lunes, 3 de octubre de 2011

La propuesta de Keynes

El estado y el mercado son dos realidades humanas que, como tales, son imperfectas. Sin embargo, siempre hubo utopías que imaginaban un estado perfecto o un mercado perfecto. En los años veinte predominaba una visión de un mercado perfecto que muy pocos cuestionaban, hasta que la crisis de 1929 despedazó los sueños de esa imagen. Lo que siguió al “martes negro” fue la realidad de una gran crisis mundial de recesión y desempleo. Le tocó a un economista inglés, John Keynes, elaborar esta pérdida tan traumática. En su famoso libro “Teoría general del empleo, el interés y la moneda,” publicado en 1936, Keynes expuso la imperfección central de esta obra humana que es el mercado.
Esa imperfección consiste en una subutilización de los recursos disponibles. Esto ocurre cuando una parte importante de dichos recursos, en lugar de volcarse a inversiones productivas, se destina a la especulación (oro, fuga de capitales hacia paraísos fiscales, etc.) Cae entonces la producción de bienes y servicios. Cuando la demanda cae, comienza una espiral recesiva que desemboca en altas tasas de desempleo.
Keynes proponía que en esas crisis el estado saliera a gastar para reactivar la demanda. Keynes reintroducía de este modo al estado en el centro de la actividad económica. Pero esa intervención estimuladora de la demanda y el empleo debía realizarse a título excepcional, por breve tiempo, hasta que el ritmo natural del mercado se restableciera. Una vez logrado ese efecto, todo volvería al predominio el mercado que caracteriza a la civilización capitalista. Keynes no previó que aquello que empezó como una intervención excepcional del estado daría lugar a toda una corriente estatista como la que sucedió en las décadas siguientes. Para decirlo de otra manera, así como hay gente que es más papista que el Papa, hay muchos que son más keynesianos que Keynes.
A partir de la moderación de Keynes, que quería salvar al capitalismo introduciéndole reformas “localizadas,” esta doctrina desembocó en la sustitución definitiva del mercado por el estado como centro de la actividad económica. El estatismo temporario de Keynes fue tergiversado y convertido en estatismo permanente por políticos y burócratas cuya meta ha sido siempre maximizar su propio interés, así como el de las clientelas partidarias y empresarias que los acompañan.
Esto tuvo una consecuencia paradójica: el desempleo. O mejor dicho, lo que algunos economistas llaman el desempleo encubierto. El keynesianismo borró las altas tasas de desempleo en la década del treinta; pero a cambio, creó este desempleo encubierto: el nombramiento sin sentido de millones de personas en el aparato del estado o en las empresas que éste protegía sin que ninguna función útil o productiva justificara su presencia allí. De esta manera, tuvo lugar una verdadera ficción según la cual millones de personas cobraban un salario, pero no producían lo que cobraban. La idea, entonces, fue creer en un estado perfecto.
Recién en los años sesenta y setenta, un vigoroso renacimiento liberal desplazó las ideas de Keynes en el campo intelectual. Así como Keynes había señalado en su tiempo una falla central en el mercado, pensadores como James Buchanan, Milton Friedman, Frederick Hajek y Karl Popper descifraron la falla central del estado: los planificadores no pueden tener toda la información necesaria para orientar y reglamentar la acción económica de una sociedad. Sobre todo, les es imposible prever las innovaciones. Por lo tanto, cuando quieren planificarlo todo necesariamente se equivocan.
Podemos atribuir el alto desempleo que hoy padecen muchas naciones desarrolladas a tres causas concurrentes. Una es el factor que ya observó Keynes: los ciclos económicos del mercado. Cuando la economía se expande, crece el empleo. Cuando se retrae, crece el desempleo. Las naciones industrializadas atraviesan en estos momentos uno de esos ciclos recesivos.
Pero hay otras dos causas extra-keynesianas. Una es el factor tecnológico. El mercado exige competencia y capacitación constante y permanente. Para ser competitivas, las empresas tienden a incorporar computadoras y robots. Las máquinas son en muchos casos más competitivas que los individuos. En esta otra competencia laboral entre máquinas e individuos, aquellas casi siempre prevalecen. La desocupación, entonces, es un hecho tanto cualitativo como cuantitativo. Eso significa que resulta indispensable un sistema educativo que tenga una relación más práctica, directa y concreta con el mundo laboral que deben enfrentar los jóvenes. Lamentablemente, los gobiernos suelen interesarse poco en esa vinculación.
La tercera causa está ligada con el estatismo seudokeynesiano. En su empeño por proteger el empleo con rígidas normas que aumentan los costos empresariales, los diversos gobiernos logran que se retengan empleos ya establecidos al costo desalentar la toma de nuevos empleados. A ello se suma el desempleo de los empleados públicos que el estatismo nombraba y el mercado despide.
En los Estados Unidos, el desempleo es más bajo que en Europa. Allí hay una completa flexibilidad laboral: se toma y se despide fácilmente, lo que explica por qué cuando el ciclo económico sube el empleo crece. Pero en Europa existe un fuerte control estatal sobre normas laborales, debido a lo cual el empleo sube menos que el crecimiento de la economía aún en un ciclo ascendente.
La desocupación es uno de los problemas más serios en cualquier sociedad. Y la percepción real de este problema incluye no sólo lo económico sino también la tensión social y hasta los conflictos familiares. Allí, no importan los números sino que estamos asistiendo a la descomposición misma de sectores enteros de la sociedad. El cambio no consistiría entonces en soñar con un estado o un mercado perfectos, sino en emplear la realidad humana del estado como una espléndida herramienta para enmendar las imperfecciones de la realidad humana del mercado: ni más ni menos que la propuesta original de Mr. Keynes.
Está implícito que ese proceso debe hacerse con una cuota de prudencia, respetando los tiempos y los límites de la transición.

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