jueves, 15 de agosto de 2013

El mensaje de las urnas

Un régimen autoritario necesita de enemigos. Es propio del dogma y liturgia del autoritarismo. Es la actitud que demostró la presidente en su discurso del miércoles 14 en Tecnópolis al declarar que sus rivales políticos representan meros intereses. Sólo el oficialismo representa la voluntad popular. Aun cuando el pueblo le haya dado la espalda en las urnas. Luego del discurso, como ya es su costumbre, se volcó a la red social twitter donde volvió a cuestionar a los medios, y en duros términos.
Así, al clima de crispación y enfrentamiento que ha venido caracterizando al país en los últimos años se sigue profundizando. El cuadro que se plantea es el de simple fatalismo fundamentalista: o se está con el gobierno o se es un esclavo de las corporaciones. No importa que un 74% del electorado piense lo contrario. O por lo menos, que asuma que en la vida no todo es blanco y negro sino que también hay matices de gris.
La presidente tendría que saber que en una democracia no hay “suplentes” y que todos somos “los dueños de la pelota.” Es lo que distingue al ciudadano como tal. Las sociedades modernas se basan en lo que Rousseau denominara el “contrato social.” Es decir, los ciudadanos consienten, mediante elecciones libres y periódicas, en delegar el poder en funcionarios probos que ejerzan la voluntad popular traducida en acciones de gobierno. Y si, como puntualizaba Thomas Jefferson, una forma de gobierno de vuelve destructora de este principio, el pueblo tiene derecho a reformarla en bien de su seguridad y felicidad. El desencuentro de un importante segmento de la población con el gobierno krchnerista se debe a que notamos desde hace ya tiempo que están conduciendo el país en un rumbo que no coincide con el de un país serio y moderno basado en instituciones republicanas sólidas y transparentes. Las denuncias y sospechas de corrupción, la galopante inflación, la inseguridad en las calles a lo largo y a lo ancho del país, el deterioro de la educación, el colapso de los transportes públicos, muy especialmente el sistema ferroviario, la justicia sometida al poder central, la falta de obras de infraestructura, sólo por nombrar los factores más relevantes, son los mismos que marcan el deterioro institucional. Es el mensaje que el pueblo dio de manera clara y contundente en las marchas multitudinarias que tuvieron lugar en el país en los meses anteriores y, el domingo, en las urnas. Somos ciudadanos. Pedimos ser escuchados. Pedimos que se nos tome en cuenta. Pedimos abrir una puerta de negociación por la que se vislumbre una posibilidad de cambio del rumbo y de las políticas del gobierno.
En un régimen autoritario, el poder está concentrado en una estructura monolítica e inapelable. En la democracia, el poder no está concentrado en una sola estructura sino disperso en varias que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan evitando que cualquiera de ellas adquiera una importancia desmedida. Ese es el denominador común de los países más avanzados del planeta.
Lejos de ello, Cristina conduce a un grupo de adherentes incondicionales, su ejército de focas aplaudidoras, que nunca le cuestiona nada: sólo la obedece. En esas condiciones, no hay ninguna posibilidad de enmendar nada. La palabra es “verticalismo” y la prioridad oficial es seguir adelante con la guerra santa contra las corporaciones. ¿A quién le importan conceptos tan oligárquicos y reaccionarios como “división de poderes” o “periodicidad de mandatos?”
Hay dos opciones, la jefa de las focas aplaudidoras puede empecinarse en “profundizar el modelo” o bien, asumir que la inflación es real, que la inseguridad existe, que Argentina está aislada del mundo y, así, sentarse a dialogar con quienes le ganaron el domingo y reconocer implícitamente que tenían razón. El voto opositor fue totalmente disperso; eso es muy cierto, pero no por eso deja de ser opositor. Eso es suficiente como señal. La sociedad dice “basta.”
Hasta ahora, la presidenta ha demostrado que no entiende otro lenguaje que no sea la soberbia, la prepotencia y la arrogancia. Lo demuestra con sus twits que a nadie le importan, con sus palabras en inglés, idioma que no habla ni domina, con sus discursos con voz chillona en los que dice cualquier cosa, con sus funcionarios incompetentes y tan arrogantes como ella que nadie se explica para qué los quiere; pero sobre todo con su falta de diálogo, algo que lleva adelante con una tozudez monolítica. 
¿Será la presidenta capaz de escuchar el mensaje de las urnas? ¿Será capaz, por ejemplo, de remover de su cargo al ineficaz y prepotente Guillermo Moreno? ¿Tendrá el valor de solicitar al vicepresidente, atrapado entre sus denuncias y acusaciones de corrupción, que se tome una licencia por lo menos hasta que se aclare su situación en la justicia? ¿Instruiría a su ministro de economía, a la presidenta del BCRA y al jefe de la AFIP para ir levantando, de manera paulatina, el cepo cambiario? ¿Llamará finalmente a un diálogo político? Si la respuesta a estas preguntas, y a muchas otras, por supuesto, es negativa, estamos ante una presidenta que vive encapsulada en el mundo del autoengaño avalada por el séquito de seguidores que la rodean y en todo momento la apoyan en ese aislamiento de la realidad. Por nuestra parte, habremos confirmado el hecho muy percibido por todos nosotros en las marchas que el kirchnerismo se encuentra en su fase final, en su etapa de desaparición definitiva de la vida política argentina. 
Y es que, de hecho, la caída del gobierno comenzó el 13 de setiembre del año pasado cuando los que salimos a la calle nos encontramos con miles y miles de compatriotas que copaban la avenida 9 de julio y Diagonal Norte hasta Plaza de Mayo. Esa marcha fue increíble porque nos sorprendió a todos y superó todas las expectativas. Aún recuerdo que, viendo semejante multitud, pensé: Ya está, ahora es sólo cuestión de tiempo. ¡La gente despertó! 
Desde entonces, el encapsulamiento de la presidenta lo confirma.

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