sábado, 5 de marzo de 2011

Cuando la marea sube, levanta todos los botes

Las teorías colectivistas de redistribución de la riqueza están condenadas al fracaso desde el vamos por la simple razón de que parten de una falacia: que la capacidad o potencialidad para crear riqueza es finita. La totalidad de la riqueza existente sobre la faz de la tierra en un momento determinado se encuentra en su máximo nivel y, a partir de ese “punto fijo,” se debe proceder a la redistribución en nombre de la igualdad y la justicia social. Ese es el razonamiento que guía a las políticas redistributivas. Tal vez, no sea esgrimido como un dogma, pero no hay duda que es el basamento ideológico que lleva a poner en práctica tales políticas en los países donde las mismas se llevan a cabo.
La capacidad para crear riqueza en infinita. Sólo que para dar lugar a que eso sea posible en la práctica, es necesaria la libertad. Así de simple. El ser humano progresa cuando puede ejercer libremente sus facultades creadoras y cuando puede disponer de lo que ha producido o recibido a cambio de su trabajo. Las sociedades que han triunfado son aquellas que permiten ello se realice, siempre dentro de un marco legal y jurídico igual para todos en el que nadie pueda atribuirse excesos o privilegio alguno. Un orden social que asegure que cada persona por igual esté sujeta a un sistema jurídico preexistente y que por consiguiente no haya nadie por encima de esas leyes, garantiza que el resultado sea la paz, la prosperidad y el progreso ilimitado para todos. El conjunto de proyectos de vida realizables en ese tipo de sociedades explican el progreso social y económico de las mismas.
Esta es la doctrina liberal que se opone a las teorías estatistas. El liberalismo es una concepción vital que abarca a todo lo humano y que se constituye a partir de una convicción muy especial: el estado debe proporcionar una estructura de ley y orden en la que cada ciudadano se libre de conformar su vida según su propia conciencia y esto incluye, entre otros derechos, el de promover el bienestar personal tanto moral como material, y acoge al capitalismo en su seno sólo porque entiende que es útil a tan esencial propósito. El capitalismo, entendido como libertad económica, no es sino un componente obvio y natural de la mencionada concepción vital que lo engloba.
“La industria es el gran medio de moralización,” apunta Alberdi. “Ella conduce por el bienestar y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad.” En efecto, el ser humano debe canalizar su capacidad de manera productiva y útil, pero lo más importante de este punto es destacar que no hay razón alguna para creer que exista un límite para hacerlo y que por lo tanto, siguiendo en ese razonamiento, es totalmente inútil, cuando hay un vacío en un sector determinado de la sociedad, intentar llenar tal vacío recurriendo al arrebato de riquezas a sus legítimos dueños para distribuirlas “generosamente” entre todos. Las políticas colectivistas de redistribución de la renta buscan incentivar el odio y la envidia de clases sociales.
La libertad, en cambio, hace una cosa mucho más inteligente: produce en progresión geométrica nuevas riquezas sin quitarle nada a nadie, sin exacerbar el odio ni la envidia de nadie, habilitando libremente a que cada individuo produzca lo que quiera según su talento, trabajo y capacidad. Las nuevas riquezas producidas de esta manera se suman a las ya existentes, y el resultado es el progreso y el bienestar de toda la nación. John Kennedy decía que “cuando sube la marea, levanta todos los botes.” Es una perfecta ilustración de lo que sucede cuando la economía crece.
No se trata de que quienes no tengan más no deban aportar más, puesto que cada uno debe aportar según su nivel económico. Hasta Adam Smith decía que “los que viajan en carreta” debían pagar más impuestos, como parte de la realidad económica del siglo XVIII. El estado debe establecer una red de contención social eficiente, moderna, operativa que sirva de complemento al sistema de libertad de mercados. Ambas esferas, lejos de enfrentarse, deben ayudarse mutuamente en aras del bien común.

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