sábado, 14 de mayo de 2011

Occidente, siempre de pie

Desde que las bombas atómicas fueron lanzadas en Japón en 1945, los pacifistas soñadores de un mundo mejor pensaron que era muy peligroso que una sola nación tuviera el monopolio nuclear y creyeron que nada aseguraría más la paz que el acceso de otras potencias a los secretos atómicos. ¿Logró garantizar la paz esta política inspirada en el apaciguamiento? Al parecer, no mucho. De hecho, fue la política que permitió a la Unión Soviética ampliar notablemente su poderío y convertirse en una potencia militar de primer orden.
Los Estados Unidos usaron las armas atómicas para acabar cuanto antes con una guerra que no comenzaron, y que de otro modo pudo haberse prolongado por varios años más, con el peligro de que el enemigo pudiera llegar a tener acceso a las mismas armas nucleares, que hubiera usado de inmediato.
Pero una vez lograda la rendición de Japón, los Estados Unidos no usaron el monopolio nuclear para presionar a otros países. No lo usaron para disuadir a los comunistas de apoderarse de China. Lo pactado con la Unión Soviética antes de la era atómica fue cumplido al pie de la letra. Los países aliados fueron libres de expresar sus disidencias con la política norteamericana y los países vencidos fueron ayudados económicamente a recuperarse y, al poco tiempo, recobraron su independencia y soberanía.
En ningún momento los Estados Unidos intentaron decirle al mundo “las cosas van a hacerse como queremos nosotros porque tenemos la bomba atómica y la usaremos contra quien se oponga a nuestros intereses.” Por el contrario, un profundo sentimiento de responsabilidad, unido a un tremendo cargo de conciencia, fue el común denominador que inspiró a los gobernantes norteamericanos una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial.
Hubo intercambio de información nuclear con otros países, a los que se brindó la posibilidad de tener ellos también armas nucleares. Pero el sueño de los pacifistas resultó a la inversa: a partir del momento en que la Unión Soviética fabricó su primer artefacto atómico, comenzó el chantaje contra Occidente.
Así estalló el conflicto en Corea, y el Kremlin dejó en claro que si los aviones norteamericanos bombardeaban las bases comunistas más allá del río Yalú, en territorio chino, arriesgarían un conflicto nuclear. Más tarde, en Cuba, la consigna fue “si los Estados Unidos intentan algo contra Fidel Castro, arriesgan un conflicto nuclear.” Y después en Vietnam, el mensaje fue “si los yankis intentan ganar esta guerra, se precipitarán en un conflicto nuclear.”
Y la amenaza se tornó rutina hasta el colapso mismo de la URSS. Por no arriesgar una guerra nuclear, Occidente tuvo que tolerar que dos de sus hijas, Hungría y Checoslovaquia, fueran aplastadas por los tanques rusos. Y también, una frustrante derrota en Vietnam y un no menos frustrante empate en Corea. Sin mencionar los crímenes de Pol Pot en Camboya, la toma de rehenes norteamericanos en Irán y la invasión soviética a Afganistán. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, Occidente prefirió la concesión, el apaciguamiento a la reacción, y fue llevado en varias oportunidades a guerras convencionales limitadas, que no podía ganar nunca sin arriesgar una hecatombe nuclear.
Finalmente, luego de 35 años de retroceso y apaciguamiento, surgió en los Estados Unidos una corriente de opinión que, viendo con consternación como su país iba siendo superado como potencia militar en todas las ramas por la Unión Soviética, se agrupó en torno a Ronald Reagan, cuya filosofía era: la única manera de disuadir al enemigo es ser superiores a él.
Durante los ocho años en que Reagan estuvo al frente de la Casa Blanca, Occidente dejó de retroceder. Las diferencias entre demócratas y republicanos, que hasta ese entonces sólo habían sido de matices dentro de un espectro moderado, se convirtieron decididamente en profundos cambios. Reagan conmovió al mundo al anunciar que el comunismo era “uno de los capítulos más negros de la historia de la humanidad” y que ya se encontraba “escribiendo sus últimas páginas.” Trabajando sobre ideas que ya estaban maduras en el inconsciente de los norteamericanos, sostuvo que la política exterior de apaciguamiento de los comunistas era ingenua, y advirtió que cada vez que se cedió frente a Moscú o frente a los gobiernos manejados desde Moscú, lejos de alejar el peligro de una guerra se lo acrecentó, pues ceder ante el enemigo sirve de estímulo a éste para realizar cualquier tipo de aventuras.
La actitud de Reagan fue enfrentar el expansionismo ruso sin concesiones. Su “receta” puesta en práctica plenamente, fue muy simple: fortalecer el ejército norteamericano como ningún otro gobernante lo había hecho desde 1945.
Esto trajo resultados. El comunismo empezó paulatinamente a retroceder perdiendo una tras otra las posiciones de poder que había conquistado hasta que en 1989, se produce la caída del muro de Berlín y finalmente, a fines de 1991, la Unión Soviética, el “imperio del mal” como el mismo Reagan la llamara, deja de existir.
La actitud frente al enemigo no debe ser el retroceso ni el apaciguamiento. Ceder ante el chantaje, lejos de garantizar un mundo seguro, acrecienta el peligro de una confrontación, ya que el enemigo, convencido de que nadie le hará frente, se sentirá envalentonado a lanzar un ataque. Sólo la decidida y valiente actitud de enfrentar al enemigo sin concesiones asegurará la subsistencia de la civilización, impidiendo el triunfo de la barbarie.
Esta fue la política realizada  por Ronald Reagan, un hombre que comprendió muy bien que Occidente debía ponerse de pie y estar siempre a la altura de sus perennes principios y valores.
 

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