sábado, 17 de julio de 2010

Una visita al reino de los anticapitalistas

Los esfuerzos de los intelectuales de izquierda para convencer al pueblo de Dios de que el capitalismo es una maldición infernal, son conmovedores. Veamos, con toda la paciencia que el caso requiere y tomándolo según de quien viene, algunos ejemplos.
En 1840, el poeta francés Arthur de Gobineau declaraba: "Nuestro pobre país está en decadencia romana.  El dinero lo ha destruido todo. No tenemos fibra ni energía moral. Ya no creo más en nada." Su compatriota y contemporáneo Gustave Flaubert sostenía que el odio a los burgueses es "el principio de todas las virtudes." Este señor firmaba sus cartas como "burguesofóbico" (sic) para demostrar cuánto despreciaba a "estos estúpidos comerciantes y su calaña." Para el alemán Friedrich Hölderlin, las clases medias son "incapaces de sentir emoción." Otro francés, el novelista Stendhal, decía que los hombres de negocios eran "avasallantes y avaros" y que lo hacían "llorar y vomitar al mismo tiempo." (¡Pobrecito! ¡No podía comer nada!) Werner Sombart, autor de un emblemático ensayo antiburgués titulado "Comerciantes y Héroes" decía, como su nombre lo indica, que hay dos tipos de personas: "El comerciante se acerca a la vida con la pregunta, ¿qué puedes darme? El héroe se acerca a la vida con la pregunta, ¿qué puedo darte?" El comerciante es, entonces, "el capitalista egoísta que vive una vida mezquina y artificial entre relojes de bolsillo, periódicos, paraguas, libros y política." El héroe es, en cambio, "el hombre pleno, generoso, vital, espiritual y libre."
William Faux decía que "dos dioses egoístas, placer y riquezas, esclavizan a los norteamericanos." Estaba de acuerdo con Francois La Rochefocauld Liancourt, que decía que la pasión que regía a ese país era su deseo por la riqueza. Por su parte, el alemán Oswald Spengler temía que su país se volviera como la "desalmada Norteamérica" donde "lo único que importa es la veneración por las habilidades técnicas y el dinero." Y decía que "necesitamos dureza, necesitamos escepticismo sin miedo, necesitamos una clase de dirigentes socialistas." Esto, por supuesto, está en el basamento ideológico de todas las guerrillas. No en vano, el Che Guevara decía, "un pueblo sin odio no puede triunfar."
Charles Dickens describía un país de "toscos ordinarios frenéticamente persiguiendo al dólar todopoderoso." Matthew Arnold advertía que fuerzas globales "americanizarían" Inglaterra. "La van a deteriorar por sus pobres ideas y su falta de cultura," decía. Paul Dehns iba más lejos y hablaba de la "americanización del mundo." Según él, esa "americanización" iba a ser el "ininterrumpido, exclusivo e implacable afán de ganacias, riquezas e influencias."
Cuando los anticapitalistas se refieren a sus enemigos (entre los que tienen el honor de contarme), invariablemente los retratan como fanáticos enloquecidos por el dinero y las riquezas materiales, como enceguecidos comercialistas que ante nada se detienen en su insaciable afán por más y más. Y este materialismo tan vulgar, a su entender, ha destruído la moral de los hombres y amenaza con acabar con la civilización y el mundo entero. Amenaza, en palabras del anticapitalista supremo, Marx, tomar todo lo que es sagrado y convertirlo en profano.
El anticapitalismo es, en realidad, un odio al éxito. Es un odio albergado por gente que se considera superior espiritualmente pero que al mismo tiempo (y esta es la clave para entenderlo) se sienten desplazados en el terreno social, político y económico y, por lo tanto, creen tener derecho a una compensación. Su balanza interna está calibrada de manera diferente. Observan el universo que los rodea y concluyen que el mundo es injusto, que recompensa a las personas injustas, los valores injustos y las habilidades injustas. Podemos atribuir el triunfo de una persona honesta a una gran ética de trabajo, instrucción, preparación, disciplina, o sencillamente haber sido afortunado: haber estado en el lugar justo y en el momento justo poseyendo las habilidades justas. Al mirar un país rico y poderoso, tratar de localizar la fuente de su vitalidad, ponderar sus recursos humanos y naturales, su libertad, sus instituciones y normas sociales. Pero para nuestros amigos anticapitalistas, esto no es tan sencillo. El éxito nunca es legítimo o merecido. Es para monstruos egoístas que adoran el becerro, el ídolo, el corruptor satánico, el oro, Wall Street. Es para naciones cuya prepotencia, injusticia y brutal búsqueda de dominio les permite edificar fortunas, fabricar armas, preparar ejércitos y jugar el rol del hiperpoderoso en el planeta. Al mirar el capitalismo, miran con desdén la falta de servicios sociales en lo que perciben como un sistema que recompensa la movilidad y el esfuerzo mas no tiene la gracia de amortiguar el infortunio de las clases sociales menos favorecidas como debería. Miran con perplejidad la cultura comercial del capitalismo como alguna máquina imparable que parece diseñada para avasallar cualquier otra cultura que se interponga en su camino. Perciben que el capitalismo tiende a favorecer a todo aquel que es egoísta; no así a ellos, en cuyo prístino corazón no hay lugar para el egoísmo. Y así, se consumen con su sentimiento de injusta inferioridad y desplazamiento social. Odian y odian. Las lacrimógenas reacciones de Stendhal marcan el camino.
Y este odio al capitalismo y al éxito ha perdurado a través del tiempo. El anticapitalismo -y no otro- es el responsable de haber puesto en la palestra a personajes tan disímiles como Fidel Castro, Saddam Hussein, Yasser Arafat, Omar Khadafi y Osama Bin Laden. Es el causante de que el G8 no se pueda reunir en paz en ninguna ciudad del mundo por las protestas de los antiglobalistas. Es el motivador de medios tan influyentes como Le Monde Diplomatique, que dijo que Estados Unidos "controla el FMI y el Banco Mundial, las instituciones que recompensan a los ricos y castigan a los pobres." Igual que Flaubert, Stendhal y los otros, los anticapitalistas de hoy se debaten en el colmo del odio más grande y más nihilista.
Leí en el Reader's Digest que grupos de intelectuales franceses brindaron con champagne por los ataques a las Torres Gemelas, el 11 de setiembre de 2001. Tal vez es sólo humor negro. Tal vez lo hicieron porque necesitan convencerse a sí mismos de que son moralmente superiores sólo para poder mirarse al espejo cuando se levantan cada mañana (si es que alguna vez se levantan antes de las doce del mediodía, claro). O tal vez, cuando alguien nos odia, es en ese odio donde podemos ver mejor reflejadas nuestras propias fuerzas, nuestro carácter, nuestras virtudes, nuestras potencialidades.
Los hombres de empresa proporcionan productos y servicios útiles y necesarios para beneficio de quienes los compran, y la contrapartida es la retribución económica que perciben a cambio de dichos productos y servicios. De eso se trata el capitalismo: productos y servicios a cambio de retribución económica. Los anticapitalistas tienen todo el derecho del mundo a pensar como quieran, pero eso no quiere decir que sean espiritualmente superiores a nadie. No tienen ningún derecho a reclamar un "terreno perdido" que nunca fue de ellos. Nadie les debe nada ni social, ni política ni económicamente.
Por último, no se pregona el odio. Un pueblo sin odio sí puede triunfar. Hasta puede llegar a la luna, como lo hizo Estados Unidos.

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