martes, 5 de octubre de 2010

Superar la anarquía y el despotismo: la libertad y el estado de derecho en un estado fuerte

En su ensayo "Sobre la libertad" escrito en 1859, John Stuart Mill sostenía que "silenciar una opinión es, en todos los casos, un robo a la humanidad: si la opinión silenciada era falsa, se roba a la humanidad la oportunidad de sustituir el error por la verdad; si era verdadera, se le roba la oportunidad de fortalecer la verdad a través del debate." Y concluye, "nunca podremos saber si lo que hoy es tenido por falso no resultará, mañana, verdadero."
Al señalar asimismo que "la liberación de las energías humanas puede traer malas consecuencias, pero seguramente serán más las buenas consecuencias," Mill expone la creencia fundamental que guía a la libertad: su balance será positivo.
Esta decisión de asumir los costos de la libertad a cambio de beneficios más altos está en la base del pensamiento liberal contemporáneo a partir de su fundador, el inglés John Locke. Situado en el origen de la tradición anglosajona, lo que más temía Locke era el despotismo. Locke, al escribir a fines del siglo XVII, intentaba en realidad rebatir la visión que había planteado medio siglo atrás, en plena guerra civil inglesa, su compatriota Thomas Hobbes: la idea de que un estado despótico y autoritario sería la única alternativa al caos y a la anarquía.
A partir de los conceptos precedentes, vemos que hay dos maneras de enfrentar los desórdenes probables de una sociedad. Una es confiar en la libertad y en la responsabilidad de los individuos. Otra es confiar en que alguien ponga límites y discipline a los individuos.
En cierto modo, hay un vínculo entre ambas posturas, aunque parezcan irreconciliables. Para Locke, el temor central era el despotismo; para Hobbes, la anarquía. El desafío es lograr una sociedad que supere a ambos.
El remedio contra el despotismo es la protección de las libertades individuales. En la tradición liberal, la fe en la libertad implica la tolerancia de las opiniones y actitudes divergentes. Para adoptar una actitud de este tipo, para poner a la libertad en un punto menos que el de sagrado, hace falta una confianza, una fe casi religiosa en los beneficios de la libertad. Esta fe forma parte de la tradición anglosajona que, a su vez, constituye uno de los pilares incólumes de la experiencia liberal universal.
En el despotismo, el poder se encuentra concentrado en un sólo individuo que lo ejerce de manera implacable e inapelable. En la anarquía, no hay uno sino miles de déspotas desatados en favor de la inoperancia del estado en una guerra de todos contra todos. La anarquía, según Hobbes, es peor que el despotismo. En ella no hay ley, ni policía ni autoridad que sirva de freno y la única ley que rige es aquella de la selva: el más fuerte, gana. Por eso, no resulta extraño que cuando el estado no aparece como fuerte, la gente siente renacer el temor a la anarquía. El general Roca se preocupaba, en 1913, ante ante la irrupción del pueblo en el sistema político que había propiciado Sáenz Peña con estas memorables palabras: "No conviene forjarse ilusiones sobre la solidez de nuestra organización ni de la unidad nacional. La anarquía no es planta que desaparezca en el espacio de medio siglo, ni de un siglo, en sociedades mal cimentadas como la nuestra. Ya veremos en qué se convierte el sufragio libre, cuando la violencia vuelva a amagar." Y en 1966, cuando la ya debilitada gestión de Arturo Illia atravesaba sus últimas horas, un docente de la UBA pudo sostener que "no sólo tenemos el derecho de resistencia a la opresión contra los déspotas, sino también el derecho de resistencia a la falta de autoridad contra los gobernantes poco efectivos." Se trataba de un "derecho" de cuestionable legitimidad, por cierto, ya que propiciaría entonces el inminente golpe militar de Onganía.
La historia parece dividirse entre quienes requieren la presencia de un estado fuerte y los que siguen soñando en la primacía absoluta de la libertad y el estado de derecho. Digamos que la meta es reconciliarlos a ambos. Locke nos espera en esa meta. Habrá que bregar duramente hacia ella desde un punto de partida cuyo guardián es Hobbes.

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