo se hace más problemático, más febril. Se vive al día. Argentina está a años luz de ser un país predecible y, por ende, confiable. Es en ese lamentable estado de cosas, que además es propio de un país bananero, en que todo se vuelve más difícil.
Tener agua y luz no son lujos, son derechos del siglo XXI. Importa quién generó el colapso energético. O quiénes. Lo engloba otro factor mucho más importante. Si la Argentina no vuelve a tener contrato social, si no se restaura la cosa pública, si no se supera el estado de anodinia en el que la sociedad está inmersa, el resultado será una fragmentación aún mayor y una sensación aún más grande de vivir en un estado sin ley donde el ciudadano se encuentra totalmente desamparado. Sin mencionar, obviamente, el funcionamiento cada vez peor de todos los servicios. Ese es el factor más grande que engloba al primero, no por eso menos trágico. El hecho de que la sociedad argentina esté hastiada y dividida no es ninguna novedad. Pero eso se profundizó horriblemente durante los interminables días de cortes con el inenarrable precio de penuria, de sufrimiento y de indignidad.