sábado, 17 de diciembre de 2011

El modo perfecto de que el Gran Hermano te vigile

En 1762, Jean-Jacob Rousseau publica su célebre “Contrato social” según el cual el pueblo consiente en delegar el poder en ciertos magistrados electos por tiempo determinado, cuyas atribuciones son limitadas y que se encuentran sujetos a una fiscalización constante y permanente por la ciudadanía. A menos que el pueblo considere que los actuales gobernantes son legítimos, el pueblo no tolerará la continuidad del régimen en el poder. En realidad, no tiene ninguna necesidad de tolerarlos porque cada vez que se hastían, las masas populares tienen el poder de cambiar el régimen a través de las elecciones.
Esta consideración pareció tener sentido durante mucho tiempo como un elemento crítico del análisis político. Y aún hoy lo tiene. Sin embargo, ciertas tendencias de larga data han debilitado progresivamente la fuerza de este análisis. El elemento principal de estas tendencias es el tremendo crecimiento del número de personas y de su proporción en la población que dependen directa o indirectamente de los beneficios estatales en un grado sustancial.
En los Estados Unidos, por ejemplo, una de cada tres personas depende de alguna manera
de los casi cuarenta programas federales importantes que van desde seguro de desempleo y asistencia para la vivienda hasta beneficios de educación universitaria y subsidios agrícolas. Sin mencionar el complejo sistema de asistencia médica conocido como Obamacare, sancionado en marzo del año pasado.
Aquellos que dependen de los programas gubernamentales para percibir una parte importante de sus ingresos y hasta para la misma subsistencia tienen participación cero en el contrato social que nos legara Rousseau, y tampoco ejercen virtualmente peso alguno en oposición a los gobernantes de turno. Su dependencia de los beneficios gubernamentales los neutraliza eficazmente en lo atinente a su oposición al régimen de cuya asistencia dependen para subsistir mes tras mes, año tras año. Y este ciclo de dependencia causa que estén literalmente condicionados para seguir favoreciendo la continuidad y ampliación de estos programas de estado; es decir, para seguir votando a los funcionarios que habrán de instrumentarlos elección tras elección.
A medida que las filas de aquellos que dependen de los programas del gobierno siguen creciendo, la necesidad de los gobernantes de cumplir con el contrato social disminuye. Las condicionadas masas temen perder los beneficios de los planes del gobierno. El voto se convierte en una prenda de cambio. Votos a cambio de beneficios sociales es la perversa ecuación. El estatismo es intrínsecamente perverso y siniestro porque lo único que busca es la entronización de una clase política dirigente. Los amos saben muy bien que las ovejas no atrancan el campo en el que los pastores están haciendo posible que coman y sobrevivan. Toda persona que se torna dependiente del estado es una persona menos que podría actuar de alguna manera posible para contrarrestar el régimen existente. Por eso, los gobiernos modernos han ido mucho más allá del “pan y circo” de los romanos y empleando esa misma demagogia (sólo que mucho más proporcionada) se han convertido en figuras muy similares a la de aquel Gran Hermano de la fábula de Orwell que intervenía en cada aspecto de la vida de los súbditos y los aplastaba con su estructura de poder omnímodo y sofocante.
Y en el proceso de hacerlo, en el proceso de intervenir, controlar, subsidiar, regular y estatizar, los gobiernos dijeron a los pueblos que eso era bueno. Los convencieron de que el objetivo era ayudar a los pobres. Creo que la idea era “ayudarlos” a que sigan siendo pobres siempre para asegurar que todo riesgo de oposición quede neutralizado.
En tales circunstancias, no sorprende que los únicos cambios significativos que se producen en la composición de las clases políticas sean un perfecto ejemplo de la máxima de Mariano Moreno: “Si los pueblos no se ilustran, cambiarán de tirano pero no de tiranía.”

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