lunes, 1 de noviembre de 2010

Y el mundo se convirtió en el mundo

El descubrimiento y la conquista de América son dos acontecimientos que, como la Reforma y el Renacimiento, abren la era moderna. Sin la ciencia y la técnica de esa época no habría sido factible la navegación en pleno océano; tampoco, la conquista sin armas de fuego. Esa técnica y esa ciencia eran el resultado de dos mil años de continua especulación y experimentación. Lo mismo se da con las concepciones políticas. Ciencias, técnicas, utensilios e ideas anuncian la modernidad.
El revisionismo histórico tiende a omitir lo principal sobre el descubrimiento de América, un hecho que se da casi como una ironía: sin esas exploraciones, conquistas, acciones admirables y abominables, heroísmos, destrucciones y creaciones; el mundo no sería mundo. En 1492, el mundo comenzó a tener forma y figura de mundo tal como lo conocemos hoy.
Existe una experiencia histórica invaluable: mientras que las sociedades indígenas, incluso las más desarrolladas como las de México, no tenían noción de la existencia de otras tierras y de otras civilizaciones, los españoles conocían sociedades distintas a las suyas, con otras lenguas y otras religiones. Al ver a los invasores, los indios se preguntaron: ¿quiénes son y de dónde vienen? Una pregunta, por decirlo así, fuera del tiempo y, en el fondo, religiosa: para ellos, los españoles eran lo inédito, lo desconocido. El conquistador, en cambio, inmediatamente intenta insertar la rareza india en una categoría histórica conocida: sus ciudades les recuerdan a Constantinopla; sus santuarios, a las mezquitas.
El impulso también era moderno: era una exploración y una conquista. Hasta ese momento, las gestas realizadas por Occidente habían sido las Cruzadas, el rescate del Santo Sepulcro y, para los españoles, la Reconquista. En las empresas de portugueses y españoles aparece algo nuevo y contrario a la tradición medieval: penetrar en lo desconocido, conocerlo y dominarlo. No es un rescate sino un descubrimiento. Los conquistadores se lanzaban a lo desconocido. No miraban atrás. Tenían por delante una empresa: conquistar. No se equivocaban: con ellos se inicia la gran expansión de Occidente.
La conquista fue grande y heroica; fue violenta y abominable. No debieramos negar ninguno de esos dos aspectos; tampoco tratar de reconciliarlos.
Pero los revisionistas sí tratan de negar uno de ellos o de reconciliarlos a ambos porque después de la caída del comunismo en todo el mundo, es el único recurso que les queda para cumplir su objetivo de socavar la credibilidad en los valores de Occidente.
Los revisionistas señalan los pillajes y la sed de oro de los conquistadores. Pero la rapacidad, la violencia, la lujuria y la sangre siempre han acompañado a los hombres. En la España de la Reconquista, por ejemplo, encontramos esos mismos excesos entre los guerreros musulmanes. Sin embargo, sería injusto reducir la Reconquista a una serie de incursiones de bandas cristianas y musulmanas. Tampoco es posible comprender la conquista de América en su totalidad si se le quita su faceta atemporal: la evangelización. Al lado del saco de oro, la pila bautismal.
Aunque parezca contradictorio, es natural que en muchas almas coexistiese la sed de oro con el ideal de la conversión. Al contrario de la codicia, que es inmemorial y común a todas las épocas humanas, el afán de conversión no aparece en todas las épocas ni en todas las civilizaciones. Y ese afán es el que da fisonomía a esa época y sentido a la vida de aquellos aventureros: el tiempo de aquí y ahora estaba orientado a trascender. La razón de ser de aquellos hechos estaba referida en realidad a un valor supremo: cumplir los Evangelios, cristianizar a los nativos. Fray Bartolomé de las Casas lo afirmó categóricamente: "Los indios fueron descubiertos para ser salvados."
Rousseau condena a la civilización como portadora de la desigualdad, la opresión, la mentira y el crimen, y al mismo tiempo exalta al buen salvaje, el hombre natural e inocente. Pero, ¿en dónde encontrar al hombre inocente? Las sociedades precolombinas no eran, en definitiva, tan primitivas. Algunas de ellas eran bastante avanzadas. Los mayas, por ejemplo, realizaban las cuatro operaciones básicas. Sabían, pues, que los números no mienten. ¿Dónde está la inocencia, señores revisionistas?

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