jueves, 24 de junio de 2010

La libertad y la igualdad

En un reportaje publicado por el diario El País en diciembre de 1979, el célebre escritor colombiano Gabriel García Márquez daba su explicación al problema de los refugiados de Vietnam que, por aquel entonces, huían en botes de ese país del sudeste asiático. Para él, las gentes de los botes, los "boat people" eran "millonarios y ricos comerciantes del abigarrado barrio de Cholon, una ínsula capitalista en medio del país más austero de la tierra, con toda clase de extravagancias nocturnas para solaz de sus propios dueños. Había casas de suerte y azar, fumaderos de opio, burdeles secretos y restaurantes de delirio donde servían platos tan exquisitos como orejas de oso con orquídeas y vejigas de tiburón en salsa de menta."
Se advierte en su análisis un considerable desdén, ¿verdad? ¿Por qué esa lectura? ¿Por qué, para el autor de Cien Años De Soledad y algunos años más tarde Premio Nobel, estos vietnamitas que huían en sus botes a razón de cien, doscientos y hasta trescientos de ellos por embarcación, serían tan sólo una sarta de capitalistas insensibles y reaccionarios, cuando no agentes encubiertos del imperialismo yanki? La siguiente frase publicada cierta vez por el periódico cubano Granma, nos da la clave para entenderlo: "Las fronteras entre el delincuente común y el contrarrevolucionario se confunden."
La libertad y la igualdad son incompatibles. No es posible compaginar ambos ideales en dosis idénticas. Esta es una realidad que cuesta aceptar porque se trata de una realidad trágica, una realidad que va en contra de todo un conglomerado de ideales maravillosamente generosos en los que cualquiera de nosotros creería, y porque coloca al hombre en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre dos aspiraciones que tienen la misma fuerza moral y que parecen ser inseparables: las dos caras de la misma moneda. Pero no lo son: la libertad y la igualdad sólo pueden hacer un corto trecho juntas. Luego, fatalmente, los caminos de ambas se cruzan y divergen.
La libertad no significa caminar únicamente por campos "felices." Ella es la posibilidad de elegir. Y cuando hablamos de elegir, no solamente por las opciones "buenas" sino también por las "malas," responda o no nuestro criterio de elección a la ideología o a la moral reinantes. En una sociedad como la Cuba de Castro o el Vietnam del Vietcong, donde toda la vida personal, familiar, profesional, cultural se halla dirigida, regida, regimentada, regulada y programada por un mecanismo impersonal y anónimo donde están concentrados todos los poderes en nombre de la igualdad, esta posibilidad está reducida a cero, como gráficamente lo demuestra la frase de Granma. Quien elige algo distinto de lo que la ideología reinante ha programado para él, es un contrarrevolucionario: un antisocial y delincuente que no quiere aceptar la "vida feliz" que se le impone. La "igualdad" no permite al hombre elegir la infelicidad: ello es delito.
En una dictadura, el poder está concentrado en una sola estructura omnímoda y asfixiante. En la democracia, el poder no está concentrado en una sola estructura sino dispersado en varias que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen mayor o menor de libertad e independencia a los individuos y, al mismo tiempo, inevitablemente, es una continua fuente de desigualdad a todos los niveles.
No se trata de resignarse a vivir en la injusticia. Simplemente, hay que renunciar a los ideales extremos, a las aspiraciones ulteriores. Juan Bautista Aberdi decía que la omnipotencia del estado es la negación de la libertad individual. Así lo han entendido las naciones que han alcanzado los más altos niveles de civilización de nuestro tiempo. El mundo no es perfecto: es perfectible. Por eso, si el barrio de Cholon era una ínsula capitalista en Vietnam, bienvenido sea: por algo se empieza.
En una dictadura, la única igualdad es la dictadura, valga la redundancia. Esa es la única "justicia" que tiene el ser humano cuando no es libre. Por eso, el ser humano ha demostrado que está dispuesto a cualquier cosa con tal de huir a los países de la "desigualdad:" las democracias liberales de Occidente, donde encontrará libertad.
Es la más mínima y elemental de las libertades: irse del país para el que no está de acuerdo con el gobierno. Como el ejemplo de los vietnamitas. Como el ejemplo de los cubanos que abandonan la isla en balsas hechas a mano y navegando en un mar de tiburones, acaso los mismos cuyas vejigas se servían en los delirantes restaurantes oportunamente denunciados por García Márquez. Como el ejemplo de los alemanes que saltaban el muro de Berlín bajo las balas de los oficiales de la RDA.

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