lunes, 16 de agosto de 2010

Ese sueño llamado Estados Unidos

Hay que observar a los Estados Unidos. Hay que prestarles atención. Quiérase o no, allí se perfila el futuro. Esta nación es desde hace más de dos siglos, el laboratorio de todas las experiencias políticas, económicas y sociales que tarde o temprano se volcarán sobre el resto del mundo. Esa es la razón por la cual el viaje a los aeropuertos de New York o Los Angeles es mucho más que una simple aventura turística; es una puerta abierta a un tiempo futuro. Es de allá desde donde no dejan de venir las imágenes, las modas, las consagraciones. Tocqueville comparaba a los Estados Unidos con Francia y se preguntaba por las razones que llevaban a todo un pueblo a experimentar, a innovar antes que reiterar su pasado como hacían sus compatriotas. Una explicación a simple vista sería que los norteamericanos, al no tener pasado, sólo tendrían una dirección hacia donde mirar: adelante. Porque, en definitiva, Estados Unidos es un país joven. Pero esta visión está lejos de ser indiscutible porque este país tiene en realidad, detrás de sí, una historia. Los norteamericanos tienen, en efecto, una memoria presente y viva que no deja de rendir culto a sus monumentos y héroes, pero tal vez el hecho que los destaca y que los hace tan especial como nación es que están convencidos de que son los amos de esa historia y no sus víctimas. Creen en la Providencia más que en la fatalidad; creen en la libertad individual más que en el peso de las presiones históricas o naturales. Los norteamericanos está convencidos de que participan en la creación continua de una nueva Tierra Prometida, sin equivalente y sin antecedentes. Más aún, tienen un sentido de llamado a la misión, un profundo sentimiento de que tienen la misión especial de esparcir su estilo de vida alrededor del globo terráqueo; precisamente un carácter que el resto del mundo se resiste a aceptar.
En el billete de un dólar, aparece inscripto el lema "Novus ordo seclorum." En 1776, es verdaderamente un nuevo mundo el que inician los padres fundadores. En ese mismo billete, una pirámide simboliza sus tres orígenes: la Divina Providencia, la democracia y el capitalismo. Ese nuevo mundo está permanentemente en construcción y esa es la razón por la cual la pirámide ha quedado trunca, inconclusa. Kennedy decía que la sociedad americana es un proceso, no una conclusión. Incumbe a todo norteamericano participar libremente en su construcción; pero norteamericano o no, esa obra tiene vocación y alcance universal. Los norteamericanos eligieron, en realidad, ser norteamericanos; la ciudadanía sigue siendo para muchos de ellos una opción deliberada o reciente. Aún hoy afluyen los inmigrante que llegan del Caribe, de las fronteras de México o Canadá. Para millones de desheredados y refugiados del mundo entero, los Estados Unidos siguen siendo una Tierra Prometida.
Volviendo a Tocqueville, él notó apropiadamente que en una gran democracia, los valores aristocráticos dejan de ser el modelo de referencia. En los Estados Unidos, el hombre común al que George Gershwin le dedicara su fanfarria, establece la escala de valores.
Sin embargo, este análisis intemporal de la sociedad norteamericana no debe dar motivo para creer que los Estados Unidos no cambiaron desde los tiempos de Tocqueville. Muy por el contrario, este pueblo está impulsado por una motivación perpetua que influye sobre la política, la economía, la moral, las costumbres sociales y el curso mismo de la historia. En 1963, cuando Kennedy muere asesinado, la sociedad norteamericana era todavía extremadamente conservadora, puritana y francamente racista. En los tranvías de New Orleans, los asientos de atrás estaban reservados a los negros, la segregación estaba intacta en el sur y parecía incluso la cosa más natural. Idolos conformistas y de imagen impoluta como los Plateros y Doris Day dominaban la escena.
En menos de diez años, obviamente, todo eso cambió por completo bajo el efecto de la educación permisiva, de la guerra de Vietnam que desacreditó al mundo adulto frente a las generaciones más jóvenes, de la rebelión de los negros y de todas las minorías, de la revolución de los roles tradicionales de familia y matrimonio y de las costumbres sociales, de la liberación femenina, de la droga que empezaba a difundirse por todos los estratos sociales.
Otros diez años más tarde y un nuevo cambio de escena se produce. Llega la revolución conservadora, la derecha religiosa representada por Reagan y los pastores evangelistas. El matrimonio y los roles tradicionales de familia vuelven a estar de moda, la droga tiende a retroceder hacia los sectores sociales más desfavorecidos, la ética del trabajo es un valor ascendente y la desocupación cae abruptamente. Pocas son las huellas que perduran de la contracultura de los años 60. Dos aportes positivos se conservan: la liberación de las mujeres y un considerable retroceso del racismo. Es que no se puede ser racista en un verdadero crisol de razas donde los negros, los hispanos y los asiáticos se han vuelto en algunas regiones evidentemente mayoritarios. Norteamérica ya no es enteramente blanca y anglosajona. En realidad, hace rato que dejó de serlo y esta coexistencia de pueblos tan diversos en una sola nación es quizás uno de los experimentos más promisorios que se realizan en el formidable laboratorio norteamericano.
Para entender este país, hay que tener en cuenta la medida física de su inmensidad. Los norteamericanos no cesan de desplazarse por las vastas autopistas que -según esa expresión tan americana- atraviesan su territorio "from coast to coast." Estados Unidos es el país que nunca duerme. Es el país que está abierto las 24 horas con sus cadenas de hoteles, sus moteles, sus aeropuertos, sus autoservicios, sus gasolineras. Como en la época de la conquista del oeste, la civilización americana sigue siendo una civilización del camino: los pioneros la circulan ahora a 55 millas por hora en automóviles de transmisión automática, pero en el fondo siguen siendo pioneros permanentemente en busca de ese sueño llamado Estados Unidos.

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