lunes, 5 de septiembre de 2011

La guerra de la limonada y Walmart

Los puestos de limonada atendidos por niños en calles, parques y plazas son una de las tradiciones más antiguas de los Estados Unidos. Les enseña a los niños sobre la iniciativa, el valor del dinero y cómo ganarlo. Sin embargo, ahora los niños están aprendiendo otra lección: la burocracia manda.
Según informa la revista Forbes, al menos 20 de estos puestos fueron levantados recientemente por la policía “por no tener licencia habilitante.” “Lo sentimos, pero las reglas son las reglas,” es todo lo que dicen los funcionarios intervinientes. Grupos de padres se han organizado a través de las redes sociales para protestar contra estos hechos en lo que se ha dado en llamar “la guerra de la limonada.“ El pasado 20 de agosto, se realizó el Día Nacional de la Limonada con puestos de venta a lo largo y a lo ancho del país. Quienes apoyan las medidas de clausura aducen que estos modestos emprendimientos compiten de manera desleal con las empresas formales. En el caso de los puestos de limonada, una licencia les cuesta entre 180 y 400 dólares al año, dependiendo de la ciudad y el estado; pero eso, naturalmente, no les dejaría ningún margen de ganancia.
Estos puestos son tradicionalmente atendidos por niños en edad escolar con el fin de recaudar fondos para sus escuelas o solventar tratamientos médicos de familiares. Si estos emprendimientos quebrantan realmente alguna regulación, ¿no sería mejor derogar algunas de las tantas regulaciones que interfieren con la economía privada? A mi juicio, esto no es más que una muestra del sin sentido del intervencionismo estatal, en este caso sobre el lado más inocente y optimista del capitalismo: la empresa privada de limonada a diez centavos de dólar el vaso. Para ilustrarlo, nada mejor que la ironía de la revista conservadora Townhall: “Lo que los niños deben comprender es la importancia de aprender y obedecer las regulaciones gubernamentales que prohíben los puestos de limonada.”
Pero estos pequeños emprendimientos no son los únicos que sufren los embates de persecuciones absurdas. Los “grandes” también tienen lo suyo. Una coalición de sindicatos y grupos de presión que se hace llamar “Salarios dignos, Comunidades saludables” ha encarado una férrea oposición a los planes de la archiconocida cadena de hipermercados Walmart de abrir cuatro nuevos locales en Washington. Según la gente de “Salarios dignos…” esta empresa desplaza puestos de trabajo, reduce los salarios y perjudica a las comunidades. Sin embargo, todas las investigaciones demuestran que esas acusaciones son falaces y carentes de fundamento.
El economista Jason Furman afirma que el efecto de Walmart sobre el precio de los alimentos beneficia inmensamente a los hogares más pobres, que tienden a gastar un porcentaje mayor de sus ingresos en alimentos que los hogares más pudientes. Furman se refiere a la compañía como “una historia de éxito progresista.” Por su parte, investigaciones del Instituto Independiente de Oakland, uno de los foros de discusión y análisis independientes más importantes de la costa Oeste de Estados Unidos, demuestran que el efecto de Walmart sobre el empleo minorista es, en el peor de los casos, ambiguo. No es verdad que la empresa destruya necesariamente puestos de trabajo en las comunidades.
En un artículo crítico de las prácticas de la compañía, el historiador y especialista en ética empresarial James Hoopes demanda que se haga “un estudio” sobre el impacto de la operativa de los hipermercados sobre la comunidad.
Nada más sencillo. Ese estudio arrojaría como resultado, sin lugar a dudas, lo que la historia de la humanidad nos demuestra sin excepciones: que la intervención estatal convierte en paupérrimas y decadentes a las comunidades más prósperas, y que el sistema capitalista de libre competencia no tiene competidores si de asegurar el progreso de una comunidad se trata.

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