lunes, 3 de enero de 2011

Palabras, no eufemismos

George Orwell enunció seis reglas para escribir. Una de ellas es la siguiente: nunca usar una palabra larga cuando pueda usarse una corta. En las fuerzas armadas norteamericanas una tarea no es una tarea: es una “especialidad ocupacional militar.” En la guerra, la primera baja es la verdad, observó en 1758 el ensayista británico Samuel Johnson. El lenguaje en sí se convierte en parte de los “daños colaterales.” El eufemismo es una estrategia para mencionar cosas sin evocar imágenes mentales de ellas.
Las palabras significan determinadas cosas, pero a veces son usadas por políticos inescrupulosos (demagogos, ya que estamos en el tema de los eufemismos) para convencer a la gente de que son caritativos, compasivos, buenos y sabios. Los eufemismos manipulan las palabras y, en última instancia, las cosas mismas para servir a los intereses de quienes los formulan. “El gran enemigo de un lenguaje claro es la insinceridad,” escribió Orwell. El se oponía a la brutalidad y a la hipocresía y a las palabras empleadas para encubrir la brutalidad y la hipocresía.
De todos los hechos que se encubren con eufemismos, el más común es sin duda la burocracia. El progreso de una nación no se logra por decretos que tengan la apariencia superficial de ser buenos y justos para el pueblo, pero que no hacen nada por resolver los problemas y a menudo los hacen peores. Las políticas de intervención estatal son verdaderos ejemplos de legislación “progresista” que han traído daño a aquellos sectores de la población que supuestamente iban a ser beneficiados –sin mencionar a los contribuyentes en general.
Veamos un ejemplo. En 1990, el gobierno de Estados Unidos aumentó la presión impositiva para los sectores más altos, en promedio, del 28 al 31 por ciento. El resultado fue una pérdida neta de 6 mil millones de dólares para el fisco. Los hombres de empresa, al verse presionados, ya no tienen tanto interés en producir. Entonces, cierran sus plantas o las trasladan a otros países. Es lo que ocurre invariablemente, indefectiblemente, cuando el estado se entromete en la economía de mercado. La función del estado es proteger, promover e incentivar la propiedad privada, no entrometerse con ella. Por aumentar los impuestos, las escuelas y hospitales públicos de Estados Unidos cuentan con 6 mil millones de dólares menos para su presupuesto.
El estatismo, simplemente, no tiene respeto por la realidad. Más aún, no tiene respeto por la ética. Su manipulación de palabras y conceptos es una táctica, una estrategia deliberadamente calculada para engañar. Las políticas de estado benefactor y de economía estatal planificada encubren su burocracia y el elemento más siniestro es que están plenamente concientes de que lo hacen. Para los estatistas, la significación de la compasión y de la sensibilidad social es aumentar y perpetuar el ciclo de dependencia del estado.
Ahora bien, ¿si estas políticas de intervencionismo de estado son tan engañosas, tan insidiosas (y lo que me interesa a toda costa es que quede claro que sí lo son), por qué cuentan con adherentes? Eso se debe, lamentablemente, a que la gente ha sido condicionada a pensar que el estado es el gran redentor social. Hoy por hoy, demasiada gente está esperando que el estado le resuelva sus problemas en lugar de tomar la iniciativa ellos mismos. La proliferación del estado benefactor ha creado una verdadera clase social indefensa y crónicamente dependiente.
¿Cómo se rompe este círculo vicioso de dependencia estatal? Simplemente, la gente necesita ser reorientada y reeducada. Hay que penetrar la membrana de confusión creada por muchos años de prédica populista de intervenciónismo estatal, demagógica y tenaz. Y para hacerlo, nada mejor que la lógica y el sentido común.
Lo que hace grande a una nación no es el intervencionismo estatal sino la responsabilidad personal, un inquebrantable sentido de la ética, la confianza en el espíritu humano, y poner en primer término no al estado sino al anhelo universal de la libertad y el deseo de progresar y superarse en la vida para beneficio de uno mismo y de quienes lo rodean.
Estas características tienden a ser tachadas de “reaccionarias” por los estatistas. ¿Por qué? Porque, precisamente, echan por tierra toda teoría estatista. Porque exponen implacablemente al estatismo como lo que es: extemporáneo, banal, superfluo, prescindible; pero sobre todo, el eufemismo empleado para encubrir la burocracia.
Los argumentos a favor de estas políticas de intervención estatal afirman que, sin ellas, las cosas serían aún peores. ¿En serio? No nos dejemos engañar. Los estatistas no creen verdaderamente que la gente pueda hacerse cargo de sus propias vidas. En realidad, no quieren que la gente se haga cargo de sus propias vidas. Si hay menos gente en necesidad de planes sociales, hay menos demanda por un rol expansivo del estado y, por lo tanto, una demanda declinante por este tipo de políticas. Es sólo mentalidad de propia preservación y de supervivencia política.
Burocracia, no estado benefactor. Runfla de burócratas, no “secretaría” o “comité estatal.” Resentimiento social, no redistribución de la riqueza. Intromisión, no planificación estatal. Palabras, no eufemismos, para decir las cosas como son.

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