jueves, 8 de mayo de 2014

Amor, odio, amor

Hugo Chávez le dedicó un Padre Nuestro a Fidel Castro porque pensaba que Estados Unidos era Satanás.
La relación de Chávez con Estados Unidos era como la del resto de la humanidad: inevitable. Hay envidia, admiración y recelo en esa característica historia de amor y de odio por los norteamericanos, especialmente cuando nadie deposita un centavo en el Banco de Cuba. ¿Podemos comprender esta hipótesis de conflicto?
Envidia porque desde que Estados Unidos se independizó, en 1776, el resto de América siguió su ejemplo. Este país fue el primero en romper el yugo con el país más poderoso del mundo, Inglaterra, con lo cual demostró que "el hombre está dotado de ciertos derechos inalienables otorgados por su Creador, entre los que se encuentran la vida, la libertad y el propósito de la felicidad.” La inmortal sentencia de Thomas Jefferson sentó un precedente que cambió el curso de la historia.
Así, los Padres Fundadores levantaron esta nueva nación con ideas simples y nuevas casi sacadas de la naturaleza virgen que los rodeaba, libres de las complicaciones intelectuales de los países europeos que seguían cargando con el peso histórico de la nobleza, los ejércitos y la iglesia. En muchos países se adoptaron instituciones calcadas de los Estados Unidos que, a su vez, imitaba a la antigua Roma. Los capitolios de La Habana, Caracas, Buenos Aires y Bogotá son réplicas del Capitolio de Washington, inaugurado en 1800.
Recelo porque Estados Unidos ha desatado guerras, ha conquistado territorios y ha pasado de ser un país no muy grande de 13 estados hasta expandirse imparable hacia el Oeste y llegar a ser ese coloso continental “de costa a costa” de 50 estados.
Admiración porque dos siglos y medio después de su independencia, Estados Unidos es la primera potencia planetaria. Han creado un sistema económico, político y social tan perfecto que sirvió de inspiración y guía a todos los demás sistemas del mundo y las migraciones son, justamente, hacia ese país. Todos los latinoamericanos (los pobres a recoger la fruta, los ricos a estudiar a Harvard) quieren ir al paraíso norteamericano cueste lo que cueste.
Estados Unidos es el gran laboratorio desde donde se perfila el futuro. De allí vienen las modas, las músicas, las imágenes, las técnicas, las consagraciones que tarde o temprano se esparcirán por todo el mundo.
Para los ingleses, Estados Unidos es la colonia que humilló al rey Jorge. Para  los franceses, la nación que les arrebató la primacía de Occidente. Para los españoles, la potencia que vino a despojarlos de sus últimos bastiones americanos: Cuba y Puerto Rico. Además, toda Europa tiene que agradecer que los yankis le sacaran de encima a Hitler. Y en la Argentina, la historia indica que Kissinger se mostraba complacido con Videla, pero el movimiento de los derechos humanos fue impulsado por Jimmy Carter y su diligente secretaria Patricia Derian, enemigos jurados de la dictadura militar.
Muchos miran con odio a los Estados Unidos por implementar guerras e invasiones en otras partes del mundo. Culpar y odiar es fácil, pero desde este otro punto de vista se adquiere otra visión de las cosas. Durante mucho tiempo, mientras países como Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal o España fueron grandes imperios marítimos, Estados Unidos fue un país pobre. Pobre era el inmigrante que llegaba al puerto de la bahía de Nueva York. Pobre era el pionero que colonizaba el Oeste.
Y uno de los estados del Oeste, California, es hoy tan rico que si fuera un país independiente sería la quinta economía mundial.
Todo ese odio y envidia, entonces, al ver una sociedad próspera y ordenada, una sociedad que se proyecta en el tiempo formada por decenas de culturas diferentes donde el respeto hacia el otro es fundamental, donde no existe el caos, donde las reglas de juego son claras, donde todo aquel que lleve una vida ordenada puede acceder a un crédito para la vivienda, puede progresar a largo plazo. Una sociedad norteamericana que es el espejo del mundo. Y la imagen que se refleja es que en el corazón de cada hombre anida el deseo de ser libre.
Muchos de nosotros sabemos de sobra todo esto, pero resulta sorprendente ver cuántos políticos latinoamericanos siguen engañando a sus pueblos con cuentos sobre “la inexorable decadencia” de Estados Unidos. En muchos casos, son sus propios países los que están en caída libre.

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