sábado, 12 de marzo de 2011

Valores, cultura y actitudes

El progresismo intelectualista posee un espléndido recurso para analizar la realidad. Según ellos, los actos violentos o delictivos no son susceptibles de castigo, porque sólo serían la manifestación de un problema más profundo. Aquél que comente crímenes no está atentando contra la vida de sus víctimas, sólo expresa las desigualdades y las injusticias económicas de la sociedad. Es una retórica muy efectiva, sin dudas, para eludir responsabilidades. La contradicción es que no soluciona los problemas de fondo ni las supuestas “manifestaciones” de esos problemas.
En la Argentina actual, se encuentra virtualmente legalizado que sectores políticos o sindicales de los más diversos orígenes mantenga sitiada una ciudad y hasta un país buscando legitimidad para sus más diversos reclamos. Lo peor es que esa mentalidad encuentra eco en las altas esferas políticas, que se supone deben tener un rol ejemplar en cuanto a marcar cuáles deben ser las normas de la convivencia civilizada en democracia.
Aplicar la ley cuando corresponde no es ninguna conspiración de la derecha reaccionaria sino, simplemente, garantizar que el respeto por las normas prevalezca por encima de todo interés político. Las conductas criminales y antisociales desvalorizan el espacio público.
No se trata de política sino de valores, cultura y actitudes. Si una nación pierde irreversiblemente su cultura, está condenada al fracaso. Las naciones que han triunfado en el mundo son las que han sabido establecer un código inteligente de premios y castigos iguales para todos sus habitantes. Aún cuando la economía marcha viento en popa, si no se asegura que un código de normas tenga la jerarquía de punto fijo, de punto inamovible en la sociedad, el invariable resultado será el fracaso y la postergación.
La Argentina llegó a ser grande por un conjunto de valores claros, transparentes: la familia, la escuela, el trabajo, la palabra empeñada, la voluntad de grandeza aún en el disenso. No por casualidad, son los mismos valores que van a engrandecer al país ahora si se los vuelve a poner nuevamente en práctica. Las acciones tienen consecuencias. Una vez que esto se ha comprendido fehacientemente, permite a cualquier sociedad predecir su futuro. La Argentina debe volver inmediatamente a los valores que la formaron y engrandecieron.
Hace algunos años se dio en Nueva York el caso de un adolescente de 16 años que, por simple capricho, se puso a conducir un tren subterráneo que secuestró. El entonces alcalde Ed Koch, un hombre situado notoriamente a la izquierda del arco político, declaró que esperaba que la ciudad fuera “muy cuidadosa” en no arruinar la vida del joven porque sólo se trataba de “un buen muchacho” (sic) que simplemente tenía una obsesión por manejar trenes subterráneos. Sugirió además que el improvisado conductor reciba una pasantía en la Autoridad de Tránsito Metropolitano de Nueva York y que se le permitiera rendir los exámenes para obtener la licencia de conductor y trabajar en esa empresa cuando llegara a la mayoría de edad. Por su parte, el reverendo Herbert Daughtry, reconocido dirigente de una parroquia de Brooklyn dijo: “Si puede manejar un tren, no necesita estar en la cárcel; necesita un mentor que lo ayude a desarrollar su extraordinario talento. Sería un error mandarlo a la cárcel.”
El mensaje en todo esto es bien claro: robas un tren, nosotros te felicitamos, te otorgamos una pasantía, te hacemos sacar la licencia de conductor y te damos un trabajo. Vemos que el sistema de premios y castigos se encuentra totalmente tergiversado. ¿Qué hubiera pasado en Buenos Aires si a Álvaro Alsogaray se le ocurría secuestrar un Boeing 727 en Aeroparque? Una cosa es segura: a nadie se le iba a pasar por la cabeza decir que era “un buen tipo” y que había que darle una pasantía en Austral o en Aerolíneas Argentinas. No solamente los códigos están tergiversados sino que hay un doble patrón de medidas. Las acciones tienen consecuencias. Y son iguales para todos. Es muy simple.
El estado debe garantizar paz y seguridad para todos. Y el nivel económico en que se encuentre una determinada persona no debe ser detrimento para el logro de tan importante fin. John Adams, uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos, decía al respecto: “El fin del gobierno es el bienestar del pueblo en el seguro ejercicio de sus derechos sin opresión. Pero hay que recordar que tanto los ricos como los pobres son personas, que tanto los unos como los otros tienen derechos, que tienen el mismo claro y sagrado derecho a su propiedad grande, como otros tienen el suyo a su propiedad más pequeña, que la opresión contra los unos es tan mala como la opresión contra los otros.”
Si los sectores más favorecidos no tienen seguridad, nadie le tiene. Si la “lucha de clases” se efectúa contra los “ricos,” no hay ninguna razón para creer que sus embates no lleguen a los “pobres” a los que supuestamente se pretende favorecer. Si no hay un claro sentido del bien y del mal, todo el bienestar económico del mundo no será suficiente para disuadir a una persona de hacer un mal a otro.

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