jueves, 24 de marzo de 2011

La falacia de la ventana rota

Uno de los sofismas que intentan justificar la intervención estatal en las actividades privadas es lo que algunos economistas han dado en llamar “la falacia de la ventana rota.” Según esa línea de pensamiento, es justificable y hasta recomendable que alguien rompa el vidrio de una ventana de un piedrazo, ya que eso creará un trabajo para quien la reparará.
Eso es ciertamente una falacia. He aquí el por qué: si la ventana nunca hubiese sido rota, el propietario de esa casa seguiría teniendo el dinero de la reparación y podría gastarlo en adquirir un bien de consumo del que hará usufructo; por ejemplo un traje nuevo, un par de zapatos, o un nuevo libro para su biblioteca. O sea, hubiera hecho de ese dinero un uso que ya no efectuará.
En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta dinero y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado dinero en ropa y disfrutaría de un buen traje y un cristal. En un caso, el resultado será un traje más un cristal; en el otro caso, sólo un cristal.
En cuanto al operario que repara la ventana, habría podido emplear ese tiempo en producir por su parte nuevos bienes de consumo (desde un televisor hasta una computadora, por ejemplo) o incluso colocar una nueva ventana en una casa en construcción. En cambio, se estará trabajando para recuperar lo que ya se tenía. Se volverá al punto de partida sin adicionar nada. El sentido de la economía es construir, no reconstruir; es sumar, no volver a fojas cero; es igualar para adelante, no para atrás.
La falacia de la ventana rota es una de las más perniciosas en la economía y ha sido largamente utilizada para defender una amplia gama de intervenciones gubernamentales, dese el programa “cash for clunkers,” en el que el gobierno de Estados Unidos otorga hasta 4.500 dólares a propietarios de autos usados a los subsidios a la energía “verde.” El economista John Keynes decía que puede tener sentido económico construir pirámides (sic) a fin de estimular la economía, aumentar la demanda de mano de obra y fomentar el pleno empleo. No es raro que sus acólitos afirmen que los desastres naturales y causados por el hombre (tsunamis, terremotos, guerras, terrorismo) son económicamente beneficiosos. Y no pocos economistas sostienen que lo que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión fue la Segunda Guerra Mundial, aunque está estadísticamente comprobado que el crecimiento económico de ese país se produjo entre 1945 y 1947.
Si el estado interviene en la economía, generará servicios y creará puestos de trabajo, pero esa moneda tiene otra cara: constatando el destino que el estado da al dinero de los contribuyentes una vez que lo recauda, constatemos también el destino que los contribuyentes habrían dado –y ya no pueden dar- a ese mismo dinero. En una cara de la moneda, pues, figura un obrero ocupado; en la otra, un obrero desocupado.
Como medida temporal, durante un tiempo de crisis, esta intervención del estado –esto es, del contribuyente- puede tener buenos efectos. Como medida general, permanente, sistemática, es una verdadera ilusión, una contradicción que genera un poco de trabajo estimulado, pero impide que se cree más.
Adam Smith decía: “Los controles estatales sobre la economía desvían el comercio de sus cauces naturales. Así se retarda, en lugar de acrecentar, el progreso de la sociedad hacia una riqueza y grandeza verdadera y disminuyen, en lugar de acrecentar, el valor real del producto anual de sus tierras y del trabajo. Cuando todos esos sistemas desaparecen, el sistema simple y obvio de la libertad natural se restablece espontáneamente.”
En una economía dirigida, el estado fija los objetivos que se habrán de alcanzar. El problema es que los planes del estado llevan mucho tiempo; no se hace ni la décima parte de lo que se promete y, en cambio, se hace diez veces más papeleo que el necesario. Una prueba cabal de esto, por ejemplo, es Corea del Norte.
Ese desdichado país, sometido a la dictadura de los K (Kim, no Kirchner), se encuentra en una penosísima situación porque ese gobierno comunista interfiere literalmente en cada aspecto de las vidas de sus ciudadanos, que ya ni siquiera revisten carácter de tales sino que son simples súbditos sometidos a los caprichos de sus déspotas. En la economía de mercado, en cambio, las decisiones tienden a obtener el mayor beneficio según los precios de la oferta y la demanda con un mínimo de regulación. El resultado es mayor demanda de mano de obra, mejor gerencia de servicios, el aumento generalizado de la prosperidad y -como consiguiente de la menor regulación- el apuntalamiento de los derechos individuales.
El favor de la planificación estatal es forzosamente transitorio y limitado. En cambio, la actividad privada representa un progreso real y permanente que beneficia a todos.

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