martes, 1 de febrero de 2011

Las consecuencias de apaciguar al enemigo

El dramaturgo español Jacinto Benavente decía que el enemigo comienza a ser peligroso cuando comienza a tener razón. Después de los criminales ataques del 11 de septiembre de 2001, ha habido una tendencia a justificar esos hechos atribuyendo, en última instancia, la responsabilidad a los Estados Unidos por su política militar de intromisión y ocupación de tierras islámicas. Según ese argumento, dicha intromisión motivó los ataques en primer lugar. Así que tal vez evitar esas provocaciones y, de ese modo, la estrategia de los terroristas para conseguir más adeptos y dinero para su causa, hubiera sido una idea mejor.  
La consigna, entonces, es apaciguar al enemigo con el fin de evitar su furia y, por consiguiente, sus terribles actos de barbarie.
Inspirada en el deseo de evitar todo motivo que pudiera inducir a los terroristas a cometer sus crímenes, esta política de apaciguamiento tiene un efecto totalmente inverso al buscado: lejos de disminuir la probabilidad de un atentado, la vuelve propicia, pues el enemigo, confiando en su impunidad, asesta golpes cada vez más terribles y dolorosos, se fortalece desde sus bases, acelera su reclutamiento de adeptos, y llegará un momento en que considerando haber alcanzado el máximo de su poderío, se crea listo para lanzar un ataque definitivo a Occidente. La política de apaciguamiento consiste ni más ni menos que en aplacar el apetito del tigre dejándose comer por él.
La tragedia de las Torres Gemelas no puede ser analizada como una consecuencia de la convivencia entre seres civilizados, sino como un acto de terrorismo criminal organizado y ejecutado por asesinos y respaldado por un gobierno lunático y absolutamente irresponsable: el talibán.
Ese gobierno tenía derecho a efectuar a los Estados Unidos un reclamo de manera diplomática y civilizada por cualquier motivo que considerara necesario si creía que había razones para ello, pero a lo que no tenía derecho era a secuestrar aviones de pasajeros y usarlos como misiles para destruir edificios. Lo que se puso en juego el 11 de septiembre es el prestigio de los Estados Unidos como líder de Occidente en el actual momento histórico. Y pase lo que pase ahora, el precedente que deja este episodio es gravísimo.
Cuando Chamberlain volvió de Munich a Londres, dijo alborozado: "Tenemos asegurada la paz por 20 años" y los pacifistas respiraron aliviados. Apaciguar a Hitler envalentonó a éste de tal manera que, convencido de que nadie le haría frente, invadió Polonia dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. El anhelo de paz a cualquier precio, incluso al precio de apaciguar al enemigo, costó 40 millones de muertos a la humanidad.
Por eso, dejarse comer por el tigre no es la solución. Ceder ante el enemigo que se expande y acrecenta su poderío no es asegurar la paz; al contrario, es acrecentar el peligro de guerra, porque ante esa actitud, ante la actitud de retroceso y apaciguamiento, hasta los enemigos más moderados se sentirán incentivados para lanzar el golpe final. Y el terrorismo es un enemigo todo menos moderado. Haceles creer, pues, que Occidente es incapaz de reaccionar es incitarlos a atacar.
Nadie quiere la guerra. Todos queremos la paz. La diferencia está en que alguna gente piensa que en apaciguar al enemigo radica la manera de lograr un mundo seguro y otros creen que la única manera de disuadir al enemigo es ser superiores a él.
El tiempo dirá quién tiene razón. El problema es que cada vez hay menos margen para equivocarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario