lunes, 1 de agosto de 2011

La libertad y la felicidad

Son las 4 de la mañana del 22 de noviembre de 1999 en Cárdenas, una localidad de la costa norte de Cuba. A bordo de una lancha de aluminio impulsada por un motor precario y defectuoso, un grupo de 14 refugiados emprende la travesía que los llevaría a las costas de la Florida, Estados Unidos. No logrará su cometido. Durante el trayecto, esa lancha es sorprendida por una tormenta y 11 de sus ocupantes mueren ahogados. Los 3 sobrevivientes, dos hombres y un niño que aún no había cumplido seis años, se aferran a un neumático como única posibilidad de salvación. Durante dos días, a merced de las olas y bajo el ardiente sol tropical, quedan librados a su propia suerte hasta que el 25, el día de Acción de Gracias, son avistados por unos pescadores unas millas al este de Fort Lauderdale. Los sobrevivientes son rescatados por estos pescadores y el niño, Elián González, es inmediatamente puesto a disposición del Servicio de Guarda Costas de los Estados Unidos.
La comunidad cubano-estadounidense estaba conmovida. Algunos comparaban al pequeño Elián con Moisés y otros con Jesús. Una residente de Miami declaró al Washington Post, “Elián es una señal de Dios diciéndole a la comunidad exiliada: ‘No los he olvidado.’” Cualquier cosa que pudiera pasar después, agregaba, estaba “en las manos de Dios.”
El asunto se politizó enseguida. En Cuba, la batalla por el regreso del niño fue transformada en prioridad de estado. Las siempre tensas relaciones con Washington temblaron de nuevo y Fidel Castro en persona encabezó una campaña patriótica sin precedentes desde los días de la revolución. Millones de cubanos fueron movilizados en torno a la nueva causa nacionalista. En Estados Unidos, los grupos del exilio lo convirtieron en una divisa anticastrista y batallaron sin tregua ante los tribunales para que el niño se quedase en Miami con unos familiares que ya estaban radicados allí. Puesto que la madre de Elián, que lo acompañaba en la lancha, había muerto en el naufragio, la maraña judicial sólo podía hacerse más compleja. Hubo manifestaciones frente a la casa donde Elián vivía con sus familiares, y eso fue convertido en un circo mediático de alcance internacional.
Finalmente, agentes del FBI sacaron por la fuerza a Elián de la casa de sus familiares en Miami. Juan Miguel, su padre biológico, que lo reclamaba desde Cuba, había ganado la batalla judicial y el niño fue enviado de regreso a su país natal a vivir con él.
Hubo pirotecnia de opiniones desde la izquierda hasta la derecha. Y vale la pena tratar de entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el drama de un pequeño de cinco años solo en el mundo flotando en un neumático en pleno océano al rayo del sol.
La revista Newsweek, reconocida como “liberal” (en el sentido norteamericano) nos da una pista para entender esto. En aquella ocasión, publicó lo siguiente: “Ser un niño pobre en Cuba puede, en muchas instancias, ser mejor que ser un niño pobre en Miami. Cuba es una sociedad más pacífica que atesora más a sus niños.” Por su parte, un noticiero de la televisión cubana reproducido luego por la cadena CBS reportaba a un cubano que declaraba: “Pienso que los niños en Estados Unidos no pueden tener una vida similar a la que tienen en Cuba, porque hemos estado viendo por televisión, por ejemplo, que ha habido muchos tiroteos hasta en las escuelas. Así que yo pienso que la educación aquí en Cuba es buena.”
Es en este punto en que los intelectuales progresistas reivindican la sociedad cubana como libre contrastándola con los países latinoamericanos sometidos al peso de las ignominias sociales. ¿Acaso queremos tiroteos en las escuelas? No hay tiroteos en las escuelas cubanas. ¿Acaso queremos el analfabetismo? En Cuba ha sido definitivamente erradicado. ¿Acaso queremos deficiencias en la atención médica? En Cuba, la salud pública cubre todo el país y alcanza a toda la población. ¡Aquella es la verdadera libertad!
