viernes, 9 de marzo de 2012

El estado y la libertad

John Kennedy dijo cierta vez que la fuerza más poderosa que existe en el mundo no era “la bomba atómica ni los misiles teledirigidos” sino “el eterno deseo que alienta en el hombre de ser libre e independiente.” Sin quererlo, o tal vez con esa intención, el inolvidable estadista norteamericano tocó el punto clave que atañe al sentido de un gobierno. El pueblo, al elegir un gobernante, le encomienda una misión que es sagrada: proteger los derechos y libertades individuales para asegurar que ese anhelo se cumpla.
El concepto es bien claro. El gobierno no es un fin en sí mismo, es un medio para garantizar estos sagrados derechos otorgados al hombre por el Creador. Este principio de estado limitado, celoso guardián de la constitución y de las leyes, fue el que sirvió de base para el establecimiento de todas las democracias modernas.
Y en realidad, durante mucho tiempo todas las sociedades se movieron dentro de la creencia que los asuntos civiles (la economía, la agricultura, la industria, la infraestructura civil, etc.) quedaban legados a las provincias o estados, las comunidades o el sector privado, mientras que el estado tenía unas ciertas facultades establecidas y limitadas por las leyes. Y que era responsabilidad de cada individuo ver cómo se levantaba para salir adelante. La ecuación era esfuerzo/recompensa. Fue la fórmula que transformó en grandes a las naciones de Occidente, especialmente a las del continente americano. Fue la fórmula que convirtió a los Estados Unidos en la primera economía mundial, uno de cuyos estados -California- sería la quinta economía si fuera un país independiente. Fue la ecuación que trajo a los inmigrantes que venían atraídos como un imán a estos países con la promesa de, a cambio de todo el esfuerzo que pudieran entregar en actividades productivas, ver materializados sus sueños de progreso personal. Como un contrato social único en la historia, este pensamiento predominante fue el que construyó todos los países de América.
Sin embargo, a partir de un momento determinado de la historia que podríamos situar en 1945, es decir, luego de la finalización de la segunda guerra mundial, se produjo un cambio. Se tomó la idea de que el estado debía ser el supremo guardián del crecimiento económico. La cultura nacional, en los diversos países, abandonó el principio del estado de funciones y atribuciones limitadas para abrazar las teorías de la social-democracia que ya se había consolidado en los países europeos, en especial los países escandinavos. Así, un verdadero leviatán estatal creció. Se dio el intervencionismo estatal en la economía privada, la depreciación de las monedas debido a la inflación, la imposición de cargas tributarias cada vez mayores y el monstruoso crecimiento de las deudas externas. El gradual abandono de los principios liberales coincidió con la imposición de estas teorías de corte colectivista en los países de América. Estas teorías empujaron y desnaturalizaron a los pueblos de su esencia misma como sociedades libres basadas en lo que Mariano Moreno llamaba “el sagrado dogma de la igualdad.”
Estas teorías, además, son muy propensas a las culpas y complejos sociales: los ricos le imponen la pobreza a los pobres. Pero esa es una visión muy estructuralista de la historia en la que los roles se dividen entre ángeles y demonios; es una visión muy victimista que no ayuda a enmendar los males profundos que aquejan a una sociedad sino que, por el contrario, contribuye a agravarlos.
Y es una visión que queda desvirtuada por la historia misma. Durante mucho tiempo, mientras países como Inglaterra, Francia o España dominaban el mundo, Estados Unidos fue un país pobre. Pobre era el inmigrante. Pobre era el pionero que colonizaba el oeste norteamericano. Pero lo que cabe señalar en este punto es que el pensamiento predominante entonces era que cada individuo tenía la responsabilidad de ver cómo se levantaba. El progreso, tanto de un individuo como de una nación, se da por la naturaleza misma de las cosas y de la historia, no porque el gobierno lo pase alegremente por decreto.
A partir de este momento, la misión es lograr un auténtico orden social, para lo cual hay que reinstaurar el orden político que alguna vez hizo florecer a nuestros países. La idea es volver a sus principios fundacionales, aquellos que les dieron impulso y continuidad. No se trata de que el estado sea el convidado de piedra, pero si el objetivo es asegurar la plena vigencia del orden constitucional limitado como base imprescindible para el progreso social y el crecimiento económico en la vida en democracia, es necesario dejar de lado políticas de estado que favorezcan un aumento excesivo del mismo. Es la fórmula exitosa que ha hecho posible el crecimiento en libertad.

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