viernes, 1 de marzo de 2013

El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra

El primer caso documentado de control de precios de la historia data del año 301, cuando el emperador romano Diocleciano estableció “bajo pena de muerte” precios máximos para más de mil artículos. Diecisiete siglos más tarde, el emperador argentino Guillermo Moreno pide “tolerancia cero” para los comerciantes que infrinjan los precios máximos establecidos por él. Una prueba cabal de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Desde aquellos días tan remotos, hay sectores políticos que insisten en que el estado es capaz de vulnerar el delicado equilibrio de la oferta y la demanda, piedra angular de la economía de mercado. Cuando el hombre pretende ignorar este concepto, las consecuencias son catastróficas.
Un día, por ejemplo, el hombre se indigna porque en el supermercado detecta un aumento en el precio de un determinado producto. Entonces, supone que se trata de un aumento arbitrario dispuesto por los dueños de ese supermercado para aumentar sus ganancias. No quiere comprender que, si bien el deseo de todo comerciante es aumentar las ganancias, nadie puede aumentar un precio por encima de lo que el mercado está dispuesto a pagar, porque corre el riesgo de no vender nada. Entonces el hombre, convencido de que puede hallar sustitutos más idóneos que la ley de la oferta y la demanda, le pide al estado que intervenga. El estado accede, presuroso y complaciente. Establece un control de precios. (En realidad, no es control de precios sino de personas. Los que sufren la humillación de ver sus vidas controladas por el estado no son los precios sino las personas). Pero, ¿qué sucede entonces? El producto en cuestión comienza a escasear. ¿Por qué? Porque nadie tiene interés en producir algo si van a obligarlo a que lo venda por menos del precio establecido por la ley de la oferta y la demanda. No solamente eso, la calidad del producto será inferior a lo que era, sin duda, pues la escasez habrá acicateado la demanda, y al no haber competencia al vendedor no le interesa mejorar su producto. También, gracias al propósito de eludir el principio de la oferta y la demanda, será pésimamente atendido en los establecimientos, ya que a los dueños no les interesa mejorar el servicio. Y finalmente, cuando el estado retira los controles de precios, termina pagando un precio más elevado del que hubiese pagado si de entrada hubiera aceptado el precio con aumento impuesto por el mercado con su libre juego. Estos son los logros cuando el estado intenta tergiversar las leyes económicas.
Un producto puesto a la venta es, en sí mismo, un desafío a que surja la competencia, y al aumentar la oferta disminuirá la demanda y bajarán espontáneamente los precios, y el resultado serán supermercados con las góndolas llenas de variadas y abundantes mercaderías, precios convenientes, calidad en la atención y, en definitiva, esa sensación de prosperidad y de bienestar general que se respira en las sociedades más avanzadas de la Tierra; aquellas que han tenido la sabiduría de rechazar políticas de intervencionismo estatal adoptando, en cambio, la economía de mercado
La ley de la oferta y la demanda es un parco sistema de señales (el único que existe) que permite saber al hombre qué productos deben ser colocados en el mercado y cuánto se ha de pagar por ellos. Toda intervención del estado es una distorsión de esas señales cuyos resultados, como dije, son catastróficos. Es lo que sucede cada vez que el hombre se deja convencer por los estatistas de que las leyes del mercado pueden ser vulneradas por disposiciones del gobierno, por decretos de funcionarios mesiánicos que creen saber mejor que nosotros lo que es mejor para nosotros mismos. Desde el imperio romano hasta el imperio del relato kirchnerista (el más corrupto del que se tenga memoria), la historia de la humanidad nos demuestra, sin excepciones, que las políticas de intervencionismo estatal destruyen la economía y devastan las comunidades más prósperas hasta reducirlas literalmente a polvo. Y que, en cambio, la economía de mercado es la herramienta idónea, indicada e insuperable para asegurar el progreso y el bienestar.     

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