martes, 28 de septiembre de 2010

Ellos y nosotros

En un verdadero evangelio antioccidental titulado "Los condenados de la tierra," el médico martinicano Frantz Fanon expresa: "el juego europeo ha terminado definitivamente, hay que encontrar otra cosa. Podemos hacer cualquier cosa ahora a condición de no imitar a Europa, a condición de no dejarnos obsesionar por el deseo de alcanzar a Europa." Y más adelante añade, "no rindamos, pues, un tributo a Europa creando estados, instituciones y sociedades inspiradas en ella."
Fanon, que conoció la colonización francesa en su Martinica natal, se trasladó a Argelia en 1953 y se acercó a los movimientos independentistas, convirtiéndose en editor de una de sus publicaciones. En 1960, poco antes de su muerte, el gobierno argelino en armas lo nombró embajador en Ghana. Era la tumultuosa época en que comenzaba la descolonización de Africa.
Dos factores le dieron el gran impulso editorial que inicialmente tuvo este libro. El primero fue su aparición en momentos en que la guerra de la independencia librada por los argelinos contra los franceses estremecía a ambos países y al mundo entero. Corría el año 1961 y Argelia era noticia en todas partes. El segundo fue que la obrá apareció con un prólogo de Jean Paul Sartre, voz por entonces indiscutible del universo intelectual.
Lo interesante del prólogo de Sartre es a quién va dirigido. Sartre le habla a los europeos. Fanon, en cambio, se dirige a los no europeos, a los "condenados de la tierra." Sartre y Fanon, intencionalmente o no, se han puesto de acuerdo para asignar a la raza humana los roles de explotadores y explotados, de victimarios y víctimas según el lugar en que se encuentren. Sartre le habla a los primeros; Fanon, a los segundos. Sartre les comunica a los europeos que ha tomado cuerpo una justa revancha a cargo de los explotados del Tercer Mundo y, lejos de condenar ello, admite las razones morales que lo asiste. Por su parte, Fanon les dice a sus interlocutores cómo y por qué el derramamiento de sangre es tan necesario como inevitable. Uno hace la apología de la violencia anticolonialista. Otro la legitima reflejando ese complejo de culpa que se ha vuelto tan común al hombre de Occidente.
Esta es la clave ideológica que tiene la izquierda para defender la violencia como elemento catalizador de la historia; un concepto que además hunde sus raíces en Marx y en Engels. Fanon hace una clara división de roles: nosotros y ellos. Según esa división, "nosotros" no teníamos que ser como "ellos." "Nosotros" teníamos que despojarnos de las influencias de "ellos."
Hay un problema con eso: las fronteras entre "ellos" y "nosotros" no existen más -o por lo menos se confunden- desde hace tres mil años. Los únicos que podrían esgrimir ese argumento serían unos pocos esquimales, mapuches, arawacos y otros aborígenes precolombinos que todavía y a duras penas subsisten completamente aislados y totalmente librados a sus propios medios, pues sucede que todos, tanto "ellos" como "nosotros" incluyendo a Fanon, somos los herederos de una cultura helenística que desde hace tres mil años ejerce en el planeta una influencia unificadora que podrá ser brutal, lamentable o benéfica según quien haga la fiscalización, pero de cuya fuerza centrípeta nadie parece poder escapar. No tiene ningún sentido insistir en un rencoroso discurso indigenista, tercermundista y antioccidental que, como perro que se quiere morder la cola, no va a ninguna parte y lo único que consigue es poner un palo en la rueda del desarrollo de los pueblos. Una vez que se ha producido el arraigo de una cultura dominante y una vez que predominan esos valores y esa cosmovisión, no es bueno intentar que la historia retroceda y la mentalidad social involucione a unos míticos orígenes que ya nadie es capaz de esclarecer y que, de reimplantarse, lo único que lograrían es condenarnos al fracaso y a la frustración a "ellos" y a "nosotros" por igual.
Los revolucionarios negros norteamericanos que marcharon a Africa en la década del 60 en busca de sus "raíces," descubrieron que poco y nada tenían en común -salvo el color de la piel y los rasgos externos- con aquellos países atrasados y distintos que no tenían ni las autopistas, ni los hoteles, ni los moteles, ni los autoservicios, ni los bares, ni las gasolineras ni los teléfonos públicos que ellos conocían y a los que estaban acostumbrados. Singapur, que fue una humilde colonia inglesa en las antípodas del planeta, se ha convertido en una de las principales economías del mundo porque sus habitantes rehusaron hundir la cabeza como el avestruz en ese inútil discurso anti-Occidente y, en cambio, adoptaron una economía de mercado. En Japón, al terminar la Segunda Guerra Mundial y después de que cayó la bomba atómica, dejaron de verse kimonos por las calles y empezaron a verse jóvenes de ambos sexos vestidos con pantalones vaqueros y camisas a cuadros que hacían cola frente a los nuevos y grandes cines donde se proyectaban películas norteamericanas. Etiopía nunca fue colonizada por los europeos, salvo el brevísimo paréntesis italiano que apenas dejó huellas, y no por eso le fue mejor que a la India.
Por otra parte, Fanon no tuvo en cuenta que todo es historia. Seguramente por eso su libro no menciona que los árabes tristemente colonizados en Argel fueron los implacables colonizadores del pasado. En efecto, la Guerra Santa islámica librada a partir del siglo VIII contra los pueblos del norte de Africa aniquiló, subyugó y esclavizó a numerosas comunidades nativas en matanzas que se extendieron por tanto o más tiempo que las cometidas por los europeos.
Hay una herencia de tres mil años que se llama Occidente. "Ellos" y "nosotros" somos sus herederos, los beneficiarios de esa herencia que moldea nuestra lengua, nuestras instituciones, nuestra religión, nuestro modo de construir ciudades y de alimentarnos, nuestro ser y quehacer, nuestras actividades cotidianas a lo largo de los años, hasta nuestra forma de interpretar la realidad. Entonces, ¿cómo pretender que, de buenas a primeras, de un día para otro, esa cosmovisión, toda una visión global de la vida, nada menos, sea reemplazada por otra? ¿Cuál sería, además, la alternativa? ¿El incanato? ¿La teocracia azteca? ¿La enclenque e ignota cultura tuyuca perdida en algún rincón de la selva amazónica? ¿Los kiribaties de la Micronesia y su culto a los huesos de los muertos? ¿El canibalismo, acaso? La respuesta es no, gracias. Somos occidentales, con todo lo que trae. Vale para ellos, vale para nosotros. Eso es lo que Fanon no entendía.

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