lunes, 6 de febrero de 2012

Sobre la necesidad de una reforma constitucional

Aunque se lo propusiera, el presidente Barack Obama no sería capaz de abolir la libertad de prensa en los Estados Unidos porque eso no depende de él sino de todo un sistema del que forma parte en el cual no es más que un engranaje. La democracia es un sistema de equilibrios y contrapesos (“checks and balances” según la tradición anglosajona) en el que cada arista de poder neutraliza a la otra evitando que cualquiera de ellas adquiera una dimensión indebida. En la democracia, el poder no está concentrado en una sola estructura sino disperso en varias. Esta dispersión de poder es la que garantiza que ese mismo poder permanezca en sus cauces naturales, en los límites de “la cosa pública” como forma de organización social. En un régimen despótico, por el contrario, el poder está definido por una concentración monolítica e inapelable.
Llevar adelante ambiciones de poder siempre es más fácil desde el mismo poder. La gran ventaja que otorga manejar recursos del estado representa una situación increíblemente favorable. Desde el momento en que quien detenta el poder decide activar la jugada, cada movimiento será presentado como una batalla heroica, se elegirá a los nuevos enemigos ficticios para llevarla a cabo, y se pondrá el enorme sistema de medios oficiales y paraoficiales al servicio de los intereses políticos.
En las democracias de Occidente, está fuera de lugar todo debate acerca de liberar el poder de los gobernantes de manera irrestricta. Por el contrario, se procura restringir los dislates personalistas, impera la tradición constitucionalista liberal que está dividida en dos ramas: la parlamentaria, vigente en casi todos los países europeos, y la presidencialista, representada por los Estados Unidos. La constitución norteamericana marca la posibilidad de una sola reelección del presidente.
Amérca latina, una vez lograda su independencia, heredó de los Estados Unidos el presidencialismo. Pero, lamentablemente, descuidó la importancia de los otros dos poderes. Se impidió así este necesario juego de “checks and balances” inherente a la democracia. El poder legislativo quedó en un segundo plano. El Poder Judicial se debilitó y no pudo ejercer su función de contrapeso. Se dice que Simón Bolívar afirmó que en América había “reyes con nombres de presidentes.” Eso es porque el caudillismo, que luego de largas y sangrientas décadas de lucha parecía derrotado, volvía bajo un disfraz constitucional.
La constitución argentina se inspiró principalmente en la doctrina de Juan Bautista Alberdi, cuya ideología liberal, puesta en práctica plenamente en aquellos años, hizo crecer a la Argentina y le dio la forma que la convirtió en uno de los pilares del orden internacional.
La reelección consecutiva había quedado proscripta de la constitución argentina hasta que las respectivas intervenciones de Perón y Menem la hicieron posible. Debe observarse que esta no es la tendencia predominante en América latina. Sólo Venezuela, Ecuador y Bolivia admiten la reelección inmediata.
En la Argentina actual, un operativo en busca de la reelección indefinida no le haría ningún favor al principio constitucional de división de poderes. Por el contrario, le daría peso a una de estas aristas de poder en detrimento de las otras. La idea de una reelección indefinida atenta contra el principio básico de la república, que implica una temporalidad de los mandatos. La periodicidad presidencial es un pilar fundamental del estado de derecho. Si bien no hay –hasta ahora- iniciativas en el Congreso para una reforma constitucional, es fácil saber que la necesidad de perpetuidad está latente. Hay una evidente intención para conseguir la reelección indefinida de Cristina Kirchner. Está instalada la nada feliz idea de una “Cristina eterna” según las declaraciones de una conocida diputada oficialista, y hasta el vicepresidente Amado Boudou dijo que “no podemos esperar tres años” para debatir la reforma constitucional.
Hasta acá, creo que es necesario trazar una raya en la arena. En primer lugar, antes de hablar de una reforma de la constitución, es necesario cumplirla. El hecho es que la constitución se viola constantemente y, además, no se cumplen los fallos de la Corte Suprema sobre temas como la publicidad oficial o la movilidad de las jubilaciones. Primero hay que bregar por el estricto cumplimiento de la constitución y luego, eventualmente, se puede pensar en su modificación. Se debe hacer hincapié en la libertad de expresión, el acceso a la información pública y garantizar la división de poderes y su independencia. Es fundamental que el Poder Legislativo tenga independencia y el Poder Judicial autonomía, especialmente considerando el presidencialismo muy fuerte que prima en toda la región.
Sólo entonces, luego de garantizarse su cumplimiento, se podrá ver la posibilidad de una reforma.
Ahora bien, ¿hasta que punto hay en la Argentina actual un estado de excepción que requiera una reforma constitucional? Formulamos una hipótesis: no es más que una manipulación, una maniobra para distraer la atención de 40 millones de argentinos ante el inevitable ajuste de la economía y sus costos sociales, que están a punto de llegar. Ya sabemos que la instalación de conflictos figura en la agenda de cualquier gobierno que sospecha la proximidad de una crisis. El tópico reeleccionista servirá para distraer la atención sobre los verdaderos problemas que preocupan al país: la inflación, la marginalidad, la inseguridad, el deterioro de la educación y los servicios, la falta de diálogo institucional, por nombrar unos ejemplos.
Esta es una interpretación plausible y seguramente sólo contiene parte de la verdad, pero va al propósito de fondo: una increíble voluntad de poder. Una reforma constitucional no es urgente ni necesaria. Le quita legitimidad, además, que esté generada en función de los intereses políticos de una sola persona. La nueva reelección es una causa inexorable de este gobierno y de sus seguidores, y sólo una decisión de la máxima autoridad de la nación –la presidenta- podrá archivarla con el sello de lo definitivo.
Sólo la presidenta estará en condiciones o bien de seguir avanzando en la lógica perversa de reelección tras reelección tras reelección que incentivan sus seguidores y que atenta contra los principios republicanos, o bien de trazar esa raya en la arena que marcará su límite como estadista, comprometiéndose a borrar de su agenda una reforma constitucional que no mejorará la calidad y la previsibilidad institucional.

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