sábado, 10 de diciembre de 2011

Todo aumenta con Cristina

Un modelo económico que aumenta el empleo parece estar fuera de toda discusión. Nadie está en contra de la inclusión social. Sin embargo, cuando ese crecimiento trae aparejado el aumento de factores totalmente negativos, se pone en tela de juicio la legitimidad del proceso en sí.
La crónica del gobierno kirchnerista en la Argentina, en efecto, confirma esta aseveración. En vez de corregir desigualdades, el kirchnerismo las ha intensificado. Ha aumentado la inflación, la deuda externa, la inseguridad, el narcotráfico, la marginalidad, el despilfarro, la corruptela, el clientelismo político, las prebendas de unos pocos a costa de los gobernados, la extorsión al ciudadano a base de altas tributaciones, tarifas costosas y servicios públicos deficientes, y como consecuencia de todo lo anterior, la desconfianza del ciudadano hacia las instituciones. El kirchnerismo bien puede ser recordado como la Edad de Oro del Aumento en la Argentina. No hay nada que no haya aumentado con Néstor y con Cristina. Sin mencionar, por supuesto, el peculio de nuestra actual jefa de estado.
¿Y quién se beneficia en esta “época de oro de los aumentos?” Es fácil saberlo: un pequeño número de empresarios sobreprotegidos que deben su fortuna a mercados cautivos y a toda una maraña de regulaciones gubernamentales que los favorecen, una oligarquía de políticos clientelistas, una aristocracia sindical obsecuente del gobierno y, por supuesto, la runfla de burócratas surgida como hongos después de la lluvia a la sombra del mismo gobierno. Mientras tanto, la galopante inflación continúa causando estragos a todo nivel.
Asimismo, preocupa la falta de una justicia verdaderamente independiente en un país donde algunos magistrados actúan más bien como secretarios del poder de turno.
Cristina Kirchner inicia hoy su segundo mandato presidencial. Estos cuatro años van a ser cruciales para una Argentina en un mundo con tan severos índices de recesión y desocupación. Para asegurar las bases y condiciones que garanticen un crecimiento sostenido en un marco de estabilidad jurídica, es menester apuntalar los contenidos que hacen a la vida institucional en democracia; a saber, el cumplimiento de la ley, el funcionamiento transparente de las instituciones, el equilibrio de poderes y la publicidad de los actos de gobierno o bien la obligación de rendir cuentas de la gestión, factores éstos que no debieran verse como quimeras sino, simplemente, como elementos inherentes a todo régimen democrático independientemente de su grado de consolidación. Por el contrario, hay que evitar a toda costa la concentración de poder en la figura presidencial a la cual tan afecta parece ser el modelo iniciado por él (perdón, ÉL) y que en estos ocho años ha dado como resultado el descrédito en que han caído los aparatos partidarios, la tendencia a pensar la política como algo que concierne sólo a los que hacen de ella una profesión, los embates contra la libertad de prensa, la manipulación de la historia, la centralización del poder en desmedro del federalismo, el deterioro de la infraestructura y, en definitiva, la apatía cívica y una marcada presunción de que las decisiones se toman a espaldas del ciudadano.
Es muy positivo que aumente –y lo siga haciendo- el empleo. Pero ese logro debe capitalizarse con otros elementos igualmente favorables. El signo esperanzador del aumento del empleo, la construcción y el mercado interno debe basarse en la convicción de que la democracia no se construye de un día para el otro sino gracias a la continuidad de ciertas reglas de juego que no deben alterarse por los sucesivos cambios de gobierno. Alberdi nos hablaba de “elevar” a nuestros pueblos a la altura de las formas republicanas. La vigencia de las instituciones es, por lo tanto, la garantía para generar consensos, para pactar reglas de convivencia, para corregir hábitos hostiles a las instituciones libres y para renovar la confianza de los ciudadanos en aquellos políticos que todavía creen en la política como un servicio a la comunidad.

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