jueves, 7 de julio de 2011

Las utopías socialistas

Es ciertamente honorable el intento de reducir el hambre, el sufrimiento y la pobreza en el mundo. Pero no es realista esperar que el estado le proporcione a cada individuo la misma cantidad exacta de alimentos y, en la misma y exacta proporcionalidad, vivienda, salud y educación todos los días de su vida. Eso es lo que las utopías socialistas y comunistas intentaron implementar en el mundo en el siglo XX. El elemento más siniestro es que, lejos de lograrlo, lejos de achicar la brecha entre ricos y pobres, estas ideologías acabaron por crear una rígida estructura de clases en la que la clase dominante (la camarilla íntima del poder) se arrogó todo el poder y las riquezas, mientras que el resto de la población pasó a ser su sirviente. Si examinamos las sociedades que intentaron basar el progreso social en autoridades centralizadas y una economía central planificada, más que difícilmente encontraremos algo parecido a la prosperidad ni nada que remotamente refleje una justa distribución de la riqueza.
El fracaso de estas doctrinas de intervencionismo y férreo control estatal se debe fundamentalmente a que se basan en la siguiente falacia: el estado debe asegurar igualdad de resultados. Lo que el estado debe garantizar –de hecho, es su deber hacerlo- es igualdad de oportunidades para todos los habitantes. Garantizar igualdad de resultados es imposible porque la economía se mueve en base a condiciones de mercado que se encuentran en cambio constante y permanente, y humanamente no hay manera de adelantarse a saber cuáles serán esos cambios, cómo y cuándo se darán y en qué consistirán. Esto echa por tierra la noción de que la economía se puede planificar desde el interior de una oficina y expone este “remedio social” como lo que es realmente: una patraña. Y valga la ironía, ¡hasta la construcción de esa oficina dependió de condiciones de mercado que jamás se pudieron planificar desde ninguna otra oficina!
En el socialismo, funcionarios pretenden planificar un vasto e intricado mercado. El resultado es, que al hacerlo, ejercen coerción sobre las decisiones de sus componentes. Desde la posición de privilegio que les otorga sus cargos, fuerzan su propia decisión sobre la decisión del ciudadano. Los programas de intervencionismo socialista son intrínsecamente perversos porque avasallan impunemente el principio de libre albedrío, la facultad de elegir y decidir en libertad. El ser humano progresa cuando puede ejercer plenamente sus facultades creativas y la economía de mercado es simplemente el marco más apropiado para que esto se realice. Las democracias liberales que han adoptado un sistema económico de mercado libre son las únicas sociedades que verdaderamente ofrecen al mundo un ejemplo de prosperidad y oportunidades para el progreso social. Una economía central planificada supone le ruina moral y material de la sociedad que la padece.
No se trata de ser enemigo del estado, pero hay que saber que no es dable esperar gran cosa de él. Es así de simple. Si queremos tener una visión realista del estado, nos conviene verlo como una fuerza regulatoria y limitativa del talento humano y de los recursos materiales de la sociedad.

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