lunes, 16 de diciembre de 2013

Cantando decimos adiós

En 1959, cuando llegó Castro, Cuba era un país con ribetes de primer mundo. Tan es así que en la embajada cubana de Roma había doce mil solicitudes de visas de inmigrante. El modelo de Fidel incluyó al menos por un tiempo, es cierto, comida y alfabetismo para todos (y todas). Esos modestos logros ya ni se mantienen. Con un par de guisos por mes, sin leche, sin gasolina ni transportes, ¿cómo estar conforme? ¿Cómo no inquietarse o protestar? En esas condiciones, un gobierno democrático no sobreviviría a la primera elección. Un gobierno autoritario al estilo del rumano Ceausescu, por dar un ejemplo, no duraría mucho más. ¿Qué pasa con Fidel Castro? ¿Por qué no cae? Este artículo tiene por objeto resolver el misterio de la supervivencia en el poder de un dictador dinosáurico que representa para su pueblo toda clase de privaciones, padecimientos y persecuciones.
Veamos la historia desde el principio. En la mañana del 8 de enero de 1959, el joven comandante Fidel Castro hacía su ingreso triunfal en La Habana a bordo del jeep que encabezaba su comitiva, blandiendo su fusil y saludando a la alborozada multitud. Desde ese mismo día, desde su primer minuto en el poder, Castro implementó un régimen totalitario, una estructura de poder monolítica e inapelable. Un sistema donde toda la vida individual, familiar, profesional, cultural se halla regulada, orientada y cautelada por un mecanismo casi impersonal y anónimo donde se han ido concentrando todos los poderes.
¿Qué aspecto de la vida queda fuera del alcance de ese mecanismo opresivo? Ninguno. En esas condiciones, no hay alternativas de cambio, no hay posibilidad de reformar el sistema, no hay forma de abrir una hendija por donde comiencen a circular vientos libres.  Cuba es una vasta isla-cárcel en que los súbditos son prisioneros. No hay escape. No hay apelación posible. El poder del estado sobre las conciencias es total.
En agosto de 1989, el gobierno de Hungría decide abrir la frontera con Austria. Inmediatamente, miles de “turistas” empezaron a pasar. Aquel fue el primer eslabón de toda una serie de sucesos el más importante de los cuales, sin duda, fue la caída del muro de Berlín. El comunismo no se sostendría sin el auxilio de la estructura que lo había impuesto: el Ejército Rojo. Los alemanes del Este, los polacos, los húngaros, los lituanos, los búlgaros, nunca fueron comunistas; así lo demostraron apenas la bota soviética dejó de pisar. Esto es lo que, hasta ahora, no ha pasado en Cuba. En la isla-cárcel del caribe no ha habido ese primer eslabón;  la bota de la opresión totalitaria no ha sido levantada un milímetro. Para que un régimen totalitario caiga, debe empezar gradualmente a dejar de serlo. Debe comenzar por retroceder aunque sea un paso. Debe ceder o perder posiciones de poder.  La paradoja es que por “mejorar,” por ser menos totalitario que antes, el totalitarismo cae. El comunismo no terminó en Rusia con el rígido, tiránico e inapelable Stalin sino con el coherente, prudente y mesurado Gorbachov.
Un sistema democrático es coherente consigo mismo: está diseñado para aprovechar y vivir en libertad. Un sistema totalitario también es coherente consigo mismo: su lógica interna es la opresión. No deja ningún resquicio por donde pueda filtrarse su más grande enemiga: la libertad. Toda alternativa es anulada. Toda voz opositora es acallada. Todo rival es encarcelado o muerto. Cuando un régimen hasta ese momento cerrado abre una hendija, firma propia su sentencia de muerte. La libertad es un dominó: tiene que caer la primera ficha. Una vez que esa primera hendija fue abierta, que ese primer eslabón tuvo lugar, que ese primer paso fue dado, todo lo demás seguirá en orden. O como decía George Orwell, la libertad es poder decir libremente que dos más dos son cuatro. Si eso se concede, todo lo demás se dará por añadidura.
Quizás así podamos comprender por qué nuestro barbado amigo sigue en la palestra después de 55 largos años. Porque aunque Raúl Castro sea “presidente del consejo de estado y de ministros de la república de Cuba” (todo eso), el que dirige la batuta es el otro, como siempre. Fidel vive en una gran mansión de La Habana que nada tiene que envidiarle a las mejores residencias de Hollywood mientras que su pueblo sufre hambre y privaciones. Hasta ahora, en Cuba, no se abrió esa primera hendija, no cayó esa primera ficha de dominó, no se dio ese primer paso, esa chispa para que todo explote. Nuestras abuelas decían que por algo se empieza. Ese “algo” se dio con Gorbachov cuando desató los vientos de cambio en la Unión Soviética y entonces fue fácil predecir el fin de los regímenes comunistas. Más atrás en la historia, se dio con Luis XVI el cual, menos enérgico y tiránico que su antecesor Luis XIV, perdió su cabeza y el poder. No se dio con Fidel Castro. Ni bien percibió un disenso  en el alto mando militar, lo purgó sin escrúpulos ni piedad. No sea cosa que suceda en Cuba lo mismo que en Europa del Este: apenas esos regímenes  aflojaron su control, abrieron la Caja de Pandora de la libertad.
Todo lo cual nos remite a la definición de Montesquieu: así como la democracia se consolida cuando es fiel al principio que la inspira –la virtud cívica de los ciudadanos- el despotismo se consolida cuando es fiel a su propio principio: el terror de los ciudadanos convertidos en súbditos. Cuando un dictador decide serlo un poco menos, ya tiene un pie afuera del poder. Por eso, el día que Castro afloje un poco en su tesitura totalitaria, como dice la sevillana, cantando decimos adiós.

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