martes, 11 de junio de 2013

Estados Unidos y el destino manifiesto

Tocqueville comparaba a los Estados Unidos con Francia y se preguntaba por las razones que llevaban a todo un pueblo a experimentar, a innovar antes que reiterar su pasado como hacían sus compatriotas. Estados Unidos era el país que conquistaba el Oeste, el que trazaba caminos y ferrocarriles, el que fundaba pueblos y ciudades. Una explicación a simple vista sería que los norteamericanos, al no tener pasado, sólo tendrían una dirección hacia dónde mirar: adelante. Pero esta visión está lejos de ser indiscutible porque este país tiene en realidad, detrás de sí, una historia. Los norteamericanos tienen una memoria presente y viva que no deja de rendir culto a sus monumentos y héroes, pero están convencidos de que son los amos de esa historia y no sus víctimas. Creen en la Providencia más que en la fatalidad. Creen en la libertad individual más que en el peso de las presiones históricas o naturales. Y tienen ese sentido de llamado a la misión, un profundo sentimiento de que tienen la misión especial de esparcir su estilo de vida alrededor del globo terráqueo. Es precisamente un carácter que el resto del mundo se resiste a aceptar.
Los norteamericanos creen en un “destino manifiesto.” Una llamada puritana a llevar su estilo de vida primero dentro de sus propias fronteras y, por fin, al resto del orbe. Fue ese destino manifiesto el que llevó a este país a enfrentar la barbarie nazi en la segunda guerra mundial y a ayudar a Europa a levantarse de nuevo con el Plan Marshall. Años más tarde, ese mismo destino manifiesto empujaba al totalitarismo comunista y lo ponía de rodillas.
En la obra de John Gast llamada “American Progress,” una mujer de aspecto angelical identificada como Columbia (una personificación de Estados Unidos del siglo XIX) lleva la luz de la civilización hacia el Oeste junto con los colonizadores, tendiendo líneas de telégrafo y de ferrocarril, participando de la creación de una nueva Tierra Prometida.
En el reverso del billete de dólar figura la leyenda "Novus Ordo Seclorum." En 1776, es un nuevo mundo el que inician los Padres Fundadores, porque ese "nuevo orden mundial" no se detiene en las fronteras del país que lo origina sino que se extiende al mundo entero. Estados Unidos es, desde hace dos siglos, el laboratorio de todas las experiencias políticas, económicas y sociales que tarde o temprano se volcarán al resto del planeta. De allá vienen las imágenes, las modas, las consagraciones.
En ese mismo billete hay una pirámide trunca. Incumbe a cada norteamericano trabajar para finalizar su construcción, la realización de la sociedad americana. Pero le incumbe hacerlo libremente. Como dice la quinta enmienda de la constitución, “a nadie se le privará de la vida, la libertad o la propiedad.”
La descripción de Abraham Lincoln de los Estados Unidos como “la última y mejor esperanza sobre la faz de la Tierra” es una expresión muy conocida de la doctrina del destino manifiesto. Lincoln era un puritano y profundo conocedor de los temas bíblicos. Por su parte, el historiador William Weeks resume las tres principales características de esta doctrina: la virtud de las instituciones de los Estados Unidos, la misión para extender estas instituciones al resto del mundo y la decisión de Dios de encomendar a Estados Unidos el cumplimiento de esa misión. La piedra angular es la libertad y la creencia en un Dios Todopoderoso. George Washington decía: "Ningún pueblo puede estar más seguro de agradecer y adorar la Mano Invisible que conduce los asuntos de los hombres que el pueblo de los Estados Unidos."
En 1789, cuando el grito en Francia era “libertad, igualdad, fraternidad” el célebre historiador Claude Manceron ha dicho “el viento vino de América.” Era el viento de la libertad.
Dos siglos después, el viento sigue soplando.

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