Yo voy a disentir.
La libertad no significa caminar únicamente por campos “felices.” Esto resulta particularmente duro de aceptar y entender porque va en contra de un ideal en el que cualquiera de nosotros, de izquierda o de derecha, creería: la libertad y la felicidad van juntas, son las dos caras de la misma moneda. Pero no lo son. Quiero decir, no siempre. La libertad y la felicidad pueden darse juntas; pero también, separarse y tomar rumbos diferentes, a veces hasta diametralmente opuestos, y esto coloca al hombre en la disyuntiva de elegir. Es cierto que Cuba ha dado pasos muy importantes en erradicar el analfabetismo, difundir los deportes, y poner la medicina, los libros y las artes al alcance de todos, pero también es cierto que ha montado una estructura de poder omnímodo y sofocante. En ese sentido, Cuba ha optado por la “felicidad” de su pueblo. La antítesis es que se ha apartado del principio de la libertad.
En esa estructura de poder, la posibilidad de elegir está reducida a cero. Quien quiere eligir algo distinto de lo que el sistema ha programado para él (leer los libros que quieran, decir sin miedo lo que piensan, estar o no de acuerdo con el gobierno, repetir o no sus consignas, reunirse libremente, peticionar a las autoridades, votar por el partido que deseen, entrar y salir libremente del país, usar y disponer de la propiedad privada) es un traidor, un enemigo de la revolución que no quiere aceptar la “vida feliz” que se le impone. ¿Cómo no estar de acuerdo con un gobierno que nos enseña a leer y escribir, nos da salud, trabajo y educación, y nos redime de los males sociales que pesan sobre los otros países de América?
El hecho de que en las otras sociedades haya muchas más opciones para elegir –es decir, de pensar distinto a los demás, de cambiar de trabajo o domicilio, de disentir o aun de combatir el sistema- no significa que la felicidad esté garantizada. En la práctica no es así, obviamente, pues ello depende en última instancia de las posibilidades reales de cada individuo (educación, aptitudes, entorno familiar, etc.). Pero eso las hace, al menos potencialmente, más próximas de aquella utopía en la que el ser humano será libre… y feliz. En estas sociedades, el poder no está concentrado en una sola estructura sino dispersado en varias que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen –mayor o menor- de autonomía a los individuos y, al mismo tiempo, es una fuente de conflictos a todo nivel. En Miami hay tiroteos y libertad. En Cuba, ninguno de los dos. Queda en la conciencia de cada uno de nosotros determinar cuál de las dos alternativas representa el mal menor.
De lo expuesto, no debe inferirse que debamos resignarnos a convivir con la violencia y las injusticias sociales que azotan nuestras sociedades. Tenemos que ponernos de acuerdo en la manera en que vamos a enfrentar estos problemas tan serios. Juan Bautista Alberdi decía que las soluciones a los problemas de la libertad surgían de la misma libertad. Nada más lejos de eso que el régimen cubano.
Y en definitiva, el infierno cotidiano de escasez, racionamiento, censura, vigilancia, persecución, encarcelamientos y fusilamientos que ese gobierno está causando a sus súbditos desde hace 52 años, nos hace dudar mucho que nadie –mejor dicho, nadie que no sea un cínico- pueda hablar honestamente de algo que remotamente se parezca a la felicidad en ese país. ¿Dónde atesoran más a los niños? ¿En qué instancias ser pobre en Cuba puede ser mejor que ser pobre en Miami?
La respuesta está en una pobre lancha de aluminio en la que 14 alfabetizados cubanos apelotonados como sardinas, moviéndose a las 4 de la mañana como ladrones para no ser descubiertos, escapan horrorizados de un feliz paraíso socialista en busca de un país donde no saben si encontrarán felicidad, pero sí saben que encontrarán libertad.

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