lunes, 1 de noviembre de 2010

La dimensión religiosa en la civilización

A diferencia de lo que ocurrió en los dominios americanos de España y Portugal, la prédica del cristianismo a los indios no figura como motivo dominante en la colonización de América del Norte. Para los españoles, la política vive en función de la religión, es un instrumento de la vida religiosa. En cambio, la evangelización no fue parte de la política de la corona inglesa ni figuró entre las prioridades de los colonos. Tampoco fue un principio de legitimación.
Los primeros asentamientos fueron humildes colonia de fieles, a veces compuestas por disidentes. Cada una de ellas, aparte de las tareas agrícolas, el comercio y las otras ocupaciones mundanas, practicaban con fervor su visión particular del cristianismo. El modelo de casi todas ellas eran las comunidades cristianas primitivas del Nuevo Testamento. Sin embargo, y a pesar de su devoción, ninguna de ellas se propuso seriamente evangelizar a los indios.
El fenómeno se repite, en escala mucho mayor, durante la expansión del siglo XIX hacia el Oeste. El modelo religioso de esta gran inmigración fue la peregrinación de Israel en el desierto. Aquellos colonos estaban motivados por un sentido del llamado a propagar su modo de vida a nuevas tierras. Una creencia profundamente albergada, por ejemplo, por los Puritanos. Pero aparte de la búsqueda de tierras y otras ganancias materiales, el ánimo que movía a esos miles de familias y aventureros no era cristianizar a los indios, sino fundar ciudades y pueblos prósperos regidos por la moral de la Biblia, una Biblia en inglés interpretada por cada iglesia y por cada conciencia.
España y Portugal basaron la legitimidad de su soberanía americana en las concesiones adjudicadas por el papado a unas naciones católicas que se comprometían en la misión de evangelización. Inglaterra, cuya monarquía se desvinculó de Roma en el siglo XVI, invocaba derechos de expedición: la labor de navegantes y exploradores que actuaban bajo su bandera.
Estas diferencias entre las colonizaciones españolas e inglesas presentan, sin embargo, un punto en común; precisamente, el más importante: aquellos hombres estaban inspirados por inquebrantables creencias religiosas para vencer grandes obstáculos. Nadie puede negar cuán importante fue la dimensión religiosa en la formación de la historia y del carácter de todos los países del continente americano.
El tradicional Día de Gracias instituido por los Peregrinos es una celebración que hunde sus raíces en las más profundas tradiciones bíblicas. George Washington decía: “De todas las disposiciones y hábitos que llevan a la prosperidad política, la religión y la moralidad son soportes indispensables.” Por su parte, James Madison expresó: “Hemos apostado el futuro mismo de la civilización americana no al poder del gobierno, lejos de ello. Hemos apostado el futuro… a la capacidad de todos y cada uno de nosotros para gobernarnos a nosotros mismos, para controlarnos, sostenernos a nosotros mismos de acuerdo a los Diez Mandamientos de Dios.”
Estos dos padres fundadores norteamericanos tenían bien en claro los riesgos de un gobierno descontrolado y todopoderoso, y lo advirtieron. Ellos sabían la importancia de un gobierno limitado, un sistema político de equilibrios y contrapesos como un auténtico legado de derechos humanos y civiles. Dependería de las generaciones venideras hacerlo funcionar. Pero como advirtieron, sólo lo haría basado en los imperecederos principios y valores judeo-cristianos basamento de la civilización.
Hoy pareciera que le tendencia es simplemente ignorar el importante rol que la religión cumplió en la historia. Por error u omisión, el resultado es el mismo: creemos que la solución a los problemas sociales está en el estado en última instancia, pero no lo está. Esto no es así: debe ir más allá. Debe profundizar y llegar a entender y apreciar en primer término, cómo y por qué los países de América fueron creados, cuál es el basamento histórico de todos ellos, el espíritu que ayudó a moldear esta colección de repúblicas avecinadas a este lado del océano Atlántico.
Paradójicamente, el estado se ha vuelto la verdadera religión: es la panacea, el redentor de todos los males sociales. Es ese ente omnipotente, omnipresente y omnisciente que planifica la vida de los pueblos, les da trabajo, les proporciona vivienda y los redime de las ignominias sociales. Todo por un precio, por supuesto.
Benjamin Franklin sabía muy bien cuál era ese precio cuando dijo. “Los que renuncian a la libertad por la seguridad no merecen ni libertad ni seguridad.”

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