sábado, 19 de febrero de 2011

Socialismo con sotana

En 1959, el Papa Juan XXIII convoca el Concilio Vaticano II. Su misión, de alguna manera, era poner a la Iglesia al día y devolver al cristianismo una cierta unidad quebrada a lo largo de los siglos. Hasta aquí, ningún problema. Si alguien hubiera podido saber en qué iba a devenir el asunto, seguro que se hacían todos Hare Krishna.
Uno de los objetivos declarados era adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de los nuevos tiempos; ello implicaba comprometerse con los temas sociales (pobreza, falta de educación, etc.) que azotan a los pueblos. Así, se refutaba el extemporáneo argumento según el cual la Iglesia no debía involucrarse en política. La Iglesia tiene todo el derecho del mundo de dedicarse a la política, como lo tiene cualquier individuo, organización o institución. Lo que yo, como liberal de pura cepa que soy, no iba a estar de acuerdo es que el camino elegido para tan noble fin iba a ser el socialismo y la lucha armada.
Vamos por partes: la noción de que la lucha contra la pobreza debe tener un signo marxista es una noción fundamentalista porque confiere a este marxismo el cariz excluyente e iluminado de vía a la redención. En el caso de la teología de la liberación, término que acuñó el cura peruano Gustavo Gutiérrez, la Iglesia debía bajar de su elitismo y poner los pies sobre la realidad mundana. Pero lo debía hacer con un evangelio rojo en la mano (en la mano izquierda).  Había que predicar las buenas nuevas marxistas y hegelianas, pero era pecado venial mencionar a Adam Smith.
Gutiérrez habla de “una transformación profunda del sistema de propiedad” con el fin de lograr “una sociedad distinta, una sociedad socialista.”
Dios ama por igual a todos sus hijos, sean o no propietarios. ¿Cómo se puede, entonces, juzgar a los hombres en virtud de su propiedad, a menos que lo que verdaderamente se esté persiguiendo no sea otra cosa que intereses políticos? La teología de la liberación sitúa así la noción de justicia exactamente donde la sitúa el comunismo: en la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada.
Usar así a la Iglesia como vehículo de propagación revolucionaria fue una estrategia fundamental para las guerrillas latinoamericanas a partir de la década del sesenta. La labor fue lenta, paciente, y estuvo apoyada por curas extranjeros, entre ellos españoles como el sacerdote Ignacio Ellacuría, que acudían a los países en que había focos revolucionarios. Esto se dio muy especialmente en Guatemala, Nicaragua y El Salvador. En este último país, Ellacuría sería asesinado por un comando paramilitar.
Los innegables escenarios de pobreza, violencia y desesperación coincidían con los designios políticos del comunismo. Eran su caldo de cultivo. La táctica fue siempre la misma: denuncia de la falsa democracia y del aparato militar (lo que en países donde la brutalidad castrense ha sido el pan de cada día tenía un evidente atractivo popular) y condena del hambre –todo lo cual sin mencionar los estragos de las guerrillas y los despojos y miserias de que eran víctimas los campesinos y trabajadores de los “territorios liberados.” La prédica ideológica iba acompañada de la evangélica y estaba dirigida a un sector con poca educación y muchas ansias de consolación y de fe, al que los términos ideológicos y los sofismas evangélico/políticos seducían. La pasividad y el conformismo de la jerarquía eclesiástica, que no oponía resistencia efectiva a los curas de la liberación, fueron los grandes aliados de estos últimos, agrupados bajo el rótulo mesiánico de “Iglesia popular.” La influencia de la teología de la liberación llevó a muchos jóvenes a la violencia, estimuló esa violencia y confirió legitimidad moral a terroristas y asesinos que se escudaban detrás de las causas de la justicia social y la liberación de los pobres. La teología de la liberación no produjo ni teología ni liberación. En cambio, causó mucha tragedia. Si alguien hubiera formulado una “teología de la economía de mercado,” tal vez no se habría favorecido la teología, pero en todo caso se habría incentivado la economía de mercado. Y eso iba a ser un importante paso adelante.
La perfecta síntesis de marxismo y cristianismo representada por el padre Ellacuría, el obispo Samuel Ruiz y el poeta Ernesto Cardenal, entre otros, pretendía revitalizar y modernizar la Iglesia. Lo que ha conseguido fue llevarla al descrédito. O, por lo menos, si no se quiere aceptar que la Iglesia fue desacreditada por eso, lo cierto es que no le dio ningún aporte positivo. No tuvo ningún avance. En el caso de la Iglesia, la pérdida de popularidad y respeto institucional dejó indudablemente un gran vacío que fue ocupado por otras instituciones que sí tuvieron avances: las iglesias protestantes.
Cuánto han contribuido a esto los supuestos salvadores de la Iglesia católica, los teólogos de la liberación, es algo que está por estudiarse. Pero la contribución de todos ellos, en mayor o menor proporción, ha sido sin duda considerable. Del simple y honesto planteamiento de la modernización se han desprendido, como serpientes de los árboles, muchas insensateces que hasta el día de hoy nadie se explica por qué. Será por eso que Silvio Rodríguez sueña con serpientes.

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