sábado, 19 de marzo de 2011

La década del setenta, pero no del siglo veinte

En los últimos treinta o cuarenta años, países que conocieron la pobreza y el subdesarrollo se han convertido en grandes potencias económicas e industriales: los famosos tigres asiáticos. Japón, que durante siglos fue una huraña monarquía cerrada al mundo, ha logrado un progreso que no consiguieron países del tercer mundo que son muchos más ricos en materias primas. Las Bahamas y Trinidad Tobago, dos bucólicos estados independientes compuestos por algunas islas del Caribe, tienen un ingreso per cápita similar al de ciertos países de la Comunidad Económica Europea. Singapur, una antigua colonia británica del océano Indico, también se encuentra en esos niveles en la actualidad.
Todo eso ha sido posible porque estos países tomaron la única alternativa que queda tras el fracaso del estatismo, el nacionalismo, el populismo y los hechos revolucionarios por la vía armada. Se trata de una alternativa libre de prejuicios ideológicos que no parte sólo de postulados ideológicos, sino de la simple observación de la realidad. Esta vía, la única que ha hecho la prosperidad de los países desarrollados, combina una cultura o un comportamiento social basado en el esfuerzo, el ahorro y la apropiación de tecnologías avanzadas con una política competitiva de libre empresa, de eliminación de monopolios públicos y privados, de apertura hacia los mercados internacionales, de favorecer la inversión extranjera y de respeto a la ley y a la libertad. La idea central es precisamente esa, la idea de que la libertad es la base de la prosperidad y que el estado debe ceder a la sociedad los espacios que arbitrariamente se ha atribuido a sí mismo como productor de bienes y gestor de servicios.
Cualquier otra alternativa es un anacronismo en un mundo que ya no pone en tela de juicio la democracia y la economía de mercado. El dilema es establecer la mejor manera de combinar solidaridad y eficacia y no la elección de sistemas económicos, pues hoy no hay sino una opción de sociedad viable: el capitalismo en democracia.
La intelectualidad McProgre (porque Arturo Jauretche decía que los intelectuales argentinos suben al caballo por la izquierda y bajan por la derecha) no quiere admitir tal evidencia. Por el contrario, se empeñan en aferrarse a un discurso setentista que quizás alguna vez revistió carácter vanguardista, pero que en la actualidad se sitúa en las antípodas, en la retaguardia más retrógrada y reaccionaria.
O tal vez, siempre estuvo allí. La idea del estado tutelar dispensador de favores es una ideología setentista que, como su nombre lo indica, arranca de la década del setenta… pero del siglo dieciséis.
La España medieval, una España teocrática y autoritaria comprometida con la Contrarreforma, quebró siempre la iniciativa privada con toda clase de regulaciones. Su modelo económico se basaba en el monopolio, los privilegios, las restricciones a la libre actividad de los particulares y el tráfico de influencias. Ese fue el mismo modelo realizado en todos los virreinatos americanos, desde México hasta el Río de la Plata. Nada más lejos del esfuerzo, la laboriosidad, el ahorro y la ética de los primitivos colonos de Nueva Inglaterra.
El estado intervencionista no es sino el heredero del modelo mercantilista medieval, caracterizado por la fuerte injerencia del estado en la economía. “La reacción espontánea de un jefe de gobierno, heredero de la tradición mercantilista española, será siempre la de intensificar controles, multiplicar restricciones y aumentar impuestos,” escribe Carlos Rangel, autor de “Del buen salvaje al buen revolucionario.” El periodista y escritor venezolano solía decir que las tradiciones de monopolios e intervencionismo económico son “tradiciones profundamente ancladas en las sociedades de origen español.” Por su parte, el economista colombiano Hernán Echavarría Olózaga escribe: “En el ataque contra el desarrollo acelerado, tildado de capitalismo salvaje, se percibe la influencia de las prédicas de los escolásticos de la Edad Media contra la avaricia y la competitividad. Ambos tienen la misma cepa, los mismos abolengos, que percibimos en el espíritu anti revolución industrial y contra el modernismo.”
El intervencionismo estatal es, entonces, una doctrina medieval, retrógrada y oscurantista cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y –lo que es peor- en la noche de las conciencias.

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